miércoles, 18 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 7





En cuanto salió del trabajo, con Jonathan a su vera, Paula puso su plan en acción. Ya en el coche, bajó la ventanilla una rendija, suficiente para que entrara aire sin permitir a Jonathan escapar, y recorrió la urbanización de punta a punta. Bajaba del coche, dejando al perro en el asiento trasero, y pegaba los carteles en dos o tres árboles.


Tardó más de una hora en cubrir toda la zona. Jonathan ladraba más y más fuerte cada vez que bajaba del coche; Paula comprendió que no le gustaba nada ese juego que parecía excluirlo.


—Me lo agradecerás cuando aparezca tu dueño —le dijo al perro, sentándose al volante tras colgar el último cartel.


Cansada, aparcó ante la casa. Jonathan empezó a ladrar, como si anticipara que iba a abandonarlo en el coche una vez más.


—Ya voy —le aseguró Paula.


Fue a abrir la puerta trasera e hizo lo posible por agarrar la correa, pero Jonathan fue demasiado rápido para ella. 


Escabulléndose, saltó entre sus piernas y corrió en busca de la libertad.


Paula se rindió con un suspiro. No iba a perseguir al animal. 


Teniendo en cuenta su suerte, acabaría de bruces en el suelo. En vez de eso, abrió el maletero.


Teresa había insistido en que se llevara comida casera, si podía considerarse así la de una empresa de catering, para que cenara algo decente.


—Sé que te lías a hacer cosas y te olvidas de comer, sobre todo si tienes que preparar algo. Esta vez, no tendrás excusa —había dicho Teresa, dándole una gran bolsa de papel, caliente al tacto.


Paula sacó la bolsa del maletero y comprobó que seguía estando templada. Con la cena en la mano, fue hacia la puerta de entrada. Cuando llegó, estuvo a punto de dejar caer la cena al suelo.


Jonathan estaba sentado en el escalón delantero. El perrito daba toda la impresión de estar esperándola.


—¿Qué haces aquí? —preguntó, atónita—. Pensaba que ya estarías muy lejos.


Jonathan la miró con expresión desconsolada. Tenía la lengua afuera y babeaba sobre el peldaño. En cuento ella metió la llave en la cerradura, se levantó de un salto y empezó a golpear el suelo con el rabo.


—Supongo que vas a querer entrar —dijo ella.


Como si la entendiera, o tal vez para molestarla, Jonathan respondió ladrando con más fuerza que nunca. Ella se estremeció ante tal estruendo.


—Primera norma de la casa —dijo, empujando la puerta con el hombro. Jonathan entró como una exhalación y Paula estuvo a punto de tropezar con él más de una vez. El perrito parecía estar en todas partes al mismo tiempo—. Usa tu voz interior —ordenó con voz firme.


Él optó por ignorarla y ladró con tanta fuerza como antes. 


Paula suspiró, cerró la puerta y fue hacia la cocina.


—Puede que no tengas voz interior. Estoy empezando a pensar que no te escapaste, te echaron de casa. Alguien que no quería pasar el resto de su vida tomando analgésicos para el dolor de cabeza.


Jonathan corrió a su alrededor y, de repente, inexplicablemente, decidió convertirse en su sombra. 


Empezó a seguirla en todo momento, casi pisándole los talones.


—Supongo que solo es cuestión de tiempo, harás que me caiga antes o después, ¿verdad? —predijo, dejando sobre la encimera la bolsa que había preparado Teresa y otra que le había dado Alfredo. El chef había enviado a su ayudante a la pajarería a comprar latas de comida para Jonathan.


Aunque ella no hubiera adoptado al perro aún, parecía que todos los demás sí, pensó Paula mientras sacaba las latas. 


Había diez en total, todas distintas.


—Vaya, los perros comen mejor que la mayoría de la gente, ¿eh? —se asombró. Jonathan corría de un lado a otro, adivinando que iban a darle de comer—. ¿Hueles la comida a través de la lata? —preguntó ella, incrédula. Jonathan siguió corriendo, entusiasmado.


Ella dedicó un momento a elegir una lata para su huésped, pero como era incapaz de decidirse, cerró los ojos y agarró una al azar. Se dijo que lo mismo daba una que otra. Tenía la sensación de que, si le ofrecía una caja de cartón, el perrito la devoraría sin pensarlo.


Tiró de la anilla, agradeciendo no tener que buscar un abrelatas, y vació el contenido en un cuenco. Lo puso en el suelo y dio un par de pasos hacia atrás. Tardó unos tres segundos.


Jonathan terminó de comer en seis.


—¿Es que ni siquiera masticas? —inquirió Paula mirando el cuenco vacío. El perrito la siguió cuando recogió el cuenco para llevarlo al fregadero. Igual que antes, parecía observar atentamente cada uno de sus movimientos—. Si crees que voy a darte más comida, te equivocas, listillo. Hasta mañana por la mañana tendrás que conformarte con agua.


Fregó el cuenco, lo llenó de agua fría y volvió a ponerlo en el suelo, en el mismo sitio. Solucionado el tema del perro, decidió ocuparse de sí misma.


Abrió el envase que contenía su cena y comprobó que Teresa le había preparado su plato favorito: estofado de buey. El aroma le despertó el apetito, recordándole que apenas había comido en todo el día.


—Bendita seas, Teresa —murmuró.


Se sirvió un plato y se sentó a la mesa. Jonathan se colocó a sus pies y siguió con la mirada cada tenedor de comida que se llevaba a la boca, como si estuviera hipnotizado.


Paula hizo cuanto pudo para ignorar al animal y los cálidos ojos marrones que la observaban con tanta atención. Resistió cuanto pudo, casi siete minutos, antes de capitular con un suspiro.


—Toma, acábatelo —dijo, dejando el plato en el suelo.


Apenas tuvo tiempo de apartar la mano. De hecho, su pulgar corrió un grave riesgo. Los afilados dientecillos de Jonathan rasgaron su piel cuando se abalanzó sobre el resto del estofado.


—¿Sabes una cosa? Si queremos llevarnos bien mientras estés aquí, vamos a tener que establecer ciertos límites. Limites que tendrás que respetar si no quieres acabar en la calle, amigo. ¿Te ha quedado claro? —le preguntó al perrito.


Se levantó de la mesa, llevó el plato al fregadero y fue hacia la sala. Su sombra la siguió con la lengua afuera y babeando.


Paula se dio la vuelta y vio el rastro húmedo que había dejado en su camino de la cocina a la sala. Con un suspiro, sacó la fregona del escobero y limpió las manchas de babas. 


Cuando acabó, dejó la fregona apoyada contra la pared de la cocina, segura de que volvería a necesitarla muy pronto.


—Eh, Jonathan, ¿te apetece jugar a las cartas? —le preguntó, sin saber qué hacer con él.


El perrito alzó la cabeza y empezó a ladrar. El sonido resonó en la cabeza de Paula.


—Ya suponía que no. Tal vez te enseñe algún día —al darse cuenta de lo que había dicho, rectificó—: No sé ni lo que digo. No vas a estar aquí «algún día». Para cuando ese día llegue, mi peludo amigo, te habrás ido y estarás comiéndote la casa de otra persona. ¿Tengo o no tengo razón?


A modo de respuesta, Jonathan empezó a lamerle los dedos de los pies.


Ella se dejó caer en el sofá y le acarició la cabeza.


—No juegas limpio, Jonathan.


El perrito ladró, como si quisiera decirle que ya lo sabía.


Paula tuvo la sensación de que iba a ser una noche muy larga.








DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 6




A pesar de que estaba disfrutando viendo al veterinario consumir las pastas que había creado, Paula se sentía incómoda. Antes o después, llegaría alguien con una mascota que necesitaba atención, o aparecería uno de los ayudantes del doctor, y el momento llegaría a su fin.


Lo mejor sería irse cuanto antes.


—Bueno, solo había venido a traer eso —señaló la caja rosa. Después, empezó a salir de la clínica.


La boca de Pedro estaba ocupada, deleitándose con el último trocito de la segunda pasta que había elegido. No quería apresurar el proceso, pero tampoco quería que Paula se marchara aún. Alzó la mano para indicarle que esperase.


—Espera —consiguió decir, justo antes de tragar el último bocado.


Paula se detuvo a un paso de la puerta. Esperó a que el veterinario pudiera hablar, preguntándose por qué le había pedido que se quedara. Tal vez iba a decirle que había cambiado de opinión sobre la consulta gratuita. O había reconsiderado su oferta de verla en el parque canino el domingo.


Se preguntó por qué la desagradaba tanto la posibilidad de que fuera la última opción.


—¿De verdad las has hecho tú? —preguntó Pedro cuando recuperó el uso de la boca.


—Sí —respondió ella, mirándolo a los ojos. Intentó dilucidar por qué razón podía plantearse que hubiera mentido sobre algo así.


—Son fantásticas —afirmó él con entusiasmo. Haciendo gala de un control extraordinario, se obligó a cerrar la caja—. ¿Haces esto profesionalmente? ¿Como en un restaurante? ¿Trabajas para un restaurante? —corrigió, comprendiendo que su momento de éxtasis lo había despojado temporalmente de la capacidad de formular preguntas coherentes.


—Trabajo para una empresa de catering —dijo Paula—. Pero, en el futuro, me gustaría abrir mi propia pastelería —añadió. Se arrepintió de sus palabras de inmediato. El hombre solo pretendía darle conversación, no que iniciara un monólogo sobre sus planes de futuro.


Pedro asintió y sonrió con calidez mientras levantaba un poco la tapa de la caja. Había un poquito de crema en el borde. Lo recogió con la punta del dedo y se lo llevó a los labios


Paula no pudo evitar pensar que parecía un hombre que acabase de alcanzar el nirvana. Un cálido cosquilleo recorrió su cuerpo y olvidó sus nervios y su incomodidad.


—La gente haría cola en la puerta —le aseguró Pedro—. ¿Cómo se llaman estas? —preguntó, señalando las pastas que quedaban en la caja.


Ella no había pensado en nombres, pero recordó lo que había dicho Teresa cuando las probó por primera vez.


—Trocitos de Cielo.


Pedro asintió con aprobación.


—Buen nombre —dijo, mirándola de frente.


Entonces fue cuando ella vio la manchita de crema en la comisura de sus labios.


Se planteó ignorarla, segura de que, si él seguía hablando, la crema desaparecería de un modo u otro. Pero no quería que tuviera que avergonzarse en el caso de que fuera uno de sus clientes quien señalase esa mácula en su aspecto.


—Perdón, doctor Alfonso —empezó, sin saber cómo seguir.


 Siempre le costaba señalar los defectos o fallos en otra persona. Pero había sido ella quien había llevado las pastas: técnicamente, era la culpable de la manchita de crema.


—Tu repostería acaba de hacer el amor con mi boca, creo que puedes llamarme Pedro —dijo Pedro, con la esperanza de derrumbar alguna de las barreras que la mujer parecía haber erigido a su alrededor.


Pedro—repitió Paula, para empezar de nuevo.


—¿Sí? —le había gustado cómo sonaba su nombre en boca de Paula. Sonrió.


—Tienes un poco de crema en el labio. Bueno, justo debajo de la comisura —corrigió. En vez de señalar el lugar en el rostro de él, lo hizo en el suyo—. No, en el otro lado —le indicó. Pedro encontró el lugar al segundo intento y ella asintió con alivio—. Ya está.


Pedro, divertido, iba a decirle algo, pero el timbre de la puerta se lo impidió. Anunciaba la llegada de un nuevo paciente: un gato himalayo que no parecía nada contento de estar en un trasportín y menos aún de estar en la cínica.


La dueña del gato, una morena de sonrisa cálida y aspecto maternal, suspiró con alivio al dejar el trasportín en el suelo, junto al mostrador.


—Cedrick no está nada contento hoy —dijo, aunque eso era obvio—. Tengo cita para la vacunación anual —dijo, antes de que Pedro tuviera tiempo de consultar su expediente.


Paula pensó que tocaba retirada. Ya llevaba demasiado tiempo allí. Aunque sus colegas estuvieran vigilando a Jonathan, tenía la sensación de que podían cansarse de hacerlo.


—Bueno, adiós —le dijo a Pedro, abriendo la puerta para salir.


—No te olvides de lo del domingo —gritó él.


Las mariposas que Paula sentía en el estómago duplicaron su tamaño al oírlo. Fue hacia su coche a toda prisa.



*****


—Se diría que alguien te persigue —le dijo Teresa, cuando entró en la tienda de catering como una exhalación—. ¿Va todo bien?


—Bien. Todo va bien —contestó Paula rápidamente.



Teresa optó por no hacer ningún comentario al respecto.


—¿Qué le han parecido tus pastas? —al ver que Paula la miraba desconcertada, como un cervatillo deslumbrado por los faros de un coche, Teresa le dio otra pista—. El veterinario, ¿le han gustado las pastas que hiciste para él?


—Ah, eso. Le gustaron —contestó Paula—. Perdona, estoy algo distraída —se disculpó—. Pensaba en los postres para el evento de mañana —explicó.


Quería que todo estuviera siempre perfecto, era su forma de agradecerle a Teresa el interés que se tomaba por ella; por eso revisaba una y otra vez lo que había planificado crear para cada encargo.


Teresa movió una mano, quitando importancia a la disculpa de Paula. La interesaba mucho más el otro tema.


—Bueno, ¿qué ha dicho? —inquirió—. Chica, la verdad, a veces sacarte información es tan difícil como sacar una muela —la llevó hacia un rincón—. Dime qué ha dicho.


Paula sonrió al recordar las palabras exactas.


—Que había pensado que había muerto y subido al cielo.


—Por lo menos tiene buen gusto —Teresa asintió con aprobación. Maria había encontrado un buen candidato, sin duda—. Es una profecía —dijo, apretando suavemente la mano de Paula—. Serviremos Trocitos de Cielo en la celebración de mañana —como Paula no parecía dispuesta a decir nada más sobre Pedro, cambió de tema—. Por cierto, si te estás preguntando dónde está Jonathan, Mariana lo ha llevado a dar un paseo. Hasta que aprenda a controlarse, uno de nosotros tendrá que sacarlo cada hora y animarlo a que haga algo —explicó Teresa.


Paula, que no sabía nada de animales, la miró con incertidumbre.


—¿A que haga algo? ¿El qué? ¿Te refieres a encontrar a su dueño?


—No —Teresa controló una carcajada—. Me refiero a que haga sus necesidades. Si no haces nada al respecto, ese perrito creerá que el mundo entero es su cuarto de baño.


—Oh, Dios —Paula la miró horrorizada—. No había pensado en eso.


—No te tortures, Paula. Nunca has tenido una mascota —Teresa puso un brazo sobre los hombros de su protegida—. Yo crecí rodeada de perros, así que tengo experiencia —añadió, para paliar la incomodidad de la joven.


Paula pensó que, si ese era el caso, cabía la posibilidad de convencer a su jefa para que se quedara con el perrito si nadie lo reclamaba. Decidió intentarlo de nuevo.


—¿Estás segura de que no quieres…?


Teresa, adivinando el rumbo que iba a tomar la conversación, la cortó de inmediato.


—De ninguna manera. Mi siamesa echaría un vistazo a Jonathan y le sacaría los ojos, después haría huelga de hambre durante una semana solo para hacerme sufrir. Mientras esa princesita viva conmigo, ninguna otra criatura de cuatro patas podrá cruzar la puerta de entrada —le ofreció una sonrisa compasiva—. Me temo que, hasta que encuentres a su dueño, Jonathan y tú tendréis que compartir casa.


Paula asintió, resignada por el momento.


—Entonces, será mejor que empiece a buscar a su dueño —le dijo a Teresa.


Paula entró al cubículo de paredes de cristal donde ideaba sus recetas. Era diminuto, con el sitio justo para un escritorio y una silla. No podía quejarse, contaba con un ordenador portátil y una impresora pequeña, no necesitaba más.


En cuanto se sentó, puso manos a la obra. Había decidido que una foto sería mejor que un dibujo, y le había sacado una a Jonathan con el móvil. Conectó el teléfono al ordenador y descargó la foto, adorable en su opinión.


—¿Cómo podría alguien no haberte echado de menos? —le murmuró a la foto—. Bueno, basta de eso, a trabajar —se ordenó.


Recortó la fotografía para centrar la imagen en la cabeza del perro, escribió un texto breve, indicando dónde y cuándo lo había encontrado, y añadió su número de teléfono.


Tras revisar el documento en pantalla, Paula imprimió una hoja de prueba. Aparte de necesitar un pequeño ajuste de color, el resultado le pareció bien. Hizo los cambios necesarios, guardó el documento e imprimió una prueba de esa segunda versión.


Satisfecha con el mensaje y con la foto de Jonathan, imprimió veinticinco copias. Pensaba pegar carteles en los árboles y postes de la zona residencial en la que vivía.


Con suerte, eso bastaría. Si no obtenía ninguna respuesta, tendría que ampliar el círculo a la urbanización contigua, pero tenía la esperanza de que no fuera necesario.


Si Jonathan hubiera sido su perrito, a esas alturas lo estaría buscando con frenesí. A su modo de ver, era lógico que su auténtico dueño sintiera lo mismo.





martes, 17 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 5




Cuando el timbre anunció la llegada de un paciente más, Pedro tuvo que contener un profundo suspiro. No porque le importara tratar a sus pacientes, en absoluto. 


Disfrutaba haciéndolo, incluso cuando alguno suponía un reto a sus conocimientos. No le importaba dedicar todo su tiempo a la clínica. Lo que odiaba era el papeleo. Todo lo relacionado con el papeleo le resultaba tedioso, aunque admitía que era necesario.


Por eso contaba con dos recepcionistas, una por la mañana y otra por la tarde, que se ocupaban de registrar todos los datos y actualizar los informes.


Sin embargo, a veces, cuando una o la otra se ausentaba durante más de diez minutos, se ocupaba de la recepción él mismo.


Eso estaba haciendo en ese momento, dado que Erika había salido a una tienda local para comprar la cena y llevarla de vuelta a la clínica. Alzó la vista del teclado para ver quién acababa de entrar.


—Has vuelto —dijo Pedro con sorpresa, al ver a Paula. En cuanto entró, su sexualidad natural e inconsciente inundó la atmósfera de la sala de espera. En un instante, se rindió a su hechizo—. ¿Le ocurre algo a Jonathan? —fue lo primero que se le pasó por la cabeza.


Entonces se fijó en que ella llevaba una caja de cartón, color rosa. Se preguntó si sería otro animal para que lo examinara. 


No había agujeros en el cartón para que entrara el aire; así que no podía ser un ratoncito blanco, o similar, que se hubiera encontrado en la calle.




*****


—¿Me has traído otro paciente? —preguntó con cierta inquietud.


—¿Qué? —se dio cuenta de que él miraba la caja que tenía en la mano y comprendió, algo tarde, lo que debía de estar pensando—. Ah, no, esto no tienes que examinarlo —dijo—. Al menos no en el sentido que estás pensando.


Él no tenía ni idea de lo que podía significar eso. Pero empezaba a captar el aroma que salía de la caja. Sus papilas gustativas se pusieron en alerta.


—¿Qué es eso? —preguntó, saliendo de detrás del mostrador de recepción y acercándose. Le pareció detectar un punto de canela, entre otras cosas—. Huele divinamente.


—Gracias —Paula esbozó una amplia sonrisa.


—¿Eres tú? —la miró sorprendido y confuso. Se preguntó si era algún nuevo perfume, diseñado para despertar el apetito de un hombre, en su variedad no carnal. Su boca empezaba a salivar.


—Solo hasta cierto punto —contestó Paula, risueña. Al ver que Pedro parecía aún más confundido, se apenó de él y le ofreció la caja rectangular—. Son para ti, y para el resto de la plantilla —añadió, por si acaso suponía que intentaba flirtear con él; sin duda era algo que le ocurría a menudo.


Los hombres tan guapos como Pedro Alfonso nunca pasaban desapercibidos. Gracias al espeso pelo rubio pajizo, la altura y esbeltez de su cuerpo y los magnéticos ojos azules que parecían escrutar el interior de su alma, el veterinario habría llamado la atención incluso entre una multitud.


—Es mi manera de dar las gracias —añadió.


—¿Las has comprado para nosotros? —preguntó Pedro, aceptando la caja.


—No. Las he hecho. Soy chef de repostería —explicó, para que no pensara que había elegido la primera receta que había visto en Internet. Sin saber por qué, quería hacerle saber que, a su manera, también era una buena profesional—. Trabajo para una empresa de catering —añadió, aunque tal vez fuera más información de la que el hombre quería oír—. Como no me dejaste pagar, quería hacer algo a cambio. Es repostería natural, no contiene aditivos artificiales, y tampoco gluten o nueces —añadió, por si era alérgico a alguno de esos ingredientes, como lo había sido su mejor amiga de infancia.


—Pues huelen de maravilla —abrió la caja y el aroma pareció envolverlo—. Si no supiera que estoy vivo, pensaría que he muerto y he subido al cielo.


—Según dicen, saben mejor que huelen —apuntó ella con timidez.


—A ver si es verdad —Pedro sacó una pasta y la mordió lentamente, como si temiera alterar su delicada composición. 


Sus ojos se agrandaron e iluminaron de placer—. El cielo queda confirmado —dijo, antes de dar un segundo bocado.


No tardó en seguirle un tercero.




DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 4




Paula estaba segura de no haber oído bien al hombre. 


Aunque no le hubiera puesto ninguna inyección a Jonathan, ni tomado muestras para hacer análisis, el veterinario había pasado al menos veinte minutos hablando con ella sobre el perro y le había echado un vistazo. A su modo de ver, eso era una consulta.


Paula estaba más que dispuesta a hacer favores a la gente, pero nunca le había gustado recibirlos, porque la ponía en la situación de deber algo a alguien. Agradecía al veterinario que se hubiera interesado por el perrito que tenía temporalmente a su cargo y la alegraba que se hubiera ofrecido a instruirla sobre cómo convivir pacíficamente con él, pero no iba a aceptar que lo hiciera de forma gratuita. No habría estado bien.


Paula tomó aire, sacó el talonario del bolso y se preparó para enfrentarse de nuevo al perrito. Miró a Jonathan y se esforzó por imponer a su voz un tono autoritario.


—Ahora vamos a salir de aquí, Jonathan. Intenta no tirar de mí esta vez, ¿de acuerdo?


Si el cachorro entendió lo que le pedía, optó por hacer caso omiso, porque en cuanto abrió la puerta salió como una exhalación. Como ella tenía la cuerda enrollada en la muñeca, se detuvo, a la fuerza, de forma abrupta y casi cómica, dos segundos después.


El perrito, a juicio de Paula, la miró con reprobación. Se sintió obligada a justificarse.


—Te he pedido que no corrieras —dijo, mientras iba hacia la salida.


Al ver cómo la miraba Erika, la recepcionista, se ruborizó.


—Seguramente pensarás que estoy loca, por hablarle al perro.


—Al contrario, la mayoría de los dueños de una mascota pensarían que estás loca si no lo hicieras. Nos entienden —explicó la chica, señalando a Jonathan con la cabeza—. Pero a veces prefieren no escuchar. En eso, son como niños —añadió—. Sin embargo, es probable que, a largo plazo, las mascotas resulten ser más leales.


—No me planteo ningún «largo plazo». Solo estoy cuidando de él hasta que su propietario lo reclame —le explicó Paula a la recepcionista. Puso el talonario sobre el mostrador, lo abrió y sacó el bolígrafo—. ¿Por cuánto hago el cheque? —sonrió con timidez.


Entretanto, Jonathan tiraba de la cuerda, desesperado por alejarse de la clínica y, posiblemente, también de Paula.


Erika, tras consultar el documento que había sido remitido a su ordenador un momento antes, alzó la cabeza y miró a Paula.


—Nada —contestó.


—Por la consulta —insistió Paula. El veterinario no podía haber dicho en serio que no iba a cobrarle.


—Nada —repitió Erika.


—Pero el doctor Alfonso ha visto al perro —protestó Paula.


—Pues no va a cobrar por verlo —dijo Erika, tras consultar de nuevo la pantalla—. Sin embargo, veo que ha escrito algo aquí —la recepcionista leyó la columna de «instrucciones especiales».


Paula sentía que su brazo se alargaba por momentos. En su opinión, el perro tenía demasiada fuerza para ser tan pequeño. Tiró de él.


—¿El qué? —preguntó.


—Un momento.


Erika abrió un cajón lateral y revolvió en él. Tardó un minuto en encontrar lo que buscaba.


—El doctor Alfonso quiere que le dé esto.


«Esto» resultó ser no una cosa, sino dos. Un collar trenzado, azul brillante, del tamaño adecuado para un cachorro, y una correa a juego.


Erika colocó ambas cosas en el mostrador.


—Un collar y una correa —dijo, cuando la mujer que acompañaba a Jonathan se limitó a mirar los artículos—. El doctor Alfonso tiene «algo» en contra de las cuerdas. Teme que los animales puedan llegar a estrangularse con ellas.


Dada la propensión del perrito a lanzarse en cualquier dirección, tenía sentido contar con un collar y una correa que no dañaran su cuello.Paula no podía oponerse.


—De acuerdo, ¿cuánto debo por el collar y la correa? —preguntó.


—Nada —contestó Erika. La respuesta se repetía.


—Tienen que costar algo —insistió Paula, a quien tanta amabilidad empezaba a parecerle ridícula.


Toda su vida había tenido que pagar, a veces muy caro, por cuanto había necesitado o utilizado. Aceptar algo, ya fuera un servicio prestado o un artículo, sin pagar su precio no le parecía correcto. Además ofendía a su sentido de la independencia.


—Muy poco —le dijo Erika. Al ver que la mujer la miraba con escepticismo, se explicó—: El doctor Alfonso compra cajas enteras, como regalo para los clientes. Considéralo un gesto de buena voluntad —le aconsejó.


Paula lo veía como un gesto de caridad que la ponía en deuda, aunque para el veterinario fuera un gesto sin importancia. Decidió intentarlo por última vez.


—¿Estás segura de que no puedo pagar, hacer una contribución a vuestro fondo para animales abandonados, o algo así?


—Estoy segura —contestó Erika. Señaló la pantalla de su ordenador para dejarlo claro—. Lo dice aquí: «sin cargo». Presionó dos teclas y la impresora que había a un lado escupió una copia impresa del documento. Entregó la hoja a la cuidadora del perrito—. ¿Lo ves? —preguntó Erika con una sonrisa.


Paula aceptó la hoja. Dado que no le permitían pagar ni la consulta ni los dos objetos que tenía en la mano, hizo lo único que podía hacer, dar las gracias.


—De nada —contestó Erika. Salió de detrás del mostrador y se acercó al labrador, que seguía tirando de la cuerda con todas sus fuerzas.


—¿Por qué no le pongo el collar mientras tú lo sujetas? —sugirió Erika—. Así no podrá escapar.


—Eres como un ángel caído del cielo —Paula suspiró con alivio. Había estado preguntándose cómo sustituir la cuerda por el collar y la correa que acababa de recibir sin que el perrito corriera como un loco hacia la libertad.


—No, solo soy la recepcionista de una clínica veterinaria con bastante experiencia en estos temas —corrigió Erika con modestia.


Tardó menos de un minuto en poner el collar al perro y enganchar la correa. Solo entonces, soltó la cuerda. Un momento después, colgaba, lacia e inútil, de la mano de Paula.


Paula la dejó en el mostrador.


—Bueno, ya estáis listos para salir —dijo Erika, poniéndose en pie. En cuanto acabó de hablar, Jonathan se lanzó hacia la puerta como un poseso—. Creo que Jonathan está de acuerdo —rio Erika—. Espera, te sujetaré la puerta —ofreció.


En cuanto la puerta dejó de ser un obstáculo, el perro se lanzó hacia la libertad del mundo exterior. Paula estuvo a punto de perder el equilibrio.


—¡Adiós! —gritó por encima del hombro, trotando tras el perro y esforzándose para no acabar en el suelo. Jonathan parecía no ser consciente de que intentaba sujetarlo.


—Les doy dos semanas. Un mes como mucho —murmuró Erika para sí. Movió la cabeza, cerró la puerta y volvió tras el mostrador.



****


En cuanto ella y su energético y peludo acompañante volvieron al local de catering de Teresa, sus colegas de trabajo los rodearon. Todos le lanzaban preguntas sobre la visita de Jonathan a la nueva clínica veterinaria. El perro era el centro de atención y parecía disfrutar ladrando y lamiendo las manos que se extendían para acariciarlo.


Para su sorpresa, Paula descubrió que era la única de la plantilla que nunca había tenido una mascota; si obviaba los dos días, hacía veinte años, que cuidó de un pez de colores.


En consecuencia, aunque Jonathan tenía prohibida la entrada a la cocina, por cuestiones tanto prácticas como sanitarias, se le permitió correr libremente por el resto del local. Todo el mundo, Teresa incluida, lo acariciaba, jugaba con él y le daba comida. En pocos minutos se había convertido en la mascota de la empresa.


Como no tenían programado ningún catering hasta la tarde siguiente, el ambiente en el local no era tan tenso y ajetreado como otras veces. Alfredo y su equipo estaban en la fase de planificación y preparación del menú del día siguiente. Samuel Collins, el encargado de las bebidas, había salido a comprar los vinos y licores que se servirían en la celebración. Paula estaba en la fase semifinal de preparación, diseñando los postres que crearía para la ocasión.


Teresa, que supervisaba los progresos del personal, vio que Paula, además de planificar, había horneado una bandeja de pastas, ligeras como el aire y rellenas de crema.


—¿Has decidido hacer una prueba? —preguntó Teresa, acercándose a la joven.


—En cierto modo —contestó Paula. Después, dado que Teresa, más que jefa, era como una madre para ella, hizo una pausa y le contó lo que tenía en mente—. ¿Recuerdas que me recomendaste un veterinario para Jonathan?


La expresión de Teresa se mantuvo inescrutable, aunque su mente se aceleró. Temía que hubiera surgido algún problema u obstáculo que pudiera interponerse con el plan de Maria.


—¿Sí?


—No me dejó pagarle por la consulta —dijo Paula, con el ceño fruncido.


—¿En serio? —Teresa hizo lo posible por sonar sorprendida e incrédula, en vez de triunfal y esperanzada, que era como se sentía en realidad.


—En serio —repitió Paula—. No me gusta deberle nada a nadie —añadió.


—Cielo, a veces hay que aceptar lo que la gente nos regala —empezó Teresa. Paula la interrumpió.


—Lo sé. Por eso estoy haciendo esto —señaló la bandeja que acababa de sacar del horno—. He pensado que, ya que dispensó gratis sus conocimientos veterinarios, debería devolverle el favor y llevarle una muestra de mi especialidad como regalo.


A esas alturas, Teresa sonreía de oreja a oreja. No pudo evitar pensar que Maria había acertado una vez más.


—Me parece una idea muy razonable —corroboró. Echó un vistazo a su reloj. Eran casi las cuatro de la tarde. Maria había mencionado que Pedro cerraba la clínica a las seis. No quería que Paula se perdiera la ocasión de volver a verlo—. Como hoy no tenemos ningún catering, ¿por qué no aprovechas para volver a la clínica y llevarle las pastas al veterinario mientras aún estén calientes? —sugirió.


Paula esbozó una sonrisa de agradecimiento, eso era justo lo que deseaba hacer. Pero antes tenía que ocuparse de un detalle más que insignificante. Miró a su alrededor.


—¿Dónde está Jonathan?


—Mariana lo mantiene ocupado —aseguró Teresa, refiriéndose a una de las camareras de la plantilla. La rubia jovencita también se ocupaba de la barra de bar cuando Samuel estaba liado con otras cosas—. ¿Por qué? —sonrió—. ¿Estás preocupada por él?


—No quiero dejarlo aquí solo mientras voy a la clínica —no quería ni empezar a explicar la cantidad de desperfectos que el perrito podía ocasionar en un periodo de tiempo muy corto.


—No esta solo —la contradijo Teresa—. Hay alrededor de ocho pares de ojos puestos en él en todo momento. Si acaso, podría sentirse demasiado vigilado. Vete, llévale al veterinario tus pastas de agradecimiento. Me da la impresión de que es muy posible que se las haya ganado —especuló.


—Si no te importa —Paula la miró titubeante.


—Si me importara, no estaría empujándote hacia la puerta —apuntó Teresa—. ¡Vete ya! —ordenó.


Paula salió antes de que acabara de hablar.