viernes, 3 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 2




Pedro suspiró cuando colgó el teléfono y lo guardó en el bolsillo de los vaqueros. Lo que menos le apetecía era que la señorita Paula Chaves, mecánica cualificada, le llevara al día siguiente hasta Mudgee, pensó malhumorado mientras se dirigía al mueble bar. Había dicho que tenía más de veintiún años. Seguramente tendría más de cuarenta y sería una sosa.


Pero ¿qué opción tenía? El médico del hospital de Gosford le había declarado incapacitado para conducir durante al menos una semana. No por la excusa que acababa de dar por teléfono. Tenía el hombro magullado y rígido, pero podía usarlo. El problema era la conmoción que había sufrido. El doctor le dijo que ninguna compañía de seguros le cubriría si no le firmaban una autorización médica.


Una estupidez, porque él se sentía bien. Un poco cansado y frustrado, pero bien.


Pedro torció el gesto y apuró dos dedos del mejor bourbon de su madre en uno de sus vasos de cristal. Supuso que debería sentirse agradecido y no irritado por haber encontrado un coche de alquiler. Pero la señorita Paula Chaves le había puesto muy nervioso. La línea que separaba la eficiencia de la intromisión era muy fina, y ella la había traspasado. Casi se arrepentía de haberle dicho que le llamara Pedro, pero tenía que hacer algo para estar a buenas con aquella vieja estirada. En caso contrario, el viaje del día siguiente iba a ser de lo más tedioso.


Ojalá su madre estuviera allí, pensó mientras se dirigía a la cocina a por hielo. Ella podría haberle llevado. Pero estaba en un crucero por el Pacífico Sur con su último amante.


Al menos era mayor de lo habitual en ella. Lionel tenía cincuenta y pico años, y solo era un poco más joven que Eva. Y además tenía trabajo, algo relacionado con la producción de una película, lo que también era una gran mejoría respecto a los jóvenes cazafortunas que habían pasado por la cama de su madre durante años, desde que se divorció de su padre.


Pero la vida amorosa de su madre no le importaba demasiado últimamente. Pedro había crecido ya lo suficiente como para saber que la vida personal de su madre no era asunto suyo. Lástima que ella no le devolviera el favor, pensó echándose en el vaso unos cubos de hielo del dispensador automático. Siempre le estaba preguntando cuándo iba a casarse y a darle nietos.


Así que tal vez fuera mejor que no estuviera allí ahora. Lo último que deseaba era presión exterior en su relación con Anabela. Ya tenía bastantes problemas tratando de decidir si debía renunciar a la noción romántica del amor y el matrimonio y aceptar lo que Anabela le ofrecía. Si se casaba con ella, al menos no tendría que preocuparse de que fuera una cazafortunas, algo que siempre suponía un problema para un hombre que iba a heredar miles de millones. Anabela era la única hija de un promotor inmobiliario muy rico, así que no necesitaba un marido que la mantuviera.


Lo cierto era que a Pedro no le dio la impresión de que Anabela necesitara marido. Solo tenía veinticuatro años y disfrutaba claramente de la vida de soltera, de su glamuroso aunque vacío trabajo en una galería de arte, una activa vida social y un novio que la mantenía sexualmente satisfecha. 


Pero, justo antes de que Pedro viajara a Australia, Anabela le había preguntado si tenía pensado declararse en algún momento. Dijo que le amaba, pero que no quería perder más tiempo si él no quería casarse y tener hijos.


Por supuesto, Pedro no fue capaz de decirle que también la amaba porque no era cierto. Le dijo que le gustaba mucho, pero no estaba enamorado. Le sorprendió que Anabela respondiera que le bastaba con eso. Había dado por supuesto que a una mujer enamorada le partiría el corazón no ser correspondida. Pero, al parecer, estaba equivocado. 


Le había dado hasta Navidad para cambiar de opinión. 


Después de eso, buscaría marido en otro lugar.


Pedro se llevó el bourbon a los labios mientras volvía al salón y se acercaba a la cristalera que daba a la playa. Pero no estaba mirando el mar. Estaba recordando que le había dicho a Anabela que pensaría en su oferta mientras estuviera en Australia y le daría una respuesta a la vuelta.


Y lo había estado pensando. Mucho. Sí quería casarse y tener hijos. Algún día. Pero, qué diablos, solo tenía treinta y un años. Y, además, quería sentir algo más por su futura mujer que lo que sentía por Anabela. Quería estar completamente enamorado y ser correspondido, que fuera un amor duradero. El divorcio no entraba en sus planes. Pedro sabía de primera mano el daño que los divorcios causaban en los niños aunque los padres fueran civilizados, como lo fueron los suyos. Su padre, adicto al trabajo, le había dado sensatamente la custodia completa a la madre de Pedro, permitiéndole que se lo llevara a Australia con la promesa de que pasara las vacaciones escolares con él en América.


Pero eso no impidió que Pedro se sintiera devastado al saber que sus padres ya no se querían. Por aquel entonces, solo tenía once años y era completamente ajeno a las circunstancias que provocaban un divorcio. Sus padres nunca se criticaron el uno al otro delante de él. Nunca se culparon del fin de su matrimonio. Los dos se limitaron a decir que a veces la gente se desenamoraba y era mejor separarse.


En un principio, Pedro odió irse a vivir a Australia, pero, finalmente, llegó a amar aquel maravilloso y lejano país y la vida que tenía allí. Le encantaba la escuela a la que iba, en la que tenía muchos amigos. Lo que más le gustaron fueron sus años universitarios en Sídney, donde estudiaba Derecho y compartía piso con su mejor amigo, Andy. Su padre no le contó la terrible verdad hasta que se graduó: su madre le había atrapado quedándose embarazada. Nunca le había amado. Solo quería un marido rico. Sí, también admitió que él le había sido infiel, pero solo después de que ella le hubiera confesado la verdad una noche.


Su padre le aseguró a Pedro que odiaba hacerle daño con aquellas revelaciones, pero pensaba que era mejor para él saberlo.


–Vas a heredar una gran riqueza, hijo –le había dicho Mariano Alfonso en aquel momento–. Necesitas entender el poder corrupto que tiene el dinero. Siempre tienes que estar alerta, especialmente con las mujeres.


Cuando Pedro, angustiado, le pidió explicaciones a su madre, ella se puso furiosa con Mariano, pero no negó que se hubiera casado con él por su dinero. Sin embargo, intentó explicarle la razón. Había nacido muy pobre, pero guapa. 


Tras una infancia difícil, consiguió convertirse en modelo, primero en Australia y luego en el extranjero, hasta que entró a formar parte de una prestigiosa agencia de Nueva York. Ganó bastante dinero durante algunos años, pero, cuando acababa de cumplir los treinta, descubrió que su agente no había invertido sus ahorros como ella creía, sino que se los había gastado en el juego.
De pronto, se vio otra vez al borde de la pobreza, y aunque seguía siendo muy guapa, su carrera ya no era lo que fue. 


Así que, cuando el multimillonario Mariano Alfonso apareció en escena, impresionado por la belleza de aquella rubia australiana, ella se dejó seducir en más de un sentido. Se sentía atraída por él, insistió, pero admitió que no amaba a su padre, y dijo que dudaba también de que su padre la hubiera amado a ella. Solo la deseaba.


–Tu padre solo ama el dinero –le dijo su madre a Pedro con cierta amargura.


Pedro argumentó entonces que no era cierto. Su padre le quería a él. Y por eso se mudó a América poco después de graduarse en la universidad.


Eso no significó que cortara de raíz con su madre. Había sido una madre maravillosa y la quería a pesar de sus fallos. Hablaban cada semana por teléfono, pero no solía visitarla con frecuencia, fundamentalmente, por falta de tiempo.


Desde que llegó a Estados Unidos vivía a tope. Hizo un curso de posgrado en Económicas en Harvard y luego siguieron unas intensas prácticas en el negocio de las inversiones. Cuando ascendió puestos rápidamente en Alfonso y Asociados, hubo algunos comentarios, pero Pedro creía que se había ganado el ascenso a un puesto ejecutivo en la empresa de su padre, junto con el sueldo de siete cifras, el coche de lujo y el apartamento también de lujo de Nueva York. También se había ganado una reputación de playboy, tal vez porque las novias no le duraban demasiado. Tras unas semanas, se cansaba irremediablemente. Nunca se había enamorado, y se preguntaba si alguna vez lo haría.


Para Pedro era una sorpresa que su relación con Anabel durara tanto, ocho meses ya. Seguramente porque la veía poco debido al trabajo. No estaba enamorado de ella, pero era atractiva, divertida y despreocupada, nunca se enfadaba cuando llegaba tarde o cuando tenía que cancelar su cita en el último momento. Nunca se comportaba de forma posesiva, algo que él odiaba.


Tampoco le había dicho ni una sola vez en todos aquellos meses que le amaba, por eso su reciente declaración le había pillado por sorpresa.


Al principio se sintió desconcertado, luego halagado y después tentado por su proposición de matrimonio, seguramente debido a la influencia de su padre.


–Los hombres ricos deberían casarse siempre con chicas ricas –le había dicho en más de una ocasión–. Y los hombres ricos deben casarse con la cabeza, no con el corazón.


Un consejo sensato. Pero inútil. Pedro sabía, en el fondo de su corazón, que casarse con una chica a la que no amaba sería conformarse con menos de lo que siempre había querido. Con mucho menos.


Así que su respuesta tenía que ser que no.


Pensó en llamar a Anabel y decírselo al instante, pero había algo de cobarde en romper por teléfono. Y peor aún con un mensaje. Anabela le había pedido que no la llamara ni le pusiera mensajes mientras estuviera fuera, tal vez con la esperanza de que así la echara de menos.


Sinceramente, había sucedido todo lo contrario. Sin las llamadas y los mensajes, la conexión entre ellos se había roto. Ahora que había tomado finalmente una decisión, Pedro no sintió ni un ápice de remordimiento. Solo alivio.


De pronto, le vibró el teléfono en el bolsillo y Pedro confió en que no fuera Anabela. No lo era, se trataba de su padre. Pedro frunció el ceño y se llevó el teléfono al oído. No era propio de Mariano llamarle a menos que se tratara de un asunto de negocios.


–Hola, papá –lo saludó–. ¿Qué ocurre?


–Siento molestarte, hijo, pero esta noche estaba pensando en ti y he decidido llamarte.


Pedro no podía estar más sorprendido.


–Qué bien, papá, pero ¿no deberías estar dormido? Allí ya es de noche.


–No es tan tarde. Además, ya sabes que nunca duermo mucho. ¿Qué hora es allí?


–Media tarde.


–¿De qué día?


–Jueves.


–Ah, de acuerdo. Así que dentro de un par de días te pondrás en marcha para asistir a la boda de Andy.


–Lo cierto es que salgo mañana –Pedro consideró durante una décima de segundo la posibilidad de contarle a su padre lo del accidente y lo del coche de alquiler, pero decidió no hacerlo. ¿Para qué preocuparle sin necesidad?


–Buen chico, ese Andy.


Su padre había conocido a Andy cuando Pedro se lo llevó a América unas vacaciones. Habían ido a esquiar con Mariano y se lo pasaron de maravilla.


–Entonces, ¿cuándo crees que volverás a Nueva York? –preguntó su padre.


–Seguramente, a finales de la semana que viene. Mamá está de crucero y no vuelve hasta el próximo lunes. Me gustaría pasar un día o dos con ella antes de volver a casa.


–Por supuesto. ¿Por qué no te quedas un poco más? Te mereces unas vacaciones. Has estado trabajando mucho.


Pedro se quedó mirando la playa y el mar. Lo cierto era que llevaba un par de años sin tomarse más de un fin de semana de descanso. Su madre le había acusado recientemente de haberse convertido en un adicto al trabajo, igual que su padre.


–Tal vez lo haga –dijo–. Gracias, papá.


–Es un placer. Eres un buen chico. Dale recuerdos a tu madre –dijo su padre bruscamente. Luego colgó.


Pedro se quedó mirando el teléfono, preguntándose a qué diablos había venido todo aquello.





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