lunes, 6 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 12




Pedro le gustó el modo en que Paula se dejó guiar al cuarto de baño. Tenía la impresión de que estaba excitada, como lo estaba él. Hasta el mínimo roce de Paula le excitaba. 


Resultaba increíble el efecto que causaba en él. Aunque no suponía nada que no pudiera controlar, y menos ahora que se mostraba tan deliciosamente colaboradora.


La acomodó en la esquina de la bañera con garras y empezó a desvestirse.


Paula no podía creer que estuviera haciendo aquello, estar allí sentada viendo cómo Pedro se quitaba la ropa delante de ella. ¡Pero por todos los santos, qué excitante resultaba!


Después de descalzarse, se quitó la chaqueta y luego la camisa, dejando al descubierto un torso que no parecía propio de alguien que se pasaba el día sentado tras la mesa del escritorio. Debía de ir mucho al gimnasio, pensó Paula, o a nadar. El tenue bronceado sugería que tal vez ese fuera el caso. Tenía los hombros anchos, y un moratón en uno de ellos. Pero al parecer eso no le impedía mover el brazo. 


Tenía los músculos del pecho bien tonificados y los abdominales marcados. Poco vello, observó, y eso le gustó.


Contuvo el aliento cuando se quitó el cinturón de los vaqueros. Pedro lo dejó caer al suelo y luego se bajó la cremallera. Cuando metió los dedos en las trabillas y se los bajó, Paula dejó escapar por fin el aire que tenía retenido en los pulmones.


Llevaba unos calzoncillos negros de seda que no ocultaban nada.


Se preguntó si sería tan grande como parecía. Paula siempre había pensado que el tamaño importaba. Mucho. Le gustaba que los hombres estuvieran bien construidos en esa zona.


Pedro lo estaba. Mejor que sus novios anteriores. Y tenía una erección magnífica. Estaba circuncidado, con apenas vello en la base. Supo que tendría una textura y un sabor fantástico.


Estaba de pie frente a ella como un Adonis dorado.


–Ahora tú, Paula –le ordenó él–. Levántate y quítate ese camisón. Quiero verte entera.


Paula se levantó con piernas temblorosas, se veía en la obligación de obedecerle. Sintió una punzada en el estómago mientras se deslizaba los tirantes por los hombros, primero uno y luego el otro. No llevaba ropa interior. Nunca se la dejaba para dormir. El camisón se le deslizó por el cuerpo hasta quedar hecho un gurruño a sus pies.


Pedro deslizó la mirada primero hacia los pies y luego la fue subiendo gradualmente, deteniéndose en la depilada uve que tenía entre las piernas antes de subir a los senos.


–Preciosa –dijo.


Paula sabía que era atractiva, pero nunca se había considerado preciosa. Tenía defectos físicos, como la mayoría de la gente. ¿No veía Pedro que tenía la nariz demasiado grande para la cara? Igual que la boca. En la parte de atrás de los muslos tenía unos cuantos hoyos de celulitis que ni los masajes ni las cremas lograban quitar, aunque no se los vería a menos que la ordenara que se diera la vuelta.


Sospechaba que Pedro no lo haría. Estaba disfrutando mucho de la visión de sus senos. En realidad eran lo mejor de su figura. Grandes y altos, con pezones rosados que
crecían de manera significativa cuando se jugaba con ellos. 


O cuando estaba excitada. Como en aquel momento. Dios, sí. Sentía los senos henchidos bajo su ardiente y hambrienta mirada.


–No más excusas, Paula –afirmó Pedro con voz seca–. Vas a entrar en la ducha conmigo y luego vamos a meternos en la cama. Juntos.


Ella le obedeció una vez más, ciegamente y sin protestar. 


Dejó que la guiara hacia la ducha. Y una vez allí, mientras los chorros de agua caliente le estropeaban completamente el pelo, Pedro le tomó la cara con las manos y la besó por fin apropiadamente.


A Paula la habían besado muchas veces en su vida. 


Hombres que besaban muy bien. Pero los besos de Pedro eran una experiencia única. Sentía su efecto por todo el cuerpo, hasta los dedos de los pies. Estaba abrumada. Y luego empezó a obsesionarse. No tenía suficiente. Ni tampoco de él. Cuando Pedro levantó por fin la cabeza, se apretó contra su cuerpo en total rendición, rodeándole la cintura con los brazos.


–¿Estás tomando la píldora, Paula?


Ella se apartó lo suficiente para poder mirarle.


–¿Qué?


–¿Estás tomando la píldora?


Paula se aclaró un poco la garganta.


–Bueno, sí, pero…


–Pero quieres que use protección de todos modos.


–Por favor –le pidió ella, aunque se sintió tentada a decir que no, que la tomara allí mismo, en aquel instante.


–En ese caso, creo que esta vez la ducha tendrá que ser corta.


Una vez más, Paula no protestó. Se quedó allí de pie mientras él cerraba los grifos y luego agarraba una de las toallas que había en la repisa, frotándola con cierta brusquedad antes de secarse él. Luego la tomó en brazos y la llevó al dormitorio.


Paula se estremeció cuando la depositó suavemente en la parte superior de la cama. Sintió escalofríos por todo el cuerpo.


–¿Tienes frío? –le preguntó Pedro tumbándose a su lado y apoyándose en el codo izquierdo para elevarse.


–Un poco –mintió ella.


–¿Quieres meterte entre las sábanas?


Paula sacudió la cabeza.


–Llevo todo el día pensando en esto –aseguró él inclinando los labios hacia los suyos una vez más y deslizándole la mano derecha por el pelo todavía húmedo.


El hecho de que volviera a besarla con dulzura la sorprendió primero y la embelesó después. Paula suspiró bajo su dulce suavidad. Pero la presión de su boca se fue haciendo cada vez más fuerte. Cuando Pedro le mordió el labio inferior, contuvo el aliento y él le deslizó la lengua dentro. Paula gimió mientras le exploraba la sensible piel del paladar. Y volvió a contener el aliento cuando le cubrió el seno derecho con la mano, jugando con el pezón de un modo que nunca antes había vivido, acariciándoselo suavemente con la palma hasta que sintió que le ardía en llamas.


Y todo sin dejar de besarla, introduciéndole la lengua y retirándola antes de volver a hundirla en ella. Cuando movió la mano hacia el otro pezón, Paula sintió una fugaz sensación de abandono. Si pudiera haber jugado con los dos al mismo tiempo, entonces estaría en el cielo. Oh, Dios. Paula no sabía si estaba gozando o sufriendo, pero tampoco le importaba siempre y cuando Pedro no se detuviera.


Entonces se detuvo, dejó de besarla y de pellizcarle el pezón. Paula gimió consternada hasta que se dio cuenta de por qué había parado. Ya estaba abajo con aquella boca y aquella lengua tan sabias, haciéndola gemir y retorcerse mientras la lamía, la succionaba y le demostraba que todos sus amantes anteriores eran unos ignorantes del cuerpo de la mujer. Pedro sabía exactamente qué hacer para llevarla al borde del éxtasis, y no una vez, sino varias. Sabía cuándo retirarse. Tal vez tuviera algo que ver con el hecho de que sus dedos estuvieran todo el tiempo muy dentro de ella. Tal vez podía sentir cómo apretaba los músculos cuando estaba a punto de alcanzar el clímax.


Pedro levantó finalmente la cabeza.


–Creo que ya es suficiente –murmuró. Entonces se dejó caer a su lado boca arriba, respirando agitadamente.


Paula se incorporó apoyándose en el codo y se lo quedó mirando fijamente.


–No vas a parar ahora, ¿verdad?


–Solo unos segundos. Quiero recuperar el aliento y ponerme el preservativo. He dejado dos en el cajón de arriba esta tarde –dijo señalando con la cabeza hacia la mesilla de noche–. ¿Me puedes pasar uno, por favor?


Paula se preguntó si Pedro siempre utilizaría protección aunque sus novias tomaran la píldora. Tenía la sensación de que sí. 


Tal vez le preocupara que alguna de ellas tratara de atraparlo para obligarle a casarse con ella. Los hombres ricos se preocupaban de cosas así, supuso. Si Anabela quería casarse con él a toda costa, tal vez llegara a semejante extremos.


–Pónmelo –le dijo Pedro cuando lo sacó del cajón.


Oh, Dios, pensó Paula abriendo el envoltorio. Había colocado preservativos con anterioridad, pero no en un estado de tanta excitación. Le resultaba muy difícil hacerlo con las manos temblorosas. Cuando Pedro gimió, le miró con preocupación.


–¿Te estoy haciendo daño?


Él le dirigió una sonrisa torturada e irónica al mismo tiempo.


–Cariño, me estás matando. Pero no del modo que tú crees. ¿Te importa ponerte arriba?


–¿Quieres que me ponga arriba? –repitió Paula. Era su postura favorita, pero no imaginaba que fuera la de Pedro


Creía que le gustaba ser quien llevaba el control. Y aunque la había excitado que le diera órdenes, estaba encantada de que los papeles se invirtieran durante un rato. Pero pensándolo bien, aquella postura había sido también idea de Pedro.


–Tenía la impresión de que te gusta estar arriba –dijo él.


–Y me gusta –confesó Paula.


–Entonces, ¿a qué estás esperando?


¿A qué estaba esperando?


Pedro se le formó un nudo en el estómago cuando se puso encima de él a horcajadas. El corazón le latía con fuerza dentro del pecho cuando colocó su punta ardiente en la entrada de su sexo. Podía sentir el calor y la humedad de Paula, pero no podía verlo. No era de aquellas chicas que se depilaban por completo, ella lo tenía protegido por una pizca de suave bello rizado. A Pedro le gustaba. Era distinto. Ella era distinta. En todos los sentidos. No era nada pretenciosa. 


Era dulce y muy natural, y la deseaba como nunca antes había deseado a ninguna mujer. Estaba tan excitado que aquella noche no tenía paciencia para juegos. La deseaba en aquel momento.


Se le escapó un gemido de entre los labios cuando Paula lo adentró en ella, engulléndolo con su suavidad de un modo que resultaba increíblemente placentero. Se preparó mentalmente para lo que iba a sentir cuando se moviera. No quería llegar demasiado pronto. Diablos, no. Eso no podía ser.


Paula no se había equivocado. Estar dentro de él era algo increíble, la llenaba por completo. Era obvio que a él también le gustaba, a juzgar por la expresión de su rostro. Pero ¿lo que estaba viendo era arrebato o tortura? Imaginó que se trataría de una mezcla de las dos cosas. Los hombres podían ser muy impacientes en aquella situación. Así que al principio mantuvo los movimientos lentos y suaves, levantando poco las caderas antes de volver a bajar. Pero no pasó mucho tiempo antes de que su propio deseo de satisfacción se apoderara de ella, urgiéndola a alzar las caderas más alto y luego hundirse más. Trató de no pensar en otra cosa que no fuera el placer sexual, ignorando con valentía las repuestas emocionales que se le asomaban al cerebro. Aquello no era amor, se dijo con firmeza. Era sexo.


Un sexo increíble, sí, con un hombre tremendamente guapo. 


Pero solo era sexo. «Disfrútalo, chica. Porque podrías pasarte el resto de tu vida sin encontrar otro amante como Pedro».


Alcanzaron juntos el éxtasis, y aquello la distrajo completamente de cualquier pensamiento relacionado con el amor, su orgasmo fue tan intenso que solo podía pensar en las sensaciones físicas. El placer eléctrico de cada espasmo, y además el maravilloso alivio tras la tensión a la que había estado sometida durante todo el día. Finalmente, cuando todo terminó, cada poro de su cuerpo sucumbió a una larga oleada de languidez. Colapsó encima de él, completamente exhausta, y emitió un largo suspiro de plenitud cuando Pedro la rodeó con sus brazos.


–Ha sido fantástico –susurró él–. Tú eres fantástica. No, no te muevas –le pidió cuando Paula trató de levantar la cabeza–. Quiero dormirme así, conmigo todavía dentro de tí. Lo único que lamento es que no podamos hacerlo otra vez.  De pronto me siento agotado. Pero te lo compensaré mañana, te lo prometo. Quédate como estás, por favor –le pidió con un susurro aterciopelado.


Treinta segundos más tarde se quedó dormido.


Y ella le siguió menos de un minuto después.





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