viernes, 3 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 1




La ley de Murphy dice que, si algo puede salir mal, entonces acabará saliendo mal.  Paula no estaba de acuerdo con aquella teoría. Su padre era un firme creyente. Armando tenía una empresa de alquiler de coches, y cuando ocurría algo frustrante o molesto, como que se le pinchara una rueda cuando iba a llevar a una novia a su boda, entonces le echaba la culpa a la ley de Murphy. 


Era un hombre supersticioso por naturaleza.


A diferencia de su padre, Paula tenía una visión más racional de los sucesos desafortunados. Las cosas no sucedían por algún perverso giro del destino, sino por algo que alguien hubiera hecho o dejado de hacer. Siempre había una razón lógica.


Paula no culpaba a la ley de Murphy del hecho de que su novio hubiera decidido el mes anterior que ya no quería recorrer Australia en coche con ella, y hubiera optado por viajar por el mundo con una mochila durante todo el año con un amigo. No le importó que ella se hubiera endeudado para comprar un cuatro por cuatro nuevo para su romántico viaje juntos. Ni que hubiera empezado a pensar que era el hombre de su vida. Cuando se calmó lo suficiente para enfrentarse a ello, se dio cuenta de que a Guillermo le había picado el gusanillo de los viajes y no estaba preparado para sentar la cabeza todavía. Pero le había dicho que la amaba y le había pedido que le esperara.


Por supuesto, Paula le dijo dónde podía meterse aquella idea.


Tampoco podía culpar a la ley de Murphy por haber perdido recientemente su trabajo a tiempo parcial en una tienda de moda. Sabía perfectamente por qué la habían despedido. 


Una empresa americana había comprado la cadena Fab Fashions por un precio irrisorio y había amenazado a todos los directores de las tiendas con cerrarlas si no obtenían beneficios a finales de año. Y, por consiguiente, también tenían que reducir personal.


Lo cierto era que Helena no quería que se marchara. Paula era una vendedora excelente. Pero era ella o Lily, una madre soltera que necesitaba de verdad el trabajo, no como Paula. Ella tenía un trabajo a tiempo completo durante la semana en la empresa de alquiler de coches Chaves. Solo había aceptado aquel trabajo de fin de semana en Fab Fashions porque le encantaba la moda y quería aprender todo lo posible sobre el negocio con la idea de abrir algún día su propia tienda. Así que, dadas las circunstancias, no podía permitir que Helena echara a la pobre Lily.


Pero eso no había evitado que se lamentara durante días por la codicia de la empresa americana. Por no mencionar su estupidez. ¿Por qué no había averiguado el idiota que habían enviado la razón por la que Fab Fashions no obtenía beneficios? Ella podría habérselo dicho. Pero para eso hacía falta inteligencia. Y tiempo.


Antes de marcharse el fin de semana anterior, le había preguntado a Helena si conocía el nombre de aquel idiota, y le dijo que se llamaba Pedro Alfonso. Buscó un poco en Internet aquella mañana y encontró un artículo en el que se decía que Alfonso y Asociados, una empresa con sede en Nueva York, se había apoderado de varias empresas australianas, incluida Fab Fashions. Al meterse en su página, Paula descubrió que el mayor accionista de la empresa era Mariano Alfonso, un hombre de sesenta y cinco años que había estado muchas veces en la lista Forbes de los hombres más ricos del mundo. Lo que significaba que era multimillonario. Estaba divorciado y tenía un hijo, Pedro Alfonso, el idiota al que había enviado. Un caso claro de nepotismo en el trabajo, teniendo en cuenta su falta de inteligencia.


Sonó el teléfono de la oficina y Paula lo descolgó.


–Alquiler de coches Chaves –contestó tratando de contener la irritación.


–Hola. Tengo un problema que espero pueda ayudarme a resolver.


Era una voz masculina con acento americano. Paula hizo un esfuerzo por dejar de lado la animadversión que sentía en aquel momento hacia todos los hombres americanos.


–Haré todo lo posible, señor –dijo con la mayor educación que pudo.


–Necesito alquilar un coche con conductor durante tres días. Empezaría mañana a primera hora.


Paula alzó las cejas. Los clientes no solían alquilar coches con conductor durante tanto tiempo. Normalmente, se trataba de eventos de un solo día: bodas, graduaciones, trayectos al aeropuerto y cosas así. Estaban situados en la Costa Central, un par de horas al norte de Sídney, y no eran una empresa muy grande. Solo tenían siete coches de alquiler, incluidas dos limusinas blancas para bodas y otro tipo de eventos, dos Mercedes blancos y una limusina negra con cristales tintados para gente con dinero que buscara intimidad. Su padre había comprado hacía poco un Cadillac azul descapotable, pero no estaría disponible para alquilar hasta la semana siguiente porque había que cambiarle la tapicería de los asientos. Paula no tuvo que mirar siquiera las reservas de aquel fin de semana para saber que no podría ayudar al americano. Tenían varias bodas.


–Lo siento, señor, pero este fin de semana lo tenemos todo lleno. Tendrá que intentarlo en otro sitio.


Su suspiro de cansancio despertó la simpatía de Paula.


–Ya lo he intentado en todas las empresas de alquiler de coches de Costa Central –aseguró–. Mire, ¿está segura de que no puede encontrar algo? No necesito una limusina ni nada elegante. Me sirve cualquier coche y cualquier conductor. Tengo que estar el sábado en Mudgee para una boda, por no mencionar la despedida de soltero de mañana por la noche. El novio es mi mejor amigo y yo soy el padrino. Pero un conductor borracho me arrolló anoche, me destrozó el coche de alquiler y me dejó incapacitado para conducir. Tengo el hombro derecho lesionado.


–Eso es terrible –Paula odiaba a los conductores que bebían–. Ojalá pudiera ayudarle, señor –y era cierto.


–Estoy dispuesto a pagar por encima de la tarifa normal –aseguró el hombre justo cuando ella estaba a punto de sugerirle que lo intentara con alguna empresa de Sídney.


–¿De cuánto estamos hablando? –preguntó pensando en las cuantiosas letras que tenía que pagar por su coche nuevo.


–Si me consigue un coche y un conductor, podrá poner el precio que quiera.


«Vaya», pensó Paula. Aquel americano debía de estar forrado. Seguramente, podría permitirse alquilar un vuelo chárter o un helicóptero, pero ella no iba a sugerírselo.


–De acuerdo, señor…


–Alfonso –contestó él.


Paula se quedó boquiabierta.


–Pedro Alfonso–especificó.


Paula siguió con la boca abierta mientras pensaba en lo increíble que resultaba aquella coincidencia.


–¿Sigue usted ahí? –preguntó finalmente él tras veinte segundos de silencio.


–Sí, sí, aquí estoy. Lo siento, yo… estaba distraída. El gato se ha subido al teclado y he perdido un archivo –lo cierto era que el gato familiar estaba dormido a diez metros del escritorio de Paula.


–¿Tiene un gato en la oficina?


Parecía escandalizado. Sin duda, no se permitirían gatos en la pomposa oficina del señor Alfonso.


–Este es un negocio familiar, señor Alfonso –aseguró con cierta tirantez.


–Entiendo. Lo siento, no era mi intención ofenderla. Entonces, ¿puede ayudarme o no?


Bueno, por supuesto que podía. Y ya no era una cuestión de dinero. ¿Cómo iba a desaprovechar la oportunidad de explicarle al todopoderoso señor Pedro Alfonso cuál era el problema de Fab Fashions?


Y, seguramente, tendría varias oportunidades de sacar a colación durante el largo trayecto que iban a hacer juntos el trabajo que había perdido. Mudgee estaba muy lejos. Paula nunca había estado allí, pero lo había visto en el mapa cuando Guillermo y ella planeaban su viaje. Era una ciudad de provincias situada en la parte central de Nueva Gales del Sur, a unas cinco o seis horas en coche de allí, tal vez más, según el estado de las carreteras y el número de veces que quisiera parar el cliente.


–Le puedo llevar yo misma si usted quiere –se ofreció–. Tengo más de veintiún años y soy mecánica cualificada –solo ayudaba en la oficina lunes y jueves–. También tengo un cuatro por cuatro nuevecito con el que podré circular sin problemas por la carretera hasta Mudgee.


–Estoy impresionado. Y extremadamente agradecido.


–¿Y dónde está ahora exactamente, señor Alfonso? 
Supongo que en algún lugar de Costa Central, ¿verdad?


–Estoy en un apartamento en Blue Bay –le dio la dirección.


Paula frunció el ceño mientras tecleaba en el ordenador, preguntándose por qué un hombre de negocios como él se quedaría allí en lugar de en Sídney. Le resultaba extraño.


–¿Y la dirección de Mudgee donde voy a llevarle? –le preguntó.


–No es en el mismo Mudgee –replicó él–. Es una finca llamada Valleyview Minery, no muy lejos de allí. No es difícil de encontrar. Está en una carretera principal que une la autopista con Mudgee. Cuando me deje, puede quedarse en un motel de la ciudad hasta que tenga que volver a traerme el domingo. Todo a mi cargo, por supuesto.


–Entonces, ¿no va a necesitar que lo lleve a ningún lado el sábado?


–No, pero le pagaré el día de todos modos.


–Esto va a resultar ridículamente caro, señor Alfonso.


–Eso no me preocupa. Ponga el precio y lo pagaré.


Paula torció el gesto. Debía de ser agradable no tener que preocuparse nunca por el dinero. Se sintió tentada a decir una cantidad exorbitante, pero, por supuesto, no lo hizo. 


Para su padre sería una gran decepción que hiciera algo así. Armando Chaves era un hombre honesto.


–¿Qué le parece mil dólares al día, gastos aparte? –sugirió el señor Alfonso antes de que ella pudiera calcular una tarifa razonable.


–Eso es demasiado –protestó Paula sin pararse a pensar.


–No estoy de acuerdo. Me parece justo, dadas las circunstancias.


–De acuerdo –dijo entonces Paula. ¿Quién era ella para discutir con don Acaudalado?–. Ahora necesito algunos datos.


–¿Como cuáles? –preguntó él con tono algo irritado.


–Su número de móvil y el número del pasaporte.


–De acuerdo. Iré a buscar el pasaporte. No tardo.


Paula sonrió mientras él iba a buscarlo. Tres mil dólares era una suma muy alta.


–Aquí está –dijo Pedro al regresar. Le dictó el número.


–También vamos a necesitar un nombre y un número de contacto –aseguró ella mientras tecleaba los datos–. En caso de emergencia.


–Dios santo, ¿es estrictamente necesario todo esto?


–Sí, señor –Paula quería asegurarse de que era quien ella creía–. Normas de la empresa.


–De acuerdo. Tendrá que ser mi padre. Mi madre está de crucero. Pero mi padre vive en Nueva York. Se llama Mariano Alfonso.


Paula sonrió. Sabía que tenía que ser él. Pedro le dijo un número y ella lo tecleó.


–¿Quiere pagar con tarjeta de crédito o en efectivo? –le preguntó.


–Con tarjeta –respondió él con tono seco–. Le digo la numeración.


–De acuerdo, ya está todo. Le cargaremos mil dólares por anticipado y el resto al finalizar. ¿A qué hora quiere que le recoja mañana por la mañana, señor Alfonso?


–¿A qué hora sugiere usted? Quisiera estar allí a media tarde. Pero primero me gustaría que dejaras de tratarme de usted. Llámame Pedro. 


–Como quieras –murmuró Paula, algo sorprendida por el comentario. Los australianos solían tutear enseguida, pero sabía que la gente de otros países no era tan suelta. Sobre todo la gente tan rica. Tal vez el señor Alfonso no fuera tan pomposo como ella creía–. En cuanto a la hora, yo sugiero recogerte a las siete y cuarto. Así evitaremos lo peor del tráfico.


Paula le escuchó suspirar.


–De acuerdo, a las siete y cuarto –dijo Pedro abruptamente–. Estaré esperándote fuera para no perder tiempo.


Paula alzó las cejas. Había tenido que recoger a algunos turistas con dinero en el pasado y no solían actuar así. 


Siempre la hacían llamar, solían retrasarse y nunca la ayudaban a cargar las maletas.


–Estupendo –afirmó–. No me retrasaré.


–Tal vez deberías darme tu número de móvil por si ocurre algo.


Paula puso los ojos en blanco. Parecía otro seguidor de la ley de Murphy. Pero estaba acostumbrada. Le dictó el número.


–¿Y cuál es tu nombre?


Paula.Paula Chaves –estaba a punto de decirle que podía llamarla Pau, como todo el mundo, pero no fue capaz de mostrarse tan amigable. Después de todo, era su enemigo.


Así que se despidió con frialdad profesional y colgó.




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