viernes, 3 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 2




Pedro suspiró cuando colgó el teléfono y lo guardó en el bolsillo de los vaqueros. Lo que menos le apetecía era que la señorita Paula Chaves, mecánica cualificada, le llevara al día siguiente hasta Mudgee, pensó malhumorado mientras se dirigía al mueble bar. Había dicho que tenía más de veintiún años. Seguramente tendría más de cuarenta y sería una sosa.


Pero ¿qué opción tenía? El médico del hospital de Gosford le había declarado incapacitado para conducir durante al menos una semana. No por la excusa que acababa de dar por teléfono. Tenía el hombro magullado y rígido, pero podía usarlo. El problema era la conmoción que había sufrido. El doctor le dijo que ninguna compañía de seguros le cubriría si no le firmaban una autorización médica.


Una estupidez, porque él se sentía bien. Un poco cansado y frustrado, pero bien.


Pedro torció el gesto y apuró dos dedos del mejor bourbon de su madre en uno de sus vasos de cristal. Supuso que debería sentirse agradecido y no irritado por haber encontrado un coche de alquiler. Pero la señorita Paula Chaves le había puesto muy nervioso. La línea que separaba la eficiencia de la intromisión era muy fina, y ella la había traspasado. Casi se arrepentía de haberle dicho que le llamara Pedro, pero tenía que hacer algo para estar a buenas con aquella vieja estirada. En caso contrario, el viaje del día siguiente iba a ser de lo más tedioso.


Ojalá su madre estuviera allí, pensó mientras se dirigía a la cocina a por hielo. Ella podría haberle llevado. Pero estaba en un crucero por el Pacífico Sur con su último amante.


Al menos era mayor de lo habitual en ella. Lionel tenía cincuenta y pico años, y solo era un poco más joven que Eva. Y además tenía trabajo, algo relacionado con la producción de una película, lo que también era una gran mejoría respecto a los jóvenes cazafortunas que habían pasado por la cama de su madre durante años, desde que se divorció de su padre.


Pero la vida amorosa de su madre no le importaba demasiado últimamente. Pedro había crecido ya lo suficiente como para saber que la vida personal de su madre no era asunto suyo. Lástima que ella no le devolviera el favor, pensó echándose en el vaso unos cubos de hielo del dispensador automático. Siempre le estaba preguntando cuándo iba a casarse y a darle nietos.


Así que tal vez fuera mejor que no estuviera allí ahora. Lo último que deseaba era presión exterior en su relación con Anabela. Ya tenía bastantes problemas tratando de decidir si debía renunciar a la noción romántica del amor y el matrimonio y aceptar lo que Anabela le ofrecía. Si se casaba con ella, al menos no tendría que preocuparse de que fuera una cazafortunas, algo que siempre suponía un problema para un hombre que iba a heredar miles de millones. Anabela era la única hija de un promotor inmobiliario muy rico, así que no necesitaba un marido que la mantuviera.


Lo cierto era que a Pedro no le dio la impresión de que Anabela necesitara marido. Solo tenía veinticuatro años y disfrutaba claramente de la vida de soltera, de su glamuroso aunque vacío trabajo en una galería de arte, una activa vida social y un novio que la mantenía sexualmente satisfecha. 


Pero, justo antes de que Pedro viajara a Australia, Anabela le había preguntado si tenía pensado declararse en algún momento. Dijo que le amaba, pero que no quería perder más tiempo si él no quería casarse y tener hijos.


Por supuesto, Pedro no fue capaz de decirle que también la amaba porque no era cierto. Le dijo que le gustaba mucho, pero no estaba enamorado. Le sorprendió que Anabela respondiera que le bastaba con eso. Había dado por supuesto que a una mujer enamorada le partiría el corazón no ser correspondida. Pero, al parecer, estaba equivocado. 


Le había dado hasta Navidad para cambiar de opinión. 


Después de eso, buscaría marido en otro lugar.


Pedro se llevó el bourbon a los labios mientras volvía al salón y se acercaba a la cristalera que daba a la playa. Pero no estaba mirando el mar. Estaba recordando que le había dicho a Anabela que pensaría en su oferta mientras estuviera en Australia y le daría una respuesta a la vuelta.


Y lo había estado pensando. Mucho. Sí quería casarse y tener hijos. Algún día. Pero, qué diablos, solo tenía treinta y un años. Y, además, quería sentir algo más por su futura mujer que lo que sentía por Anabela. Quería estar completamente enamorado y ser correspondido, que fuera un amor duradero. El divorcio no entraba en sus planes. Pedro sabía de primera mano el daño que los divorcios causaban en los niños aunque los padres fueran civilizados, como lo fueron los suyos. Su padre, adicto al trabajo, le había dado sensatamente la custodia completa a la madre de Pedro, permitiéndole que se lo llevara a Australia con la promesa de que pasara las vacaciones escolares con él en América.


Pero eso no impidió que Pedro se sintiera devastado al saber que sus padres ya no se querían. Por aquel entonces, solo tenía once años y era completamente ajeno a las circunstancias que provocaban un divorcio. Sus padres nunca se criticaron el uno al otro delante de él. Nunca se culparon del fin de su matrimonio. Los dos se limitaron a decir que a veces la gente se desenamoraba y era mejor separarse.


En un principio, Pedro odió irse a vivir a Australia, pero, finalmente, llegó a amar aquel maravilloso y lejano país y la vida que tenía allí. Le encantaba la escuela a la que iba, en la que tenía muchos amigos. Lo que más le gustaron fueron sus años universitarios en Sídney, donde estudiaba Derecho y compartía piso con su mejor amigo, Andy. Su padre no le contó la terrible verdad hasta que se graduó: su madre le había atrapado quedándose embarazada. Nunca le había amado. Solo quería un marido rico. Sí, también admitió que él le había sido infiel, pero solo después de que ella le hubiera confesado la verdad una noche.


Su padre le aseguró a Pedro que odiaba hacerle daño con aquellas revelaciones, pero pensaba que era mejor para él saberlo.


–Vas a heredar una gran riqueza, hijo –le había dicho Mariano Alfonso en aquel momento–. Necesitas entender el poder corrupto que tiene el dinero. Siempre tienes que estar alerta, especialmente con las mujeres.


Cuando Pedro, angustiado, le pidió explicaciones a su madre, ella se puso furiosa con Mariano, pero no negó que se hubiera casado con él por su dinero. Sin embargo, intentó explicarle la razón. Había nacido muy pobre, pero guapa. 


Tras una infancia difícil, consiguió convertirse en modelo, primero en Australia y luego en el extranjero, hasta que entró a formar parte de una prestigiosa agencia de Nueva York. Ganó bastante dinero durante algunos años, pero, cuando acababa de cumplir los treinta, descubrió que su agente no había invertido sus ahorros como ella creía, sino que se los había gastado en el juego.
De pronto, se vio otra vez al borde de la pobreza, y aunque seguía siendo muy guapa, su carrera ya no era lo que fue. 


Así que, cuando el multimillonario Mariano Alfonso apareció en escena, impresionado por la belleza de aquella rubia australiana, ella se dejó seducir en más de un sentido. Se sentía atraída por él, insistió, pero admitió que no amaba a su padre, y dijo que dudaba también de que su padre la hubiera amado a ella. Solo la deseaba.


–Tu padre solo ama el dinero –le dijo su madre a Pedro con cierta amargura.


Pedro argumentó entonces que no era cierto. Su padre le quería a él. Y por eso se mudó a América poco después de graduarse en la universidad.


Eso no significó que cortara de raíz con su madre. Había sido una madre maravillosa y la quería a pesar de sus fallos. Hablaban cada semana por teléfono, pero no solía visitarla con frecuencia, fundamentalmente, por falta de tiempo.


Desde que llegó a Estados Unidos vivía a tope. Hizo un curso de posgrado en Económicas en Harvard y luego siguieron unas intensas prácticas en el negocio de las inversiones. Cuando ascendió puestos rápidamente en Alfonso y Asociados, hubo algunos comentarios, pero Pedro creía que se había ganado el ascenso a un puesto ejecutivo en la empresa de su padre, junto con el sueldo de siete cifras, el coche de lujo y el apartamento también de lujo de Nueva York. También se había ganado una reputación de playboy, tal vez porque las novias no le duraban demasiado. Tras unas semanas, se cansaba irremediablemente. Nunca se había enamorado, y se preguntaba si alguna vez lo haría.


Para Pedro era una sorpresa que su relación con Anabel durara tanto, ocho meses ya. Seguramente porque la veía poco debido al trabajo. No estaba enamorado de ella, pero era atractiva, divertida y despreocupada, nunca se enfadaba cuando llegaba tarde o cuando tenía que cancelar su cita en el último momento. Nunca se comportaba de forma posesiva, algo que él odiaba.


Tampoco le había dicho ni una sola vez en todos aquellos meses que le amaba, por eso su reciente declaración le había pillado por sorpresa.


Al principio se sintió desconcertado, luego halagado y después tentado por su proposición de matrimonio, seguramente debido a la influencia de su padre.


–Los hombres ricos deberían casarse siempre con chicas ricas –le había dicho en más de una ocasión–. Y los hombres ricos deben casarse con la cabeza, no con el corazón.


Un consejo sensato. Pero inútil. Pedro sabía, en el fondo de su corazón, que casarse con una chica a la que no amaba sería conformarse con menos de lo que siempre había querido. Con mucho menos.


Así que su respuesta tenía que ser que no.


Pensó en llamar a Anabel y decírselo al instante, pero había algo de cobarde en romper por teléfono. Y peor aún con un mensaje. Anabela le había pedido que no la llamara ni le pusiera mensajes mientras estuviera fuera, tal vez con la esperanza de que así la echara de menos.


Sinceramente, había sucedido todo lo contrario. Sin las llamadas y los mensajes, la conexión entre ellos se había roto. Ahora que había tomado finalmente una decisión, Pedro no sintió ni un ápice de remordimiento. Solo alivio.


De pronto, le vibró el teléfono en el bolsillo y Pedro confió en que no fuera Anabela. No lo era, se trataba de su padre. Pedro frunció el ceño y se llevó el teléfono al oído. No era propio de Mariano llamarle a menos que se tratara de un asunto de negocios.


–Hola, papá –lo saludó–. ¿Qué ocurre?


–Siento molestarte, hijo, pero esta noche estaba pensando en ti y he decidido llamarte.


Pedro no podía estar más sorprendido.


–Qué bien, papá, pero ¿no deberías estar dormido? Allí ya es de noche.


–No es tan tarde. Además, ya sabes que nunca duermo mucho. ¿Qué hora es allí?


–Media tarde.


–¿De qué día?


–Jueves.


–Ah, de acuerdo. Así que dentro de un par de días te pondrás en marcha para asistir a la boda de Andy.


–Lo cierto es que salgo mañana –Pedro consideró durante una décima de segundo la posibilidad de contarle a su padre lo del accidente y lo del coche de alquiler, pero decidió no hacerlo. ¿Para qué preocuparle sin necesidad?


–Buen chico, ese Andy.


Su padre había conocido a Andy cuando Pedro se lo llevó a América unas vacaciones. Habían ido a esquiar con Mariano y se lo pasaron de maravilla.


–Entonces, ¿cuándo crees que volverás a Nueva York? –preguntó su padre.


–Seguramente, a finales de la semana que viene. Mamá está de crucero y no vuelve hasta el próximo lunes. Me gustaría pasar un día o dos con ella antes de volver a casa.


–Por supuesto. ¿Por qué no te quedas un poco más? Te mereces unas vacaciones. Has estado trabajando mucho.


Pedro se quedó mirando la playa y el mar. Lo cierto era que llevaba un par de años sin tomarse más de un fin de semana de descanso. Su madre le había acusado recientemente de haberse convertido en un adicto al trabajo, igual que su padre.


–Tal vez lo haga –dijo–. Gracias, papá.


–Es un placer. Eres un buen chico. Dale recuerdos a tu madre –dijo su padre bruscamente. Luego colgó.


Pedro se quedó mirando el teléfono, preguntándose a qué diablos había venido todo aquello.





CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 1




La ley de Murphy dice que, si algo puede salir mal, entonces acabará saliendo mal.  Paula no estaba de acuerdo con aquella teoría. Su padre era un firme creyente. Armando tenía una empresa de alquiler de coches, y cuando ocurría algo frustrante o molesto, como que se le pinchara una rueda cuando iba a llevar a una novia a su boda, entonces le echaba la culpa a la ley de Murphy. 


Era un hombre supersticioso por naturaleza.


A diferencia de su padre, Paula tenía una visión más racional de los sucesos desafortunados. Las cosas no sucedían por algún perverso giro del destino, sino por algo que alguien hubiera hecho o dejado de hacer. Siempre había una razón lógica.


Paula no culpaba a la ley de Murphy del hecho de que su novio hubiera decidido el mes anterior que ya no quería recorrer Australia en coche con ella, y hubiera optado por viajar por el mundo con una mochila durante todo el año con un amigo. No le importó que ella se hubiera endeudado para comprar un cuatro por cuatro nuevo para su romántico viaje juntos. Ni que hubiera empezado a pensar que era el hombre de su vida. Cuando se calmó lo suficiente para enfrentarse a ello, se dio cuenta de que a Guillermo le había picado el gusanillo de los viajes y no estaba preparado para sentar la cabeza todavía. Pero le había dicho que la amaba y le había pedido que le esperara.


Por supuesto, Paula le dijo dónde podía meterse aquella idea.


Tampoco podía culpar a la ley de Murphy por haber perdido recientemente su trabajo a tiempo parcial en una tienda de moda. Sabía perfectamente por qué la habían despedido. 


Una empresa americana había comprado la cadena Fab Fashions por un precio irrisorio y había amenazado a todos los directores de las tiendas con cerrarlas si no obtenían beneficios a finales de año. Y, por consiguiente, también tenían que reducir personal.


Lo cierto era que Helena no quería que se marchara. Paula era una vendedora excelente. Pero era ella o Lily, una madre soltera que necesitaba de verdad el trabajo, no como Paula. Ella tenía un trabajo a tiempo completo durante la semana en la empresa de alquiler de coches Chaves. Solo había aceptado aquel trabajo de fin de semana en Fab Fashions porque le encantaba la moda y quería aprender todo lo posible sobre el negocio con la idea de abrir algún día su propia tienda. Así que, dadas las circunstancias, no podía permitir que Helena echara a la pobre Lily.


Pero eso no había evitado que se lamentara durante días por la codicia de la empresa americana. Por no mencionar su estupidez. ¿Por qué no había averiguado el idiota que habían enviado la razón por la que Fab Fashions no obtenía beneficios? Ella podría habérselo dicho. Pero para eso hacía falta inteligencia. Y tiempo.


Antes de marcharse el fin de semana anterior, le había preguntado a Helena si conocía el nombre de aquel idiota, y le dijo que se llamaba Pedro Alfonso. Buscó un poco en Internet aquella mañana y encontró un artículo en el que se decía que Alfonso y Asociados, una empresa con sede en Nueva York, se había apoderado de varias empresas australianas, incluida Fab Fashions. Al meterse en su página, Paula descubrió que el mayor accionista de la empresa era Mariano Alfonso, un hombre de sesenta y cinco años que había estado muchas veces en la lista Forbes de los hombres más ricos del mundo. Lo que significaba que era multimillonario. Estaba divorciado y tenía un hijo, Pedro Alfonso, el idiota al que había enviado. Un caso claro de nepotismo en el trabajo, teniendo en cuenta su falta de inteligencia.


Sonó el teléfono de la oficina y Paula lo descolgó.


–Alquiler de coches Chaves –contestó tratando de contener la irritación.


–Hola. Tengo un problema que espero pueda ayudarme a resolver.


Era una voz masculina con acento americano. Paula hizo un esfuerzo por dejar de lado la animadversión que sentía en aquel momento hacia todos los hombres americanos.


–Haré todo lo posible, señor –dijo con la mayor educación que pudo.


–Necesito alquilar un coche con conductor durante tres días. Empezaría mañana a primera hora.


Paula alzó las cejas. Los clientes no solían alquilar coches con conductor durante tanto tiempo. Normalmente, se trataba de eventos de un solo día: bodas, graduaciones, trayectos al aeropuerto y cosas así. Estaban situados en la Costa Central, un par de horas al norte de Sídney, y no eran una empresa muy grande. Solo tenían siete coches de alquiler, incluidas dos limusinas blancas para bodas y otro tipo de eventos, dos Mercedes blancos y una limusina negra con cristales tintados para gente con dinero que buscara intimidad. Su padre había comprado hacía poco un Cadillac azul descapotable, pero no estaría disponible para alquilar hasta la semana siguiente porque había que cambiarle la tapicería de los asientos. Paula no tuvo que mirar siquiera las reservas de aquel fin de semana para saber que no podría ayudar al americano. Tenían varias bodas.


–Lo siento, señor, pero este fin de semana lo tenemos todo lleno. Tendrá que intentarlo en otro sitio.


Su suspiro de cansancio despertó la simpatía de Paula.


–Ya lo he intentado en todas las empresas de alquiler de coches de Costa Central –aseguró–. Mire, ¿está segura de que no puede encontrar algo? No necesito una limusina ni nada elegante. Me sirve cualquier coche y cualquier conductor. Tengo que estar el sábado en Mudgee para una boda, por no mencionar la despedida de soltero de mañana por la noche. El novio es mi mejor amigo y yo soy el padrino. Pero un conductor borracho me arrolló anoche, me destrozó el coche de alquiler y me dejó incapacitado para conducir. Tengo el hombro derecho lesionado.


–Eso es terrible –Paula odiaba a los conductores que bebían–. Ojalá pudiera ayudarle, señor –y era cierto.


–Estoy dispuesto a pagar por encima de la tarifa normal –aseguró el hombre justo cuando ella estaba a punto de sugerirle que lo intentara con alguna empresa de Sídney.


–¿De cuánto estamos hablando? –preguntó pensando en las cuantiosas letras que tenía que pagar por su coche nuevo.


–Si me consigue un coche y un conductor, podrá poner el precio que quiera.


«Vaya», pensó Paula. Aquel americano debía de estar forrado. Seguramente, podría permitirse alquilar un vuelo chárter o un helicóptero, pero ella no iba a sugerírselo.


–De acuerdo, señor…


–Alfonso –contestó él.


Paula se quedó boquiabierta.


–Pedro Alfonso–especificó.


Paula siguió con la boca abierta mientras pensaba en lo increíble que resultaba aquella coincidencia.


–¿Sigue usted ahí? –preguntó finalmente él tras veinte segundos de silencio.


–Sí, sí, aquí estoy. Lo siento, yo… estaba distraída. El gato se ha subido al teclado y he perdido un archivo –lo cierto era que el gato familiar estaba dormido a diez metros del escritorio de Paula.


–¿Tiene un gato en la oficina?


Parecía escandalizado. Sin duda, no se permitirían gatos en la pomposa oficina del señor Alfonso.


–Este es un negocio familiar, señor Alfonso –aseguró con cierta tirantez.


–Entiendo. Lo siento, no era mi intención ofenderla. Entonces, ¿puede ayudarme o no?


Bueno, por supuesto que podía. Y ya no era una cuestión de dinero. ¿Cómo iba a desaprovechar la oportunidad de explicarle al todopoderoso señor Pedro Alfonso cuál era el problema de Fab Fashions?


Y, seguramente, tendría varias oportunidades de sacar a colación durante el largo trayecto que iban a hacer juntos el trabajo que había perdido. Mudgee estaba muy lejos. Paula nunca había estado allí, pero lo había visto en el mapa cuando Guillermo y ella planeaban su viaje. Era una ciudad de provincias situada en la parte central de Nueva Gales del Sur, a unas cinco o seis horas en coche de allí, tal vez más, según el estado de las carreteras y el número de veces que quisiera parar el cliente.


–Le puedo llevar yo misma si usted quiere –se ofreció–. Tengo más de veintiún años y soy mecánica cualificada –solo ayudaba en la oficina lunes y jueves–. También tengo un cuatro por cuatro nuevecito con el que podré circular sin problemas por la carretera hasta Mudgee.


–Estoy impresionado. Y extremadamente agradecido.


–¿Y dónde está ahora exactamente, señor Alfonso? 
Supongo que en algún lugar de Costa Central, ¿verdad?


–Estoy en un apartamento en Blue Bay –le dio la dirección.


Paula frunció el ceño mientras tecleaba en el ordenador, preguntándose por qué un hombre de negocios como él se quedaría allí en lugar de en Sídney. Le resultaba extraño.


–¿Y la dirección de Mudgee donde voy a llevarle? –le preguntó.


–No es en el mismo Mudgee –replicó él–. Es una finca llamada Valleyview Minery, no muy lejos de allí. No es difícil de encontrar. Está en una carretera principal que une la autopista con Mudgee. Cuando me deje, puede quedarse en un motel de la ciudad hasta que tenga que volver a traerme el domingo. Todo a mi cargo, por supuesto.


–Entonces, ¿no va a necesitar que lo lleve a ningún lado el sábado?


–No, pero le pagaré el día de todos modos.


–Esto va a resultar ridículamente caro, señor Alfonso.


–Eso no me preocupa. Ponga el precio y lo pagaré.


Paula torció el gesto. Debía de ser agradable no tener que preocuparse nunca por el dinero. Se sintió tentada a decir una cantidad exorbitante, pero, por supuesto, no lo hizo. 


Para su padre sería una gran decepción que hiciera algo así. Armando Chaves era un hombre honesto.


–¿Qué le parece mil dólares al día, gastos aparte? –sugirió el señor Alfonso antes de que ella pudiera calcular una tarifa razonable.


–Eso es demasiado –protestó Paula sin pararse a pensar.


–No estoy de acuerdo. Me parece justo, dadas las circunstancias.


–De acuerdo –dijo entonces Paula. ¿Quién era ella para discutir con don Acaudalado?–. Ahora necesito algunos datos.


–¿Como cuáles? –preguntó él con tono algo irritado.


–Su número de móvil y el número del pasaporte.


–De acuerdo. Iré a buscar el pasaporte. No tardo.


Paula sonrió mientras él iba a buscarlo. Tres mil dólares era una suma muy alta.


–Aquí está –dijo Pedro al regresar. Le dictó el número.


–También vamos a necesitar un nombre y un número de contacto –aseguró ella mientras tecleaba los datos–. En caso de emergencia.


–Dios santo, ¿es estrictamente necesario todo esto?


–Sí, señor –Paula quería asegurarse de que era quien ella creía–. Normas de la empresa.


–De acuerdo. Tendrá que ser mi padre. Mi madre está de crucero. Pero mi padre vive en Nueva York. Se llama Mariano Alfonso.


Paula sonrió. Sabía que tenía que ser él. Pedro le dijo un número y ella lo tecleó.


–¿Quiere pagar con tarjeta de crédito o en efectivo? –le preguntó.


–Con tarjeta –respondió él con tono seco–. Le digo la numeración.


–De acuerdo, ya está todo. Le cargaremos mil dólares por anticipado y el resto al finalizar. ¿A qué hora quiere que le recoja mañana por la mañana, señor Alfonso?


–¿A qué hora sugiere usted? Quisiera estar allí a media tarde. Pero primero me gustaría que dejaras de tratarme de usted. Llámame Pedro. 


–Como quieras –murmuró Paula, algo sorprendida por el comentario. Los australianos solían tutear enseguida, pero sabía que la gente de otros países no era tan suelta. Sobre todo la gente tan rica. Tal vez el señor Alfonso no fuera tan pomposo como ella creía–. En cuanto a la hora, yo sugiero recogerte a las siete y cuarto. Así evitaremos lo peor del tráfico.


Paula le escuchó suspirar.


–De acuerdo, a las siete y cuarto –dijo Pedro abruptamente–. Estaré esperándote fuera para no perder tiempo.


Paula alzó las cejas. Había tenido que recoger a algunos turistas con dinero en el pasado y no solían actuar así. 


Siempre la hacían llamar, solían retrasarse y nunca la ayudaban a cargar las maletas.


–Estupendo –afirmó–. No me retrasaré.


–Tal vez deberías darme tu número de móvil por si ocurre algo.


Paula puso los ojos en blanco. Parecía otro seguidor de la ley de Murphy. Pero estaba acostumbrada. Le dictó el número.


–¿Y cuál es tu nombre?


Paula.Paula Chaves –estaba a punto de decirle que podía llamarla Pau, como todo el mundo, pero no fue capaz de mostrarse tan amigable. Después de todo, era su enemigo.


Así que se despidió con frialdad profesional y colgó.




CONDUCIENDO AL AMOR: SINOPSIS




¿Por qué no era capaz de salir del camino que llevaba directamente a una colisión con él?


El guapísimo empresario Pedro Alfonso estaba acostumbrado a ir en el asiento del conductor, pero, cuando se vio en la necesidad de contratar a un chófer, la bella y directa Paula Chaves le demostró que, en ocasiones, ir de copiloto podía resultar igual de placentero.


A Paula no le impresionaba su riqueza, pero cada vez que miraba por el espejo retrovisor le entraban ganas de saltar al asiento de atrás y someterse a todos los deseos de Pedro. 


Un reciente negocio de Pedro la había dejado sin trabajo, y sabía que debía mantenerse alejada de él…

jueves, 2 de abril de 2015

INEVITABLE: EPILOGO




Dos meses después…


Con una sonrisa, Paula sostuvo el ejemplar de su novela mientras el champagne caía sobre la cubierta. Los medios especializados habían reseñado favorablemente las copias de avance que se distribuyeron, lo cual la llevó a liderar las listas de venta desde el día de la publicación.


Pedro esperaba frente a ella, con una sonrisa de orgullo en el rostro. Alzó su copa en silencioso brindis por su éxito. Lo había logrado. Superó el pasado, su bloqueo y todos los problemas. Ahora estaba en un momento importante de su vida y de su carrera.


Cuando Paula bajó del sitio que ocupaba en el escenario, junto a su editora y los ejecutivos del sello, se unió a Pedro.


—¿Aburrido? —le preguntó.


—Ni un poco —dijo él—. En cambio me siento ridículamente orgulloso de ti.


—Siempre tienes algo lindo para decir, ¿no es cierto?


—Trato, aunque a ti se te dan mejor las palabras —se burló Pedro antes de darle un beso rápido en los labios.


Él metió la mano en el bolsillo interno de su chaqueta y sacó una pequeña de terciopelo color borgoña.


—Nena… quería hacer este día aún más especial para ti —dijo él abriendo la cajita para revelar su contenido.


—¿Cuánto tiempo has estado esperando para decir eso? —dijo ella riendo nerviosamente.


—Cerca de dos meses —respondió él.


Paula estaba tan emocionada que la respuesta se quedó atorada en su garganta.


—¿Significa esto lo que pienso que significa? —logró preguntar finalmente.


—Supongo que depende de lo que pienses que significa. Si piensas que significa que te estoy pidiendo que seas mi esposa, estarías en lo correcto —su expresión se tornó más seria—. Si también piensas que significa que me levantaré cada mañana preguntándome qué hice para merecer tenerte en mi vida, bueno, estarías en lo cierto acerca de eso, también.


Paula se quedó por un momento... aturdida. Nadie le había dicho jamás algo como eso.


Pedro se levantó de su lugar, rodeando la mesa y se puso de rodillas frente a ella.


Paula Chaves, me harías el hombre más feliz si aceptas casarte conmigo.


La atención de todos los asistentes del evento se centró en ellos, pero para Paula no existía nadie más en la sala, excepto Pedro.


—Sí, acepto —dijo con la voz entrecortada. Tomó su rostro entre las manos y se inclinó para besarlo. Suavemente al principio, pero las emociones se apoderaron de ella—.
Te amo, Pedro. Lo sabes, ¿verdad?


Él le devolvió el beso mientras deslizaba el anillo en su dedo. 


Luego se acercó para susurrar las palabras en su oído.


—Yo también te amo, Paula.


A Pedro le tomó toda su fuerza de voluntad no levantarse de allí y arrastrarla a su casa en ese momento.


Silbidos, aplausos y vítores estallaron en el salón haciendo que la escritora se sonrojara.Pedro se puso de pie apoyándose de la mesa y le tendió una mano para que se levantara. La música empezó a sonar en el salón y el ambiente festivo los contagió a todos, formando una improvisada pista de baile.


—¿Alguna vez creíste que terminaríamos así? —le preguntó Pedro envolviéndola en sus brazos.


—No —contestó Paula con sinceridad—. Pero alguien me dijo que lo nuestro era inevitable, y ella siempre tiene razón en estas cosas —le guiñó el ojo antes de besarlo con pasión.





INEVITABLE: CAPITULO 33






La familia de Paula recibió a Pedro con bastantes reservas. 


Después de observar cómo su hija perdía el tiempo junto a Sergio Carter, los Chaves temían que la chica se hubiese convertido en un imán para los imbéciles.


—¿A qué dices que te dedicas? —preguntó el padre de Paula durante la cena.


—Soy médico —respondió Paula ignorando el tono de la pregunta y el ceño fruncido de la madre.


Paula nunca había hablado de ti —dijo uno de los hermanos.


—¡Guillermo! —chilló la señora indignada por el poco tacto de su hijo.


—No se preocupe, señora Chaves —la tranquilizó—. Si estoy aquí es porque Paula me importa y porque no quería dejarla sola.


Pedro les contó lo sucedido en casa de Paula y todos se mostraron indignados. Los hermanos se ofrecieron como voluntarios para darle a Sergio una paliza inolvidable mientras que su padre hizo algunas llamadas a la policía.


El jueves siguiente transcurrió con normalidad, pero Paula esperaba que en cualquier momento Pedro se despidiera para ir con su familia. Él vio la inquietud de la escritora y quiso tranquilizarla.


—¿Qué está mal? —le preguntó.


—Es muy raro… tú aquí en lugar de estar con tu familia.


Paula, si voy a cualquier lado sin ti me siento incompleto… mi familia lo entiende, ya hablé con ellos y desean que todo se resuelva. También esperan conocerte pronto.


Ella sonrió y él le dio un beso en la sien mientras la atraía en un abrazo.


—No vas a deshacerte de mí otra vez, señorita Chaves.


—Si vuelvo a decirte que te vayas, no me hagas caso ¿está bien?


—Cuenta con eso.



*****


Los padres de Paula salieron a comprar los últimos ingredientes para la cena de Acción de Gracias. Los hermanos de Paula estaban en sus propias casas, compartiendo con su familia, antes de la reunión del clan Chaves, así que Pedro quiso aprovechar el primer tiempo a solas que tenían después de reconciliarse.


Paula estaba en la sala terminando de ordenarlo todo. 


Cuando la tarea estuvo lista atravesó la estancia y empezó a subir las escaleras.


—¿Quieres que te acompañe? —preguntó Pedro con su voz más seductora.


Ella asintió y en un abrir y cerrar de ojos él estaba frente a ella, besándola con ferocidad. Empezaron a subir la escalera y Paula extendió los brazos, sosteniéndose de la pared y la baranda para no tropezar. Pedro envolvió los brazos en su cintura y la pegó contra su cuerpo haciéndole notar la palpitante erección que crecía entre sus piernas.


—Esto no está bien —susurró ella mientras llevaba sus manos al frente para sostenerse del pecho masculino. Él le subió la camiseta y se arrastró hacia abajo, pasando sus labios a través de su estómago.


Ella contuvo el aliento y sus piernas flaquearon.


—Tienes razón —respondió él.


—Sí. —Pedro se detuvo y la besó—. Sólo una vez más.


Entonces sintió las manos de Paula desabrochando el botón de sus vaqueros. Ella metió la mano en sus bóxers, y él gimió cuando la envolvió alrededor de su pene. Él miró hacia abajo y vio sus ojos brillar.


—¿Tienes algún condón? —preguntó entrecortadamente, al menos su cerebro seguía funcionando, para pensar en eso mientras ella trabajaba en él. La mujer tenía unas manos increíbles.


Paula asintió.


—En mi habitación —dijo.


Pedro se levantó de un salto, arrastrándola con él. La levantó y la llevó cargada hasta su cuarto. La depositó sobre la cama y ella señaló la mesita donde tenía los preservativos. Pedro fue hasta allí y tomó unos cuantos, dejándolos caer en la cama junto a ella.


Abrió los ojos como platos al darse cuenta de que ella ya se había quitado los pantalones.


—Tenemos que aprovechar el tiempo —dijo a modo de disculpas.


Pedro terminó de bajar sus vaqueros abiertos, arrastrando su ropa interior en el proceso. Abrió el envoltorio del preservativo mientras ella lo miraba atentamente.


—Abre las piernas para mí, Paula—le pidió.


Ella lo hizo. Él extendió sus piernas y se arrodilló entre ellas.


 Vio cómo sus ojos se abrían mientras él colocaba una de sus piernas sobre su hombro, y luego la otra. Sintió que ella se estremecía cuando se inclinó y lamió el borde superior de sus bragas de encaje.


—Pedro… —murmuró ella, pasando sus dedos por su pelo.


Él enganchó su dedo alrededor de la cinturilla de sus bragas y tiró hacia abajo unos cuantos centímetros. Bajó su boca.


Paula gimió.


—Agárrate del cabecero, Nena… esto se pondrá un poco rudo —le advirtió.



*****


Los Chaves tuvieron su cena de Acción de Gracias y Pedro fue testigo del amor, respeto y solidaridad que sentía cada miembro de la familia por el otro.


Los hermanos de Paula parecían haberlo aceptado finalmente, y los padres de ella empezaron a tratarlo como un miembro más de la familia. Eso se sentía bien… tan bien como Paula a su lado, pensó Pedro.


Cuando terminaron de cenar Pedro llamó a su familia y, como lo prometió, Carolina hizo una video llamada para saludar a los Chaves y exigir su pedazo de pastel de calabaza.



*****


El fin de semana pasó en un suspiro y pronto tuvieron que regresar a la ciudad. Pedro había pedido a su familia que contratara un servicio de limpieza para arreglar la casa de Paula. También se había encargado por teléfono de que reemplazaran las cerraduras, instalaran un sistema de seguridad y que una nueva computadora estuviese lista para ella a su regreso.


Bien sabía él que esas cosas no le devolverían la sensación de seguridad, pero ya trabajarían en eso.


Cuando llegaron a Los Ángeles, Pedro le propuso detenerse por un café. Lo hizo en la misma cafetería donde se conocieron. La favorita de Paula, recordó.


—¿Quieres algo en especial? —preguntó él.


—Un té helado estaría genial —respondió Paula—. Hace un calor infernal.


Pedro asintió y entró al establecimiento. Un par de minutos salía con un par de vasos tapados y una bolsa de papel. Él se acercó a su ventana y ella bajó el vidrio para ayudarlo con los vasos. Tomó ambos recipientes y Pedro le dio un beso antes de apartarse para rodear el vehículo y ocupar su posición.


—Bien, señorita Chaves —anunció—. Es hora de ir a casa.



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Había pasado una semana desde que regresaron a la ciudad. Pedro había estado quedándose de manera informal en la casa de Paula mientras ella iba recuperando la confianza en el lugar. Las guardias en el hospital habían empezado pero, contrario a cualquier cosa que Pedro pensara, Paula no había salido corriendo en la dirección contraria. En cambio lo había esperado y atendido.


La cómoda rutina que lograron durante las vacaciones se consolidó cuando regresaron a sus vidas normales.


Victoria entregó las correcciones del manuscrito de Paula asegurándole que sería un éxito de ventas. Pedro la había llevado a celebrarlo, aunque el libro ni siquiera estuviese en imprenta todavía.


Carolina la llamaba ocasionalmente para preguntar cómo les iba. La respuesta siempre era igual:
—De maravilla —y no era mentira.