miércoles, 18 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 6




A pesar de que estaba disfrutando viendo al veterinario consumir las pastas que había creado, Paula se sentía incómoda. Antes o después, llegaría alguien con una mascota que necesitaba atención, o aparecería uno de los ayudantes del doctor, y el momento llegaría a su fin.


Lo mejor sería irse cuanto antes.


—Bueno, solo había venido a traer eso —señaló la caja rosa. Después, empezó a salir de la clínica.


La boca de Pedro estaba ocupada, deleitándose con el último trocito de la segunda pasta que había elegido. No quería apresurar el proceso, pero tampoco quería que Paula se marchara aún. Alzó la mano para indicarle que esperase.


—Espera —consiguió decir, justo antes de tragar el último bocado.


Paula se detuvo a un paso de la puerta. Esperó a que el veterinario pudiera hablar, preguntándose por qué le había pedido que se quedara. Tal vez iba a decirle que había cambiado de opinión sobre la consulta gratuita. O había reconsiderado su oferta de verla en el parque canino el domingo.


Se preguntó por qué la desagradaba tanto la posibilidad de que fuera la última opción.


—¿De verdad las has hecho tú? —preguntó Pedro cuando recuperó el uso de la boca.


—Sí —respondió ella, mirándolo a los ojos. Intentó dilucidar por qué razón podía plantearse que hubiera mentido sobre algo así.


—Son fantásticas —afirmó él con entusiasmo. Haciendo gala de un control extraordinario, se obligó a cerrar la caja—. ¿Haces esto profesionalmente? ¿Como en un restaurante? ¿Trabajas para un restaurante? —corrigió, comprendiendo que su momento de éxtasis lo había despojado temporalmente de la capacidad de formular preguntas coherentes.


—Trabajo para una empresa de catering —dijo Paula—. Pero, en el futuro, me gustaría abrir mi propia pastelería —añadió. Se arrepintió de sus palabras de inmediato. El hombre solo pretendía darle conversación, no que iniciara un monólogo sobre sus planes de futuro.


Pedro asintió y sonrió con calidez mientras levantaba un poco la tapa de la caja. Había un poquito de crema en el borde. Lo recogió con la punta del dedo y se lo llevó a los labios


Paula no pudo evitar pensar que parecía un hombre que acabase de alcanzar el nirvana. Un cálido cosquilleo recorrió su cuerpo y olvidó sus nervios y su incomodidad.


—La gente haría cola en la puerta —le aseguró Pedro—. ¿Cómo se llaman estas? —preguntó, señalando las pastas que quedaban en la caja.


Ella no había pensado en nombres, pero recordó lo que había dicho Teresa cuando las probó por primera vez.


—Trocitos de Cielo.


Pedro asintió con aprobación.


—Buen nombre —dijo, mirándola de frente.


Entonces fue cuando ella vio la manchita de crema en la comisura de sus labios.


Se planteó ignorarla, segura de que, si él seguía hablando, la crema desaparecería de un modo u otro. Pero no quería que tuviera que avergonzarse en el caso de que fuera uno de sus clientes quien señalase esa mácula en su aspecto.


—Perdón, doctor Alfonso —empezó, sin saber cómo seguir.


 Siempre le costaba señalar los defectos o fallos en otra persona. Pero había sido ella quien había llevado las pastas: técnicamente, era la culpable de la manchita de crema.


—Tu repostería acaba de hacer el amor con mi boca, creo que puedes llamarme Pedro —dijo Pedro, con la esperanza de derrumbar alguna de las barreras que la mujer parecía haber erigido a su alrededor.


Pedro—repitió Paula, para empezar de nuevo.


—¿Sí? —le había gustado cómo sonaba su nombre en boca de Paula. Sonrió.


—Tienes un poco de crema en el labio. Bueno, justo debajo de la comisura —corrigió. En vez de señalar el lugar en el rostro de él, lo hizo en el suyo—. No, en el otro lado —le indicó. Pedro encontró el lugar al segundo intento y ella asintió con alivio—. Ya está.


Pedro, divertido, iba a decirle algo, pero el timbre de la puerta se lo impidió. Anunciaba la llegada de un nuevo paciente: un gato himalayo que no parecía nada contento de estar en un trasportín y menos aún de estar en la cínica.


La dueña del gato, una morena de sonrisa cálida y aspecto maternal, suspiró con alivio al dejar el trasportín en el suelo, junto al mostrador.


—Cedrick no está nada contento hoy —dijo, aunque eso era obvio—. Tengo cita para la vacunación anual —dijo, antes de que Pedro tuviera tiempo de consultar su expediente.


Paula pensó que tocaba retirada. Ya llevaba demasiado tiempo allí. Aunque sus colegas estuvieran vigilando a Jonathan, tenía la sensación de que podían cansarse de hacerlo.


—Bueno, adiós —le dijo a Pedro, abriendo la puerta para salir.


—No te olvides de lo del domingo —gritó él.


Las mariposas que Paula sentía en el estómago duplicaron su tamaño al oírlo. Fue hacia su coche a toda prisa.



*****


—Se diría que alguien te persigue —le dijo Teresa, cuando entró en la tienda de catering como una exhalación—. ¿Va todo bien?


—Bien. Todo va bien —contestó Paula rápidamente.



Teresa optó por no hacer ningún comentario al respecto.


—¿Qué le han parecido tus pastas? —al ver que Paula la miraba desconcertada, como un cervatillo deslumbrado por los faros de un coche, Teresa le dio otra pista—. El veterinario, ¿le han gustado las pastas que hiciste para él?


—Ah, eso. Le gustaron —contestó Paula—. Perdona, estoy algo distraída —se disculpó—. Pensaba en los postres para el evento de mañana —explicó.


Quería que todo estuviera siempre perfecto, era su forma de agradecerle a Teresa el interés que se tomaba por ella; por eso revisaba una y otra vez lo que había planificado crear para cada encargo.


Teresa movió una mano, quitando importancia a la disculpa de Paula. La interesaba mucho más el otro tema.


—Bueno, ¿qué ha dicho? —inquirió—. Chica, la verdad, a veces sacarte información es tan difícil como sacar una muela —la llevó hacia un rincón—. Dime qué ha dicho.


Paula sonrió al recordar las palabras exactas.


—Que había pensado que había muerto y subido al cielo.


—Por lo menos tiene buen gusto —Teresa asintió con aprobación. Maria había encontrado un buen candidato, sin duda—. Es una profecía —dijo, apretando suavemente la mano de Paula—. Serviremos Trocitos de Cielo en la celebración de mañana —como Paula no parecía dispuesta a decir nada más sobre Pedro, cambió de tema—. Por cierto, si te estás preguntando dónde está Jonathan, Mariana lo ha llevado a dar un paseo. Hasta que aprenda a controlarse, uno de nosotros tendrá que sacarlo cada hora y animarlo a que haga algo —explicó Teresa.


Paula, que no sabía nada de animales, la miró con incertidumbre.


—¿A que haga algo? ¿El qué? ¿Te refieres a encontrar a su dueño?


—No —Teresa controló una carcajada—. Me refiero a que haga sus necesidades. Si no haces nada al respecto, ese perrito creerá que el mundo entero es su cuarto de baño.


—Oh, Dios —Paula la miró horrorizada—. No había pensado en eso.


—No te tortures, Paula. Nunca has tenido una mascota —Teresa puso un brazo sobre los hombros de su protegida—. Yo crecí rodeada de perros, así que tengo experiencia —añadió, para paliar la incomodidad de la joven.


Paula pensó que, si ese era el caso, cabía la posibilidad de convencer a su jefa para que se quedara con el perrito si nadie lo reclamaba. Decidió intentarlo de nuevo.


—¿Estás segura de que no quieres…?


Teresa, adivinando el rumbo que iba a tomar la conversación, la cortó de inmediato.


—De ninguna manera. Mi siamesa echaría un vistazo a Jonathan y le sacaría los ojos, después haría huelga de hambre durante una semana solo para hacerme sufrir. Mientras esa princesita viva conmigo, ninguna otra criatura de cuatro patas podrá cruzar la puerta de entrada —le ofreció una sonrisa compasiva—. Me temo que, hasta que encuentres a su dueño, Jonathan y tú tendréis que compartir casa.


Paula asintió, resignada por el momento.


—Entonces, será mejor que empiece a buscar a su dueño —le dijo a Teresa.


Paula entró al cubículo de paredes de cristal donde ideaba sus recetas. Era diminuto, con el sitio justo para un escritorio y una silla. No podía quejarse, contaba con un ordenador portátil y una impresora pequeña, no necesitaba más.


En cuanto se sentó, puso manos a la obra. Había decidido que una foto sería mejor que un dibujo, y le había sacado una a Jonathan con el móvil. Conectó el teléfono al ordenador y descargó la foto, adorable en su opinión.


—¿Cómo podría alguien no haberte echado de menos? —le murmuró a la foto—. Bueno, basta de eso, a trabajar —se ordenó.


Recortó la fotografía para centrar la imagen en la cabeza del perro, escribió un texto breve, indicando dónde y cuándo lo había encontrado, y añadió su número de teléfono.


Tras revisar el documento en pantalla, Paula imprimió una hoja de prueba. Aparte de necesitar un pequeño ajuste de color, el resultado le pareció bien. Hizo los cambios necesarios, guardó el documento e imprimió una prueba de esa segunda versión.


Satisfecha con el mensaje y con la foto de Jonathan, imprimió veinticinco copias. Pensaba pegar carteles en los árboles y postes de la zona residencial en la que vivía.


Con suerte, eso bastaría. Si no obtenía ninguna respuesta, tendría que ampliar el círculo a la urbanización contigua, pero tenía la esperanza de que no fuera necesario.


Si Jonathan hubiera sido su perrito, a esas alturas lo estaría buscando con frenesí. A su modo de ver, era lógico que su auténtico dueño sintiera lo mismo.





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