domingo, 5 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 11





La cabaña de invitados resultaba muy acogedora y estaba bastante alejada de la casa principal, sobre una colina más pequeña y rodeada de árboles. Estaba hecha de madera, tenía un porche cubierto delante y otro detrás y un pasillo que la dividía en dos. A la izquierda de la entrada había un salón seguido de un comedor y una cocina. A la derecha había dos dormitorios separados por un baño y después una enorme despensa. Todas las habitaciones estaban decoradas en un estilo confortable y campestre.


Andy les había llevado personalmente a la cabaña, lo que supuso un alivio para Paula. Nada como una tercera persona para evitar que Pedro hiciera algo que ella no quería que hiciera. Al menos por el momento. Lo cierto era que la aterrorizaba el momento en que dejara de hablar y pasara a la acción. Siempre se había considerado bastante buena en el sexo, pero en una escala del uno al diez dudaba que superara el cinco. Se sentiría fatal si suponía una decepción para Pedro.


Puso rápidamente la bolsa de viaje en el más pequeño de los dos dormitorios, insistiendo en que Pedro se quedara con la habitación de la cama grande porque era más alto. Él no protestó, se limitó a sentarse en una esquina del colchón y a botar como si estuviera comprobando su comodidad. Andy llevó las cosas de Pedro al dormitorio mientras Paula se quedaba en el umbral.


–Volveré dentro de poco con algunas provisiones –les dijo Andy–. Algo para desayunar. Ya hay vino blanco en la nevera y vino tinto en el mueble de la cocina, además de café, té, galletas, etc. Pero traeré pan fresco, huevos y beicon.


–Yo ya no estaré aquí –le contestó Paula antes de que pudiera escaparse–. Tengo que volver a casa de Catherine. No regresaré hasta última hora de la noche.


–Es verdad, se me había olvidado. También se me ha olvidado darte las gracias por todo lo que estás haciendo. Paula. Catherine me llamó y me contó lo del vestido. Eres una chica muy inteligente, ¿no es así, Pedro? Es increíble que sepas coser así de bien.


–Es asombrosa –afirmó Pedro.


Paula se limitó a sonreír, abrumada por tanto halago.


En cuanto se quedaron solos, Pedro la miró con los ojos entornados.


–No vas a quedarte en ese dormitorio mañana por la noche.


Ella se le quedó mirando. No le gustaba que los hombres le dieran órdenes.


–Tal vez lo haga –le espetó–, si empiezas a comportarte como un imbécil.


Aquello le dejó pegado.


–¿Qué quieres decir?


–Yo corro mi propia carrera, Pedro. No me gusta que los hombres me digan lo que tengo que hacer y cuándo tengo que hacerlo.


–¿De veras?


Pedro se puso de pie y se acercó a ella. La tomó con firmeza de los hombros y la atrajo hacia sí. Ella no se revolvió ni protestó. Se quedó mirándole con los ojos muy abiertos. Pedro podía sentir su corazón galopante. Paula creía que no le gustaba recibir órdenes, pero Pedro sabía que a muchas mujeres de carácter fuerte les gustaba que sus amantes tomaran el mando. Pensó entonces que seguramente Paula no habría tenido nunca un amante que la dominara. ¡Qué excitante!


Estaba deseando que llegara la noche siguiente.


–Cuando llegue el momento, Paula –le dijo con calma mirándola fijamente a los ojos–, te gustará que te diga lo que tienes que hacer. Confía en mí. Pero por ahora será mejor que te vayas. Porque, si te quedas, no me hago responsable de lo que pueda pasar.


Paula salió de la cabaña a toda prisa con el cuerpo cruelmente excitado y la cabeza hecha un lío.


¿Confiar en él? ¿En qué sentido? ¿Confiar en que la convertiría en una especie de esclava sexual sin voluntad?


En aquel instante no dudaba de que podría hacerlo. Si ella se lo permitía.


¿Quería que eso ocurriera?


La respuesta a aquella pregunta estaba en el fuerte latido de su corazón y en sus pezones, duros como rocas.


Paula se vio de pronto abrumada por una oleada de deseo tan poderosa que estuvo a punto de salirse de la carretera. 


Se sacudió mentalmente la cabeza y disminuyó la marcha.


Luego entró casi temblando con el coche en casa de Catherine, agradecida de tener un trabajo que le ocuparía la mayor parte de la velada. Muy agradecida de no tener una razón para volver a la cabaña hasta después de que Pedro se hubiera marchado con Andy a la ciudad. 


Gracias a Dios, no volvería hasta el amanecer. Y para entonces ella estaría ya dormida.


Paula no pudo evitar reírse. Aquella noche no podría dormir.


Pero al menos lo fingiría.


Sin embargo, las cosas no salieron como tenía pensado. 


Paula terminó el vestido sobre las nueve y media, rechazó la oferta de tomarse un vino alegando que estaba cansada y volvió en coche a la cabaña. Fue entonces cuando recordó que había prometido llamar a su madre. Y eso fue lo que hizo mientras abría una botella de vino blanco de la nevera. 


Se sirvió una copa y la fue bebiendo sentada en la mesa de la cocina. Le contó a su madre una versión editada de lo que había ocurrido, contándole la verdad sobre el drama de la boda y cómo había arreglado el vestido. Por supuesto, no mencionó que todo el mundo pensaba que era la novia de Pedro ni que se alojaba con él a solas en la cabaña. Solo admitió que la habían invitado a dormir en la finca, nada más.


–Parece que está siendo un viaje lleno de sorpresas –dijo su madre.


–Desde luego que sí –reconoció Paula con ironía sirviéndose otra copa de vino.


–Tendrás que llamarme mañana por la noche y contarme cómo ha ido la boda.


Paula se estremeció. No podía decirle a su madre por qué no iba a hacerlo.


–Mamá, la boda es por la tarde. Cuando haya terminado la celebración y me vaya a la cama estaré agotada. Te llamaré el domingo por la mañana. Pero no muy temprano, puede que me levante tarde.


Paula agradeció que su madre no pudiera ver el interior de su mente en aquellos momentos. Las imágenes no eran aptas para ella.


–De acuerdo –dijo su madre–. Pero no te olvides de tomar fotos. Me encantaría verte con ese vestido. Me encantaría ver a todos. Y, por cierto, ¿qué aspecto tiene ese tal Pedro
Dijiste que era simpático, pero tengo la sensación de que también es guapo, ¿verdad?


–Sí, es muy guapo –admitió Paula tratando de mantener un tono calmado–. Y también muy alto.


–Alto, moreno y guapo, ¿eh?


–No, en realidad es rubio y de ojos azules.


–¿Y cuántos años dices que tiene?


–No lo sé. Treinta y pocos, tal vez.


–¿Y es rico?


–Asquerosamente rico, mamá. Su padre es multimillonario.


–Dios mío. ¿Y le has dicho que has perdido tu trabajo en Fab Fashions por su culpa?


–Lo mencioné. Y me prometió que vería si podía hacer algo.


–Bueno, eso es muy amable por su parte. Pero ¿hablaba en serio?


Paula todavía no lo tenía muy claro.


–Tal vez. Supongo que tendremos que esperar a ver, mamá. Bueno, voy a colgar, estoy muy cansada –era mentira. Tenía demasiada adrenalina por el cuerpo en aquel momento como para pensar en dormir. Por eso se estaba bebiendo todo aquel vino; a veces la ayudaba a dormir. 


Desgraciadamente, ahora no parecía funcionar.


–Conducir cansa mucho –afirmó su madre–. Buenas noches, cariño, que duermas bien. Te quiero.


Paula se sintió de pronto conmovida.


–Yo también te quiero, mamá –dijo con un nudo en la garganta antes de colgar.


Tras la tercera copa de vino, Paula decidió que aquello definitivamente no funcionaba. Así que guardó la botella medio vacía en la nevera y se dirigió al cuarto de baño. Pasó otra hora dándose un largo baño caliente, pero no se relajó lo más mínimo. Acababa de salir del baño en camisón cuando escuchó la frenada de un coche delante de la cabaña. Corrió hacia el salón y miró a través de la cortina justo a tiempo para ver a Pedro saliendo de un taxi.


¿Qué diablos estaba haciendo en casa tan pronto? Paula salió corriendo hacia el dormitorio y en su precipitación se tropezó con el extremo de la alfombra. Gritó al caer y se cubrió la cara con las manos mientras daba con las rodillas contra el suelo y se pegaba un doloroso golpe.


Pedro escuchó gritar a Paula mientras subía hacia el porche delantero. Entró en la cabaña a toda prisa, encendiendo la luz y gritando su nombre al mismo tiempo.


Se la encontró de cuclillas en el suelo del salón, en penumbra y vestida con un camisón de seda roja de tirantes finos que le marcaba la preciosa figura. La melena le caía en cascada sobre los hombros, provocando un efecto tremendamente sexy.


–¿Qué ha pasado? –preguntó Pedro extendiendo la mano izquierda para ayudarla a levantarse.


–Me he caído –dijo ella. Pero no hizo amago de tomar su mano. Seguía con la vista clavada en el suelo–. He metido el pie debajo de la alfombra.


–Entiendo –afirmó Pedro. Pero en realidad no entendía nada. Además, ¿qué estaba haciendo Paula en aquella habitación? Las luces estaban apagadas. Y la televisión también–. Bueno, ¿vas a tomarme la mano o vas a quedarte ahí toda la noche? –preguntó con tono frustrado.


Ella le miró.


Lo único que Paula pudo hacer fue contener un gemido. 


Dios, qué guapo estaba con aquellos vaqueros grises desgastados, la camisa blanca abierta y la chaqueta gris carbón.


Paula puso finalmente la mano en la suya y él se la apretó con fuerza para ponerla de pie.


–¿Qué diablos estás haciendo aquí tan pronto? –le preguntó mientras trataba de ignorar la dirección de su mirada. 


Clavada justo en sus pezones erectos, apoyados contra la seda roja. Tal vez podría pensar que tenía frío. Aunque no lo tenía, había apagado el aire acondicionado al llegar. La temperatura había bajado considerablemente tras la caída del sol, pero dentro de la cabaña había unos agradables veintitrés grados.


–¿Quieres saber la verdad?


–Por supuesto.


–Le he dicho a Andy que me dolía muchísimo la cabeza y que, si quería que estuviera bien para mañana, tenía que irme a casa.


–¿Y es verdad? ¿Te duele la cabeza?


–No. Pero no podía dejar de pensar en ti.


Paula trató de impedir que sus halagadoras palabras la sedujeran, pero era demasiado tarde para aquella lucha inútil.


–Yo también he estado pensando en ti –admitió ella ligeramente alterada.


–Entonces, ¿todavía tengo que esperar hasta mañana por la noche?


Ella sacudió la cabeza.


Paula esperaba en el fondo que la besara, pero no lo hizo. 


Pedro se limitó a sonreír.


–Necesito una ducha –aseguró–. Huelo a cerveza. ¿Te apetece unirte a mí?


Paula sintió el intenso deseo de humedecerse los secos labios, pero se contuvo. Tragó saliva.


–Yo… acabo de darme un baño –afirmó con voz ronca.


–Entonces puedes venir y mirar.


Paula parpadeó y abrió brevemente la boca antes de volver a cerrarla.


–De acuerdo –dijo, preguntándose si aquello tenía algo que ver con lo que Pedro le había dicho antes respecto a que terminaría gustándole que le dijera lo que tenía que hacer.


Le gustaba. Y eso era lo raro. Si Guillermo o alguno de sus novios anteriores le hubiera sugerido algo parecido, les habría dicho que se perdieran. En su opinión, los baños eran lugares privados. No eran sitios para mirar. Pero quería ver a Pedro ducharse, ¿verdad? Quería verlo desnudo. Quería hacer todo tipo de cosas que no había hecho antes. La cabeza le dio vueltas al pensar en ello.


Al ver que no se movía, Pedro frunció el ceño.


–¿Has cambiado de opinión?


¿Cambiar de opinión? ¿Estaba loco? ¿Cómo iba a cambiar de opinión?


Sacudió la cabeza.


–Bien –afirmó Pedro. Y volvió a tenderle la mano.





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