lunes, 6 de abril de 2015
CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 12
A Pedro le gustó el modo en que Paula se dejó guiar al cuarto de baño. Tenía la impresión de que estaba excitada, como lo estaba él. Hasta el mínimo roce de Paula le excitaba.
Resultaba increíble el efecto que causaba en él. Aunque no suponía nada que no pudiera controlar, y menos ahora que se mostraba tan deliciosamente colaboradora.
La acomodó en la esquina de la bañera con garras y empezó a desvestirse.
Paula no podía creer que estuviera haciendo aquello, estar allí sentada viendo cómo Pedro se quitaba la ropa delante de ella. ¡Pero por todos los santos, qué excitante resultaba!
Después de descalzarse, se quitó la chaqueta y luego la camisa, dejando al descubierto un torso que no parecía propio de alguien que se pasaba el día sentado tras la mesa del escritorio. Debía de ir mucho al gimnasio, pensó Paula, o a nadar. El tenue bronceado sugería que tal vez ese fuera el caso. Tenía los hombros anchos, y un moratón en uno de ellos. Pero al parecer eso no le impedía mover el brazo.
Tenía los músculos del pecho bien tonificados y los abdominales marcados. Poco vello, observó, y eso le gustó.
Contuvo el aliento cuando se quitó el cinturón de los vaqueros. Pedro lo dejó caer al suelo y luego se bajó la cremallera. Cuando metió los dedos en las trabillas y se los bajó, Paula dejó escapar por fin el aire que tenía retenido en los pulmones.
Llevaba unos calzoncillos negros de seda que no ocultaban nada.
Se preguntó si sería tan grande como parecía. Paula siempre había pensado que el tamaño importaba. Mucho. Le gustaba que los hombres estuvieran bien construidos en esa zona.
Y Pedro lo estaba. Mejor que sus novios anteriores. Y tenía una erección magnífica. Estaba circuncidado, con apenas vello en la base. Supo que tendría una textura y un sabor fantástico.
Estaba de pie frente a ella como un Adonis dorado.
–Ahora tú, Paula –le ordenó él–. Levántate y quítate ese camisón. Quiero verte entera.
Paula se levantó con piernas temblorosas, se veía en la obligación de obedecerle. Sintió una punzada en el estómago mientras se deslizaba los tirantes por los hombros, primero uno y luego el otro. No llevaba ropa interior. Nunca se la dejaba para dormir. El camisón se le deslizó por el cuerpo hasta quedar hecho un gurruño a sus pies.
Pedro deslizó la mirada primero hacia los pies y luego la fue subiendo gradualmente, deteniéndose en la depilada uve que tenía entre las piernas antes de subir a los senos.
–Preciosa –dijo.
Paula sabía que era atractiva, pero nunca se había considerado preciosa. Tenía defectos físicos, como la mayoría de la gente. ¿No veía Pedro que tenía la nariz demasiado grande para la cara? Igual que la boca. En la parte de atrás de los muslos tenía unos cuantos hoyos de celulitis que ni los masajes ni las cremas lograban quitar, aunque no se los vería a menos que la ordenara que se diera la vuelta.
Sospechaba que Pedro no lo haría. Estaba disfrutando mucho de la visión de sus senos. En realidad eran lo mejor de su figura. Grandes y altos, con pezones rosados que
crecían de manera significativa cuando se jugaba con ellos.
O cuando estaba excitada. Como en aquel momento. Dios, sí. Sentía los senos henchidos bajo su ardiente y hambrienta mirada.
–No más excusas, Paula –afirmó Pedro con voz seca–. Vas a entrar en la ducha conmigo y luego vamos a meternos en la cama. Juntos.
Ella le obedeció una vez más, ciegamente y sin protestar.
Dejó que la guiara hacia la ducha. Y una vez allí, mientras los chorros de agua caliente le estropeaban completamente el pelo, Pedro le tomó la cara con las manos y la besó por fin apropiadamente.
A Paula la habían besado muchas veces en su vida.
Hombres que besaban muy bien. Pero los besos de Pedro eran una experiencia única. Sentía su efecto por todo el cuerpo, hasta los dedos de los pies. Estaba abrumada. Y luego empezó a obsesionarse. No tenía suficiente. Ni tampoco de él. Cuando Pedro levantó por fin la cabeza, se apretó contra su cuerpo en total rendición, rodeándole la cintura con los brazos.
–¿Estás tomando la píldora, Paula?
Ella se apartó lo suficiente para poder mirarle.
–¿Qué?
–¿Estás tomando la píldora?
Paula se aclaró un poco la garganta.
–Bueno, sí, pero…
–Pero quieres que use protección de todos modos.
–Por favor –le pidió ella, aunque se sintió tentada a decir que no, que la tomara allí mismo, en aquel instante.
–En ese caso, creo que esta vez la ducha tendrá que ser corta.
Una vez más, Paula no protestó. Se quedó allí de pie mientras él cerraba los grifos y luego agarraba una de las toallas que había en la repisa, frotándola con cierta brusquedad antes de secarse él. Luego la tomó en brazos y la llevó al dormitorio.
Paula se estremeció cuando la depositó suavemente en la parte superior de la cama. Sintió escalofríos por todo el cuerpo.
–¿Tienes frío? –le preguntó Pedro tumbándose a su lado y apoyándose en el codo izquierdo para elevarse.
–Un poco –mintió ella.
–¿Quieres meterte entre las sábanas?
Paula sacudió la cabeza.
–Llevo todo el día pensando en esto –aseguró él inclinando los labios hacia los suyos una vez más y deslizándole la mano derecha por el pelo todavía húmedo.
El hecho de que volviera a besarla con dulzura la sorprendió primero y la embelesó después. Paula suspiró bajo su dulce suavidad. Pero la presión de su boca se fue haciendo cada vez más fuerte. Cuando Pedro le mordió el labio inferior, contuvo el aliento y él le deslizó la lengua dentro. Paula gimió mientras le exploraba la sensible piel del paladar. Y volvió a contener el aliento cuando le cubrió el seno derecho con la mano, jugando con el pezón de un modo que nunca antes había vivido, acariciándoselo suavemente con la palma hasta que sintió que le ardía en llamas.
Y todo sin dejar de besarla, introduciéndole la lengua y retirándola antes de volver a hundirla en ella. Cuando movió la mano hacia el otro pezón, Paula sintió una fugaz sensación de abandono. Si pudiera haber jugado con los dos al mismo tiempo, entonces estaría en el cielo. Oh, Dios. Paula no sabía si estaba gozando o sufriendo, pero tampoco le importaba siempre y cuando Pedro no se detuviera.
Entonces se detuvo, dejó de besarla y de pellizcarle el pezón. Paula gimió consternada hasta que se dio cuenta de por qué había parado. Ya estaba abajo con aquella boca y aquella lengua tan sabias, haciéndola gemir y retorcerse mientras la lamía, la succionaba y le demostraba que todos sus amantes anteriores eran unos ignorantes del cuerpo de la mujer. Pedro sabía exactamente qué hacer para llevarla al borde del éxtasis, y no una vez, sino varias. Sabía cuándo retirarse. Tal vez tuviera algo que ver con el hecho de que sus dedos estuvieran todo el tiempo muy dentro de ella. Tal vez podía sentir cómo apretaba los músculos cuando estaba a punto de alcanzar el clímax.
Pedro levantó finalmente la cabeza.
–Creo que ya es suficiente –murmuró. Entonces se dejó caer a su lado boca arriba, respirando agitadamente.
Paula se incorporó apoyándose en el codo y se lo quedó mirando fijamente.
–No vas a parar ahora, ¿verdad?
–Solo unos segundos. Quiero recuperar el aliento y ponerme el preservativo. He dejado dos en el cajón de arriba esta tarde –dijo señalando con la cabeza hacia la mesilla de noche–. ¿Me puedes pasar uno, por favor?
Paula se preguntó si Pedro siempre utilizaría protección aunque sus novias tomaran la píldora. Tenía la sensación de que sí.
Tal vez le preocupara que alguna de ellas tratara de atraparlo para obligarle a casarse con ella. Los hombres ricos se preocupaban de cosas así, supuso. Si Anabela quería casarse con él a toda costa, tal vez llegara a semejante extremos.
–Pónmelo –le dijo Pedro cuando lo sacó del cajón.
Oh, Dios, pensó Paula abriendo el envoltorio. Había colocado preservativos con anterioridad, pero no en un estado de tanta excitación. Le resultaba muy difícil hacerlo con las manos temblorosas. Cuando Pedro gimió, le miró con preocupación.
–¿Te estoy haciendo daño?
Él le dirigió una sonrisa torturada e irónica al mismo tiempo.
–Cariño, me estás matando. Pero no del modo que tú crees. ¿Te importa ponerte arriba?
–¿Quieres que me ponga arriba? –repitió Paula. Era su postura favorita, pero no imaginaba que fuera la de Pedro.
Creía que le gustaba ser quien llevaba el control. Y aunque la había excitado que le diera órdenes, estaba encantada de que los papeles se invirtieran durante un rato. Pero pensándolo bien, aquella postura había sido también idea de Pedro.
–Tenía la impresión de que te gusta estar arriba –dijo él.
–Y me gusta –confesó Paula.
–Entonces, ¿a qué estás esperando?
¿A qué estaba esperando?
A Pedro se le formó un nudo en el estómago cuando se puso encima de él a horcajadas. El corazón le latía con fuerza dentro del pecho cuando colocó su punta ardiente en la entrada de su sexo. Podía sentir el calor y la humedad de Paula, pero no podía verlo. No era de aquellas chicas que se depilaban por completo, ella lo tenía protegido por una pizca de suave bello rizado. A Pedro le gustaba. Era distinto. Ella era distinta. En todos los sentidos. No era nada pretenciosa.
Era dulce y muy natural, y la deseaba como nunca antes había deseado a ninguna mujer. Estaba tan excitado que aquella noche no tenía paciencia para juegos. La deseaba en aquel momento.
Se le escapó un gemido de entre los labios cuando Paula lo adentró en ella, engulléndolo con su suavidad de un modo que resultaba increíblemente placentero. Se preparó mentalmente para lo que iba a sentir cuando se moviera. No quería llegar demasiado pronto. Diablos, no. Eso no podía ser.
Paula no se había equivocado. Estar dentro de él era algo increíble, la llenaba por completo. Era obvio que a él también le gustaba, a juzgar por la expresión de su rostro. Pero ¿lo que estaba viendo era arrebato o tortura? Imaginó que se trataría de una mezcla de las dos cosas. Los hombres podían ser muy impacientes en aquella situación. Así que al principio mantuvo los movimientos lentos y suaves, levantando poco las caderas antes de volver a bajar. Pero no pasó mucho tiempo antes de que su propio deseo de satisfacción se apoderara de ella, urgiéndola a alzar las caderas más alto y luego hundirse más. Trató de no pensar en otra cosa que no fuera el placer sexual, ignorando con valentía las repuestas emocionales que se le asomaban al cerebro. Aquello no era amor, se dijo con firmeza. Era sexo.
Un sexo increíble, sí, con un hombre tremendamente guapo.
Pero solo era sexo. «Disfrútalo, chica. Porque podrías pasarte el resto de tu vida sin encontrar otro amante como Pedro».
Alcanzaron juntos el éxtasis, y aquello la distrajo completamente de cualquier pensamiento relacionado con el amor, su orgasmo fue tan intenso que solo podía pensar en las sensaciones físicas. El placer eléctrico de cada espasmo, y además el maravilloso alivio tras la tensión a la que había estado sometida durante todo el día. Finalmente, cuando todo terminó, cada poro de su cuerpo sucumbió a una larga oleada de languidez. Colapsó encima de él, completamente exhausta, y emitió un largo suspiro de plenitud cuando Pedro la rodeó con sus brazos.
–Ha sido fantástico –susurró él–. Tú eres fantástica. No, no te muevas –le pidió cuando Paula trató de levantar la cabeza–. Quiero dormirme así, conmigo todavía dentro de tí. Lo único que lamento es que no podamos hacerlo otra vez. De pronto me siento agotado. Pero te lo compensaré mañana, te lo prometo. Quédate como estás, por favor –le pidió con un susurro aterciopelado.
Treinta segundos más tarde se quedó dormido.
Y ella le siguió menos de un minuto después.
domingo, 5 de abril de 2015
CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 11
La cabaña de invitados resultaba muy acogedora y estaba bastante alejada de la casa principal, sobre una colina más pequeña y rodeada de árboles. Estaba hecha de madera, tenía un porche cubierto delante y otro detrás y un pasillo que la dividía en dos. A la izquierda de la entrada había un salón seguido de un comedor y una cocina. A la derecha había dos dormitorios separados por un baño y después una enorme despensa. Todas las habitaciones estaban decoradas en un estilo confortable y campestre.
Andy les había llevado personalmente a la cabaña, lo que supuso un alivio para Paula. Nada como una tercera persona para evitar que Pedro hiciera algo que ella no quería que hiciera. Al menos por el momento. Lo cierto era que la aterrorizaba el momento en que dejara de hablar y pasara a la acción. Siempre se había considerado bastante buena en el sexo, pero en una escala del uno al diez dudaba que superara el cinco. Se sentiría fatal si suponía una decepción para Pedro.
Puso rápidamente la bolsa de viaje en el más pequeño de los dos dormitorios, insistiendo en que Pedro se quedara con la habitación de la cama grande porque era más alto. Él no protestó, se limitó a sentarse en una esquina del colchón y a botar como si estuviera comprobando su comodidad. Andy llevó las cosas de Pedro al dormitorio mientras Paula se quedaba en el umbral.
–Volveré dentro de poco con algunas provisiones –les dijo Andy–. Algo para desayunar. Ya hay vino blanco en la nevera y vino tinto en el mueble de la cocina, además de café, té, galletas, etc. Pero traeré pan fresco, huevos y beicon.
–Yo ya no estaré aquí –le contestó Paula antes de que pudiera escaparse–. Tengo que volver a casa de Catherine. No regresaré hasta última hora de la noche.
–Es verdad, se me había olvidado. También se me ha olvidado darte las gracias por todo lo que estás haciendo. Paula. Catherine me llamó y me contó lo del vestido. Eres una chica muy inteligente, ¿no es así, Pedro? Es increíble que sepas coser así de bien.
–Es asombrosa –afirmó Pedro.
Paula se limitó a sonreír, abrumada por tanto halago.
En cuanto se quedaron solos, Pedro la miró con los ojos entornados.
–No vas a quedarte en ese dormitorio mañana por la noche.
Ella se le quedó mirando. No le gustaba que los hombres le dieran órdenes.
–Tal vez lo haga –le espetó–, si empiezas a comportarte como un imbécil.
Aquello le dejó pegado.
–¿Qué quieres decir?
–Yo corro mi propia carrera, Pedro. No me gusta que los hombres me digan lo que tengo que hacer y cuándo tengo que hacerlo.
–¿De veras?
Pedro se puso de pie y se acercó a ella. La tomó con firmeza de los hombros y la atrajo hacia sí. Ella no se revolvió ni protestó. Se quedó mirándole con los ojos muy abiertos. Pedro podía sentir su corazón galopante. Paula creía que no le gustaba recibir órdenes, pero Pedro sabía que a muchas mujeres de carácter fuerte les gustaba que sus amantes tomaran el mando. Pensó entonces que seguramente Paula no habría tenido nunca un amante que la dominara. ¡Qué excitante!
Estaba deseando que llegara la noche siguiente.
–Cuando llegue el momento, Paula –le dijo con calma mirándola fijamente a los ojos–, te gustará que te diga lo que tienes que hacer. Confía en mí. Pero por ahora será mejor que te vayas. Porque, si te quedas, no me hago responsable de lo que pueda pasar.
Paula salió de la cabaña a toda prisa con el cuerpo cruelmente excitado y la cabeza hecha un lío.
¿Confiar en él? ¿En qué sentido? ¿Confiar en que la convertiría en una especie de esclava sexual sin voluntad?
En aquel instante no dudaba de que podría hacerlo. Si ella se lo permitía.
¿Quería que eso ocurriera?
La respuesta a aquella pregunta estaba en el fuerte latido de su corazón y en sus pezones, duros como rocas.
Paula se vio de pronto abrumada por una oleada de deseo tan poderosa que estuvo a punto de salirse de la carretera.
Se sacudió mentalmente la cabeza y disminuyó la marcha.
Luego entró casi temblando con el coche en casa de Catherine, agradecida de tener un trabajo que le ocuparía la mayor parte de la velada. Muy agradecida de no tener una razón para volver a la cabaña hasta después de que Pedro se hubiera marchado con Andy a la ciudad.
Gracias a Dios, no volvería hasta el amanecer. Y para entonces ella estaría ya dormida.
Paula no pudo evitar reírse. Aquella noche no podría dormir.
Pero al menos lo fingiría.
Sin embargo, las cosas no salieron como tenía pensado.
Paula terminó el vestido sobre las nueve y media, rechazó la oferta de tomarse un vino alegando que estaba cansada y volvió en coche a la cabaña. Fue entonces cuando recordó que había prometido llamar a su madre. Y eso fue lo que hizo mientras abría una botella de vino blanco de la nevera.
Se sirvió una copa y la fue bebiendo sentada en la mesa de la cocina. Le contó a su madre una versión editada de lo que había ocurrido, contándole la verdad sobre el drama de la boda y cómo había arreglado el vestido. Por supuesto, no mencionó que todo el mundo pensaba que era la novia de Pedro ni que se alojaba con él a solas en la cabaña. Solo admitió que la habían invitado a dormir en la finca, nada más.
–Parece que está siendo un viaje lleno de sorpresas –dijo su madre.
–Desde luego que sí –reconoció Paula con ironía sirviéndose otra copa de vino.
–Tendrás que llamarme mañana por la noche y contarme cómo ha ido la boda.
Paula se estremeció. No podía decirle a su madre por qué no iba a hacerlo.
–Mamá, la boda es por la tarde. Cuando haya terminado la celebración y me vaya a la cama estaré agotada. Te llamaré el domingo por la mañana. Pero no muy temprano, puede que me levante tarde.
Paula agradeció que su madre no pudiera ver el interior de su mente en aquellos momentos. Las imágenes no eran aptas para ella.
–De acuerdo –dijo su madre–. Pero no te olvides de tomar fotos. Me encantaría verte con ese vestido. Me encantaría ver a todos. Y, por cierto, ¿qué aspecto tiene ese tal Pedro?
Dijiste que era simpático, pero tengo la sensación de que también es guapo, ¿verdad?
–Sí, es muy guapo –admitió Paula tratando de mantener un tono calmado–. Y también muy alto.
–Alto, moreno y guapo, ¿eh?
–No, en realidad es rubio y de ojos azules.
–¿Y cuántos años dices que tiene?
–No lo sé. Treinta y pocos, tal vez.
–¿Y es rico?
–Asquerosamente rico, mamá. Su padre es multimillonario.
–Dios mío. ¿Y le has dicho que has perdido tu trabajo en Fab Fashions por su culpa?
–Lo mencioné. Y me prometió que vería si podía hacer algo.
–Bueno, eso es muy amable por su parte. Pero ¿hablaba en serio?
Paula todavía no lo tenía muy claro.
–Tal vez. Supongo que tendremos que esperar a ver, mamá. Bueno, voy a colgar, estoy muy cansada –era mentira. Tenía demasiada adrenalina por el cuerpo en aquel momento como para pensar en dormir. Por eso se estaba bebiendo todo aquel vino; a veces la ayudaba a dormir.
Desgraciadamente, ahora no parecía funcionar.
–Conducir cansa mucho –afirmó su madre–. Buenas noches, cariño, que duermas bien. Te quiero.
Paula se sintió de pronto conmovida.
–Yo también te quiero, mamá –dijo con un nudo en la garganta antes de colgar.
Tras la tercera copa de vino, Paula decidió que aquello definitivamente no funcionaba. Así que guardó la botella medio vacía en la nevera y se dirigió al cuarto de baño. Pasó otra hora dándose un largo baño caliente, pero no se relajó lo más mínimo. Acababa de salir del baño en camisón cuando escuchó la frenada de un coche delante de la cabaña. Corrió hacia el salón y miró a través de la cortina justo a tiempo para ver a Pedro saliendo de un taxi.
¿Qué diablos estaba haciendo en casa tan pronto? Paula salió corriendo hacia el dormitorio y en su precipitación se tropezó con el extremo de la alfombra. Gritó al caer y se cubrió la cara con las manos mientras daba con las rodillas contra el suelo y se pegaba un doloroso golpe.
Pedro escuchó gritar a Paula mientras subía hacia el porche delantero. Entró en la cabaña a toda prisa, encendiendo la luz y gritando su nombre al mismo tiempo.
Se la encontró de cuclillas en el suelo del salón, en penumbra y vestida con un camisón de seda roja de tirantes finos que le marcaba la preciosa figura. La melena le caía en cascada sobre los hombros, provocando un efecto tremendamente sexy.
–¿Qué ha pasado? –preguntó Pedro extendiendo la mano izquierda para ayudarla a levantarse.
–Me he caído –dijo ella. Pero no hizo amago de tomar su mano. Seguía con la vista clavada en el suelo–. He metido el pie debajo de la alfombra.
–Entiendo –afirmó Pedro. Pero en realidad no entendía nada. Además, ¿qué estaba haciendo Paula en aquella habitación? Las luces estaban apagadas. Y la televisión también–. Bueno, ¿vas a tomarme la mano o vas a quedarte ahí toda la noche? –preguntó con tono frustrado.
Ella le miró.
Lo único que Paula pudo hacer fue contener un gemido.
Dios, qué guapo estaba con aquellos vaqueros grises desgastados, la camisa blanca abierta y la chaqueta gris carbón.
Paula puso finalmente la mano en la suya y él se la apretó con fuerza para ponerla de pie.
–¿Qué diablos estás haciendo aquí tan pronto? –le preguntó mientras trataba de ignorar la dirección de su mirada.
Clavada justo en sus pezones erectos, apoyados contra la seda roja. Tal vez podría pensar que tenía frío. Aunque no lo tenía, había apagado el aire acondicionado al llegar. La temperatura había bajado considerablemente tras la caída del sol, pero dentro de la cabaña había unos agradables veintitrés grados.
–¿Quieres saber la verdad?
–Por supuesto.
–Le he dicho a Andy que me dolía muchísimo la cabeza y que, si quería que estuviera bien para mañana, tenía que irme a casa.
–¿Y es verdad? ¿Te duele la cabeza?
–No. Pero no podía dejar de pensar en ti.
Paula trató de impedir que sus halagadoras palabras la sedujeran, pero era demasiado tarde para aquella lucha inútil.
–Yo también he estado pensando en ti –admitió ella ligeramente alterada.
–Entonces, ¿todavía tengo que esperar hasta mañana por la noche?
Ella sacudió la cabeza.
Paula esperaba en el fondo que la besara, pero no lo hizo.
Pedro se limitó a sonreír.
–Necesito una ducha –aseguró–. Huelo a cerveza. ¿Te apetece unirte a mí?
Paula sintió el intenso deseo de humedecerse los secos labios, pero se contuvo. Tragó saliva.
–Yo… acabo de darme un baño –afirmó con voz ronca.
–Entonces puedes venir y mirar.
Paula parpadeó y abrió brevemente la boca antes de volver a cerrarla.
–De acuerdo –dijo, preguntándose si aquello tenía algo que ver con lo que Pedro le había dicho antes respecto a que terminaría gustándole que le dijera lo que tenía que hacer.
Le gustaba. Y eso era lo raro. Si Guillermo o alguno de sus novios anteriores le hubiera sugerido algo parecido, les habría dicho que se perdieran. En su opinión, los baños eran lugares privados. No eran sitios para mirar. Pero quería ver a Pedro ducharse, ¿verdad? Quería verlo desnudo. Quería hacer todo tipo de cosas que no había hecho antes. La cabeza le dio vueltas al pensar en ello.
Al ver que no se movía, Pedro frunció el ceño.
–¿Has cambiado de opinión?
¿Cambiar de opinión? ¿Estaba loco? ¿Cómo iba a cambiar de opinión?
Sacudió la cabeza.
–Bien –afirmó Pedro. Y volvió a tenderle la mano.
CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 10
Seguro que quieres hacer esto, Paula? –dijo Pedro cuando ella puso el coche en marcha–. Cambiar un vestido no es lo mismo que hacerlo desde el patrón.
–No supondrá ningún problema. Mi abuela hacía muchos arreglos y yo la ayudaba. Así me gané mi primer dinero.
–Estás llena de sorpresas, ¿verdad? –Pedro sonrió–. Parece que eres alguien a quien conviene tener cerca. Apuesto a que también cocinas bien.
Paula se encogió de hombros.
–No se me da mal. Pero mi madre es mejor. ¿Tú sabes cocinar, o es una pregunta estúpida?
–Para nada. Creo que todos los hombres deberían saber cocinar un poco, sobre todo los que viven solos. Puedo hacer una tortilla decente, y mi risotto de setas ha recibido varios halagos.
Paula se rio.
–Apuesto a que sí.
–No vas a quedarte a dormir esta noche en casa de Catherine, ¿verdad? –le preguntó Pedro de pronto.
Ella frunció el ceño ante la pregunta.
–No lo tenía pensado, pero ¿qué más daría? Tú vas a salir, y parece que vas a llegar muy tarde.
–Quiero que estés ahí por la mañana. Me gustaría desayunar contigo y charlar un poco más.
–De acuerdo –accedió Paula–. Pero procura no hacer ruido al entrar. No quiero que me despierte ningún borracho que viene de juerga.
–No tengo intención de emborracharme esta noche –aseguró él para sorpresa de Paula–. No quiero tener resaca mañana, gracias. Tengo planes para por la noche que requieren que esté en forma.
–Oh –murmuró ella.
Y por primera vez en su vida, Paula se sonrojó. Pero no por timidez. Era rubor sexual.
–No te pases la casa de Andy –le pidió Pedro.
–¿Qué? Dios, durante un momento he olvidado dónde estaba –miró por el espejo retrovisor y frenó bruscamente antes de girar hacia la entrada de casa de Andy.
–¿Estás pensando en mañana por la noche? –le preguntó Pedro con tono sexy.
Paula se negó a mostrarse nerviosa delante de él aunque realmente lo estuviera.
–Por supuesto –dijo con tono neutral.
A Pedro no debería sorprenderle su sinceridad. Paula no era de jueguecitos. Pero él tenía muchos juegos pensados para la noche siguiente. No quería que el sexo con ella terminara rápidamente. Quería saborearlo. Saborearla a ella. También quería que el acto amoroso durara mucho.
–¿Cuántos amantes has tenido, Paula?
–No tantos como tú, de eso estoy segura –afirmó ella–. Pero ¿podemos dejar de hablar de sexo? –detuvo el coche en seco–. Tú quédate aquí sentado mientras yo voy a buscar a Andy, le cuento lo que pasa y luego averiguo dónde está la cabaña. Y antes de que protestes, no vas a engañarme fingiendo que puedes entrar y salir del coche sin sentir dolor en el hombro porque sé que no es así. Así que sé un buen chico y quédate sentado un ratito.
No le dio oportunidad de pensar alguna respuesta inteligente porque se bajó a toda prisa, dejando a Pedro pensando en lo buen chico que iba a ser aquella noche.
La tentación de volver a casa antes era muy potente. Podría poner alguna excusa relacionada con el accidente de coche, decir que le dolía la cabeza por la conmoción o apelar al dolor de hombro. Le molestaba un poco, pero nada grave.
Finalmente decidió que esperaría. Esperar solía mejorar el sexo. Y Paula estaría más dispuesta a ser completamente seducida.
La noche siguiente sería la primera vez para él en muchos aspectos. Su primera boda. Su primera chica morena. La primera en décadas que no parecía impresionada con que fuera el hijo y heredero de Mariano Alfonso.
¡Aquello sí era una primera vez de verdad!
CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 9
Los padres de Andy, Gerardo y Amelia, resultaron tan encantadores como su casa. Paula esperaba que fueran algo petulantes, ya que eran ricos y tenían una bodega. Pero aunque eran muy educados y bien hablados, tenían los pies en la tierra.
Estaban tomando el té en el salón principal cuando sonó el teléfono.
–Disculpadme –Amelia se dirigió a la mesita auxiliar en la que estaba el teléfono.
Paula trató de no escuchar, pero le resultó imposible después de que Amelia emitiera un gemido.
–Oh, querida, qué desafortunado –le dijo a la persona con la que estaba hablando–. ¿Y qué vas a hacer? Sí, sí, le diré a Andy que se ponga.
Andy se precipitó al teléfono. No hacía falta ser Einstein para saber que estaba hablando con su prometida y que algo no iba bien. Por suerte, Amelia les puso al corriente al instante.
–Una de las damas de honor de Catherine ha tenido que ir al hospital por amenaza de aborto. Se encuentra bien, pero tendrá que estar ingresada al menos una semana y no podrá venir mañana a la boda. Catherine está muy disgustada. Va a ser una comitiva nupcial muy corta, pero ¿qué otra cosa podemos hacer?
–Podríamos poner a Paula en su lugar –sugirió Pedro.
Ella le miró horrorizada.
–No digas tonterías, Pedro. La novia de Andy ni siquiera me conoce.
–En ese caso te llevaremos a su casa para que te conozca –insistió él con su habitual seguridad–. Vive aquí al lado. No es la solución ideal, pero es una solución.
–Bueno, supongo que sí –murmuró Amelia antes de que Paula pudiera objetar algo.
–Es la solución perfecta –intervino Gerardo con pragmatismo masculino–. ¡Andy! Dice Pedro que Paula estaría dispuesta a ocupar el lugar de Krissie si a Catherine le parece bien.
Paula contuvo el aliento mientras Andy le contaba a su novia quién era ella y lo que proponía Pedro. No estaba muy segura de si quería que dijera que sí o que no.
Andy se giró para mirarla.
–Dice que gracias por ofrecerte. Que le has salvado la vida, pero que tiene que verte cuanto antes para saber si el vestido te servirá o no. Krissie estaba embarazada.
–De acuerdo –dijo Pedro poniéndose de pie–. Dile a Catherine que vamos para allá ahora mismo.
Andy puso los ojos en blanco.
–Dice que yo no puedo ir para no ver el vestido.
–No pasa nada, Andy –Pedro tomó a Paula de la mano, se despidieron y salieron del salón.
–Asegúrate de venir esta noche –le gritó Andy cuando ya se iban.
–Lo haré –contestó Pedro.
Paula se contuvo y no dijo ninguna de sus objeciones mientras salían. Lo hecho, hecho estaba.
–No te enfades conmigo –le pidió él cuando se subieron al coche.
–No estoy enfadada –aseguró Paula arrancando el motor–. Pero no estaría mal que dejaras de presuponer que siempre voy a hacer lo que tú quieras. Me gustaría que me preguntaras antes.
Pedro parecía sorprendido por la declaración. Al parecer estaba acostumbrado a que las mujeres le obedecieran sin rechistar.
–Lo siento –dijo–. Solo quería solucionarle la papeleta a Andy.
–Sí, ya lo sé. Por eso no estoy enfadada.
–Bien. En el futuro intentaré ser más considerado. Gira a la izquierda cuando lleguemos a la carretera. Es la siguiente entrada. Los padres de Catherine tienen cuadras con caballos de carreras.
–Entonces, ¿también son ricos?
–No tanto como los padres de Andy, pero sí. Ahí está la entrada.
Era más impresionante que la de la finca de Andy, con un inmenso arco negro. La casa era de un estilo parecido a la de Amelia y Gerardo, pero esta era antigua de verdad, hecha de piedra y no de madera. Tenía también dos pisos, terrazas y muchas chimeneas.
Paula aparcó detrás de la casa.
–Antes de entrar, ¿qué le has contado exactamente a Andy de mí?
–Le dije que eras una consultora de marketing relacionada con Fab Fashions. Pero he dejado que creyera que nos conocemos desde hace una semana aproximadamente, no desde esta mañana.
Aquello le recordó a Paula lo lejos que habían llegado en tan solo unas horas. Supuso que debería estar más sorprendida, pero no era así. Sacudió la cabeza, y entonces Pedro le rozó los labios con los suyos.
–No te estreses, Paula –murmuró contra su trémula boca–. Déjate llevar por la corriente.
Cuando Pedro levantó la cabeza, ella parpadeó. No era una corriente, eran aguas turbulentas que amenazaban con tragársela.
–Ah, ahí está Catherine. Y supongo que la otra chica es la dama de honor –dijo Pedro agarrando el picaporte de la puerta.
Paula hizo un esfuerzo por recuperar la compostura.
Catherine resultó ser un encanto. Tendría veintimuchos años, era más alta de lo normal y tenía una figura atlética, el cabello rubio y los ojos azules. No había en ella ni un ápice de esnobismo ni de malos modos. La dama de honor no le cayó tan bien a Paula, seguramente porque le hizo ojitos a Pedro desde que apareció. Se llamaba Leanne, y había estado interna en el colegio con Catherine y con Krissie, la única de las tres que estaba casada por el momento. Tras charlar un poco, entraron en la casa, donde les recibió Joana, la madre de Catherine. Era una mujer guapa, pero demasiado delgada y con la mirada ansiosa.
–Eres preciosa, querida –le dijo a Paula mirándola con el ceño fruncido–. Pero no creo que quepas en el vestido de Krissie.
–Yo tampoco lo creo –reconoció Catherine–. Eres más o menos de su altura, pero Krissie engordó bastante con el embarazo. No te preocupes, mamá, la modista puede meterle el vestido. La llamaré, pero antes deberíamos subir a que Paula se lo pruebe. No, tú quédate aquí, Pedro –le ordenó Catherine cuando fue tras ella–. No quiero que veas el vestido. Mamá, llévate a Pedro al salón y ponle la televisión.
A Paula le hizo gracia ver la expresión de Pedro. No estaba acostumbrado a que ninguna mujer le dijera lo que tenía que hacer.
–No te preocupes –le susurró Catherine en tono confidencial mientras subían por las escaleras con Leanne detrás–. No se irá a ninguna parte.
–Es encantador –afirmó Leanne a su espalda–. Y muy rico.
–¿Ah, sí? –preguntó Paula con fingida naturalidad.
–Me dijiste que su padre era multimillonario, ¿verdad, Catherine?
–Eso fue lo que Andy me dijo –confirmó la joven.
Paula se encogió de hombros cuando entraron en el dormitorio, que era enorme.
–No estoy interesada en su dinero –afirmó con sequedad.
–¿Vais en serio? –preguntó Catherine.
–Acabamos de conocernos, pero creo que nos gustamos mucho –replicó Paula.
Catherine sonrió.
–Bueno, vamos a probarte el vestido a ver qué se puede hacer.
El vestido era de seda rosa pálido sin tirantes con corte bajo el pecho y una larga falda plisada que llegaba hasta el suelo.
Era muy romántico, no del estilo de Paula, pero le quedaba sorprendentemente bien. Sin embargo, resultaba demasiado suelto en la parte del corpiño. Había que meterlo por los extremos. Por suerte, el largo le quedaba bien. Los zapatos eran media talla más grande que la suya, pero mejor eso a que fueran demasiado pequeños.
Catherine ladeó la cabeza mientras la observaba.
–Te queda mejor que a Krissie, pero eso no se lo diremos a ella –añadió con una sonrisa–. Voy a llamar a la modista para que me haga el favor de arreglarlo.
Pero resultó que la modista estaba en Melbourne visitando a su hermana.
La ley de Murphy atacaba de nuevo, pensó Paula mientras se quitaba el vestido para volver a ponerse su ropa. Pero ella podía hacer algo para borrar el gesto de desmayo de la novia.
–No pasa nada, Catherine –le dijo con tono tranquilizador–. Yo puedo arreglar el vestido. Sé cómo hacerlo. Y antes de que preguntes te diré que llevo una máquina de coser en el maletero del coche.
Leanne y Catherine la miraron con la boca abierta.
–Pero… pero… –Catherine no parecía muy segura de la proposición.
Paula sonrió para tranquilizarla.
–No tienes de qué preocuparte. Soy una experimentada modista. Me dedicaba a ello antes de entrar en el marketing –añadió para respaldar la mentirijilla de Pedro–. Yo misma me hice la chaqueta que llevo, y creo que tiene un diseño muy bonito.
–¡Y que lo digas! –exclamó Catherine–. La he estado envidiando desde que llegaste.
–Yo también –reconoció Leanne–. Las chaquetas de flores se llevan mucho esta primavera.
–Pero dime una cosa, Paula –Catherine parecía desconcertada–, ¿siempre viajas con la máquina de coser?
Paula se dio cuenta al instante de que no podía decir que tenía pensado coser la mayor parte del fin de semana en el motel hasta que el destino lo cambió todo.
–Dios, no –afirmó riéndose–. Es que el fin de semana pasado le cosí unas cosas a una amiga y se me olvidó sacarla del maletero.
Ya puestos a decir mentirijillas, esta no era de las peores.
Pero Paula se dio cuenta de que no tenía amigas como las que tenía Catherine. Cuando se marchó de Sídney para ir a vivir en la Costa Central dejó atrás todas las amigas que había hecho en el colegio. Veía a un par de ellas ocasionalmente, pero no formaban parte de su vida.
Paula no se había visto a sí misma como una persona sola hasta ahora. Tenía una familia numerosa, pero de pronto envidió a Catherine por sus amigas. Prometió entonces hacer algo al respecto al volver a casa. Tal vez podría apuntarse a un gimnasio. O practicar algún deporte en equipo. En el colegio era buena al baloncesto, ser más alta que las demás le proporcionaba ventaja. Sí, eso haría.
–¿Qué te parece si llevo a Pedro otra vez a casa de Andy? –sugirió–. Luego podría volver y centrarme en el vestido. Me llevará un par de horas. Quiero hacerlo despacio y bien.
Catherine sonrió.
–Me salvas la vida, Paula. Y luego puedes quedarte a cenar –añadió–. Después podemos celebrar una pequeña fiesta nosotras. No tiene sentido que vuelvas a casa de Andy, Pedro y él van a estar esta noche en Mudgee. Unos cuantos amigos suyos de la universidad se alojan allí en un motel y se van a reunir todos. Ya sabes cómo son esas cosas. Al menos la boda es a las cuatro y media, así que tendrán tiempo para reponerse.
–¿Dónde va a ser la boda, Catherine? –preguntó Jess.
–En el jardín de rosas de mi madre. Y la fiesta se celebrará en una carpa situada en el jardín de atrás.
–¿Y cuál es la predicción del tiempo para mañana? –quiso saber Paula. Le preocupaba que la ley de Murphy asomara su fea cabeza en el último minuto.
–Perfecto. Cálido, sin lluvia a la vista. Bueno, vamos a bajar para tranquilizar a mamá mientras tú dejas a Pedro en casa de Andy. Pero no tardes mucho –añadió con una sonrisa–. Nada de ñaca-ñaca. Reserva eso para después de la boda.
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