miércoles, 8 de abril de 2015
CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 20
Pedro estaba ayudando a Armando con la barbacoa cuando Paula se unió a ellos llevando en brazos un enorme gato blanco y negro.
–No le estarás sirviendo demasiada cerveza a Pedro, ¿verdad, papá? –dijo Paula con un tono cariñoso que Pedro no se imaginaba utilizando con su propio padre.
Ni con su madre tampoco. Pensaba que tenía una buena relación con los dos, pero al ver a Paula interactuar con sus padres se había dado cuenta de muchas cosas.
Y también al verla con el resto de su familia. Era cálida con ellos, cariñosa y considerada, cuando llegaron les preguntó cómo estaban con auténtico interés. Pedro vio que los quería mucho, y ellos también a ella. Los niños la rodeaban intentando llamar su atención. Incluso el gato la quería.
–Los chicos quieren que Pedro juegue al críquet con los niños y con ellos –dijo Paula–. Yo ocuparé su lugar aquí –se ofreció antes de dejar al gato en el suelo.
–¿Sabes jugar al críquet? –preguntó Armando mientras Paula se hacía con el tenedor para dar la vuelta a la carne–. No es un deporte muy popular en América.
Pedro sonrió. Había sido capitán del equipo de su escuela, pero sería mejor no mencionarlo para no parecer presumido.
–No olvides que he estudiado en un internado australiano, Armando. Allí los deportes son esenciales. Jugábamos al fútbol en invierno y al críquet en verano.
–De acuerdo, pues entonces ve. Pero procura no lanzar la bola hacia aquellos matorrales. He perdido la cuenta de todas las que hemos perdido a lo largo de los años.
Pedro se mordió la lengua. No tenía necesidad de hacerse el listillo.
Paula vio cómo Pedro se alejaba con una sonrisa en los labios. Estaba segura de que Pedro jugaría de maravilla al críquet, porque era excelente en todo lo que hacía. Era un hombre excepcional con grandes habilidades sociales.
Todavía estaba asombrada de cómo había sabido por instinto de qué hablar con cada uno de los miembros de la familia. Habló de coches con su padre, de deportes con sus hermanos y de avances tecnológicos con sus inteligentes cuñadas. No mencionó su riqueza en ningún momento ni adquirió el papel de invitado de honor. Se mostró encantado de ayudar con la comida y de beber cerveza. Paula imaginó que su vida social en Nueva York sería muy distinta. Iría a restaurantes elegantes y a fiestas glamurosas donde comería caviar y bebería el champán más caro. Paula frunció el ceño. Ella no se sentiría cómoda con aquel tipo de vida. Era una chica sencilla con ilusiones sencillas, como el amor, el matrimonio y la familia. No estaba hecha para la gran vida.
Aquellos pensamientos renovaron su decisión de no ir a Nueva York con él, si es que volvía a pedírselo.
La barbacoa terminó pronto porque los niños más pequeños estaban cansados y los mayores tenían que ir al colegio al día siguiente. Sin embargo, Pedro parecía reacio a marcharse. Ayudó a recoger y se tomó una última cerveza con su padre. Cuando Paula consiguió por fin sacarlo de allí eran ya más de las diez.
–Tienes una familia maravillosa, Paula –fue lo primero que le dijo en el camino hacia Blue Blay–. Eres muy afortunada.
–Sí, lo soy –reconoció ella–. Por cierto, mi madre sabe lo nuestro.
Pedro giró la cabeza en su dirección.
–¿Se lo has contado?
–No, lo ha adivinado. Como te dije, es muy intuitiva. Pero no conoce los detalles, solo sabe que hemos tenido relaciones sexuales.
–Entonces está bien. Así no se preocupará si llegas tarde a casa.
–Seguirá preocupándose, ese es el trabajo de las madres. Sinceramente, me sorprende que se haya tomado con tanta calma que me acueste contigo.
–Porque sabe que soy un buen tipo.
–No creo que sea por eso. Bueno, esta noche no voy a quedarme contigo, Pedro –afirmó Paula, decidida a no dejarse seducir por él. Una vez más–. Te dejaré y me iré directamente a casa.
–Me parece justo.
Paula parpadeó, sorprendida por la facilidad con que había aceptado su postura. Tal vez estuviera cansado. Sí, seguramente sería eso. Había sido un fin de semana agotador.
Cuando aparcó en la entrada, Paula se bajó, abrió el maletero para sacar el equipaje y sí, le dejó darle un beso de buenas noches. Resultó no ser un beso muy largo porque ambos alzaron la cabeza cuando sonó el móvil de Pedro. Él frunció el ceño, lo sacó del bolsillo y se quedó mirando la pantalla.
–Maldición –murmuró–. Es Anabela.
–¿No vas a contestar? –preguntó Paula tratando de disimular lo mal que se sentía de pronto.
–Debería hacerlo –aseguró él–. Tiene que saber cuanto antes que lo nuestro ha terminado.
Se llevó el móvil a la oreja.
–Hola, Anabela. Creí que habías dicho que no nos pondríamos en contacto hasta que yo volviera.
Paula se quedó allí de pie escuchándole hablar con un nudo creciente en el estómago.
–¿Qué? –dijo de pronto Pedro–. ¿Cómo has dicho?
Paula observó cómo Pedro perdía de pronto su brillo normal.
Se puso pálido como la cera. Lo que Anabela le estuviera diciendo debía de ser algo terrible.
–No, no –murmuró con voz entrecortada–. Volveré a casa enseguida. Dile a la funeraria que lo retrase todo hasta que yo llegue y me pueda encargar de todo.
A Paula se le cayó el alma a los pies. Su padre debía de haber muerto. Oh, Dios, pobre Pedro…
–No, no quiero que me ayudes –estaba diciendo ahora con voz otra vez controlada–. No, Anabela, tampoco quiero casarme contigo. Lo siento, pero he conocido a otra persona. Sí, una chica australiana… sí, sí –dijo mirando a Paula directamente a los ojos–. Voy a llevarla a casa conmigo.
Paula se quedó boquiabierta. Así seguía cuando Pedro se guardó el móvil en el bolsillo.
–Por favor, no digas que no, Paula. Mi padre murió anoche de un ataque al corazón. No puedo enterrarle yo solo –dijo roto de dolor.
A Paula se le rompió el corazón al ver el dolor de su rostro.
Aunque hubiera decidido no ir a Nueva York con él si volvía a pedírselo, a esto diría que sí. ¿Cómo iba a darle la espalda al hombre que amaba en su momento más vulnerable?
Porque por supuesto que le amaba. No podía seguir negándolo. Al menos a sí misma.
–Sí, por supuesto que iré contigo –aseguró con dulzura.
–Gracias. No sé qué habría hecho si me hubieras dicho que no. Necesito a alguien que me importe a mi lado, Pau. Si tú estás conmigo, lo superaré.
Paula contuvo el aliento al escuchar sus palabras.
–¿De verdad te importo, Pedro?
–Por supuesto que sí. Yo también te importo, ¿verdad? Me niego a pensar que estás conmigo solo por el sexo.
–¡Por supuesto que no! –le espetó ella, sorprendida de que pudiera pensar semejante cosa.
Pedro dejó escapar un largo suspiro.
–Eso es un alivio. Entremos y hagamos planes.
El apartamento de su madre era tal y como Paula imaginaba.
Muy espacioso y moderno, con grandes ventanales, pulidos suelos de madera y muebles italianos.
–Yo sacaré los billetes mientras tú llamas a tus padres –dijo Pedro–. Tienes el pasaporte en regla, ¿verdad?
–Sí –confirmó Paula.
–Bien. Yo llamaré a la aerolínea desde la cocina. Tú quédate aquí.
La madre de Paula contestó al segundo tono con voz ansiosa.
–¿Qué ocurre, Paula? ¿Has tenido un accidente?
–No, mamá –le contó lo que había pasado.
–¿Y vas a irte a Nueva York con él? –preguntó su madre asombrada.
–Sí, mamá, en cuanto Pedro saque los billetes. Está llamando ahora mismo a la aerolínea.
–Pero apenas lo conoces, Paula.
–Lo conozco mejor de lo que nunca conocí a Guillermo.
–Lo amas, ¿verdad?
–Sí, mamá. Lo amo.
–¿Y él a ti?
–No estoy segura.
–¿Eres consciente de que al morir su padre se convertirá en un hombre muy rico?
–Sí, mamá. No soy idiota.
–Pero…
–Ya hablaremos cuando vuelva, mamá –dijo cuando Pedro entró otra vez en el salón–. Tengo que irme. ¿Y bien? –le preguntó.
–Nuestro vuelo sale mañana a primera hora. Tendremos que salir de aquí sobre las cuatro para estar allí a tiempo. Pero podemos dormir en el avión. Volamos en primera clase.
Primera clase, pensó Paula sin entusiasmo. Nunca había volado en primera clase. Pero seguramente Pedro lo hacía constantemente.
–¿Qué ropa me llevo? –preguntó tratando de ser práctica a pesar de la creciente preocupación.
–Algo negro para el funeral, supongo. En Nueva York hace fresco, así que asegúrate de llevar una chaqueta. Aparte de eso, pantalones, camisetas y un vestido para salir de noche. Si necesitas algo más, te lo puedo comprar.
Paula reconoció que podría permitirse comprarle cualquier cosa que necesitara ahora que era multimillonario. Pero no quería que lo hiciera. No quería que pensara que podía comprarla a ella también.
¿En calidad de qué se suponía que iba a estar a su lado?
¿Novia o amante?
–¿Cuánto tiempo vas a querer que me quede? –preguntó haciendo lo posible por parecer despreocupada.
«Para siempre», pensó Pedro. Pero sabía que era demasiado pronto para decir aquello. Demasiado pronto para decirle que la amaba. Ahora lamentaba habérselo confesado a Anabela. Seguro que iría al velatorio, y tal vez dijera algo.
Bueno, pues lástima si lo hacía. Era la verdad.
–Todo el tiempo que quieras –respondió.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
Wowwwwwwwwwwww, qué geniales los 3 caps!!!!!!!!!!!! Me fascina!!!!!!!
ResponderBorrarAyyyyyyyy !!! que amorrrr ... se aman ..!! me encantaron estos capitulos, NO quiero q termine
ResponderBorrarAaaay que amor!!!
ResponderBorrar