miércoles, 18 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 7





En cuanto salió del trabajo, con Jonathan a su vera, Paula puso su plan en acción. Ya en el coche, bajó la ventanilla una rendija, suficiente para que entrara aire sin permitir a Jonathan escapar, y recorrió la urbanización de punta a punta. Bajaba del coche, dejando al perro en el asiento trasero, y pegaba los carteles en dos o tres árboles.


Tardó más de una hora en cubrir toda la zona. Jonathan ladraba más y más fuerte cada vez que bajaba del coche; Paula comprendió que no le gustaba nada ese juego que parecía excluirlo.


—Me lo agradecerás cuando aparezca tu dueño —le dijo al perro, sentándose al volante tras colgar el último cartel.


Cansada, aparcó ante la casa. Jonathan empezó a ladrar, como si anticipara que iba a abandonarlo en el coche una vez más.


—Ya voy —le aseguró Paula.


Fue a abrir la puerta trasera e hizo lo posible por agarrar la correa, pero Jonathan fue demasiado rápido para ella. 


Escabulléndose, saltó entre sus piernas y corrió en busca de la libertad.


Paula se rindió con un suspiro. No iba a perseguir al animal. 


Teniendo en cuenta su suerte, acabaría de bruces en el suelo. En vez de eso, abrió el maletero.


Teresa había insistido en que se llevara comida casera, si podía considerarse así la de una empresa de catering, para que cenara algo decente.


—Sé que te lías a hacer cosas y te olvidas de comer, sobre todo si tienes que preparar algo. Esta vez, no tendrás excusa —había dicho Teresa, dándole una gran bolsa de papel, caliente al tacto.


Paula sacó la bolsa del maletero y comprobó que seguía estando templada. Con la cena en la mano, fue hacia la puerta de entrada. Cuando llegó, estuvo a punto de dejar caer la cena al suelo.


Jonathan estaba sentado en el escalón delantero. El perrito daba toda la impresión de estar esperándola.


—¿Qué haces aquí? —preguntó, atónita—. Pensaba que ya estarías muy lejos.


Jonathan la miró con expresión desconsolada. Tenía la lengua afuera y babeaba sobre el peldaño. En cuento ella metió la llave en la cerradura, se levantó de un salto y empezó a golpear el suelo con el rabo.


—Supongo que vas a querer entrar —dijo ella.


Como si la entendiera, o tal vez para molestarla, Jonathan respondió ladrando con más fuerza que nunca. Ella se estremeció ante tal estruendo.


—Primera norma de la casa —dijo, empujando la puerta con el hombro. Jonathan entró como una exhalación y Paula estuvo a punto de tropezar con él más de una vez. El perrito parecía estar en todas partes al mismo tiempo—. Usa tu voz interior —ordenó con voz firme.


Él optó por ignorarla y ladró con tanta fuerza como antes. 


Paula suspiró, cerró la puerta y fue hacia la cocina.


—Puede que no tengas voz interior. Estoy empezando a pensar que no te escapaste, te echaron de casa. Alguien que no quería pasar el resto de su vida tomando analgésicos para el dolor de cabeza.


Jonathan corrió a su alrededor y, de repente, inexplicablemente, decidió convertirse en su sombra. 


Empezó a seguirla en todo momento, casi pisándole los talones.


—Supongo que solo es cuestión de tiempo, harás que me caiga antes o después, ¿verdad? —predijo, dejando sobre la encimera la bolsa que había preparado Teresa y otra que le había dado Alfredo. El chef había enviado a su ayudante a la pajarería a comprar latas de comida para Jonathan.


Aunque ella no hubiera adoptado al perro aún, parecía que todos los demás sí, pensó Paula mientras sacaba las latas. 


Había diez en total, todas distintas.


—Vaya, los perros comen mejor que la mayoría de la gente, ¿eh? —se asombró. Jonathan corría de un lado a otro, adivinando que iban a darle de comer—. ¿Hueles la comida a través de la lata? —preguntó ella, incrédula. Jonathan siguió corriendo, entusiasmado.


Ella dedicó un momento a elegir una lata para su huésped, pero como era incapaz de decidirse, cerró los ojos y agarró una al azar. Se dijo que lo mismo daba una que otra. Tenía la sensación de que, si le ofrecía una caja de cartón, el perrito la devoraría sin pensarlo.


Tiró de la anilla, agradeciendo no tener que buscar un abrelatas, y vació el contenido en un cuenco. Lo puso en el suelo y dio un par de pasos hacia atrás. Tardó unos tres segundos.


Jonathan terminó de comer en seis.


—¿Es que ni siquiera masticas? —inquirió Paula mirando el cuenco vacío. El perrito la siguió cuando recogió el cuenco para llevarlo al fregadero. Igual que antes, parecía observar atentamente cada uno de sus movimientos—. Si crees que voy a darte más comida, te equivocas, listillo. Hasta mañana por la mañana tendrás que conformarte con agua.


Fregó el cuenco, lo llenó de agua fría y volvió a ponerlo en el suelo, en el mismo sitio. Solucionado el tema del perro, decidió ocuparse de sí misma.


Abrió el envase que contenía su cena y comprobó que Teresa le había preparado su plato favorito: estofado de buey. El aroma le despertó el apetito, recordándole que apenas había comido en todo el día.


—Bendita seas, Teresa —murmuró.


Se sirvió un plato y se sentó a la mesa. Jonathan se colocó a sus pies y siguió con la mirada cada tenedor de comida que se llevaba a la boca, como si estuviera hipnotizado.


Paula hizo cuanto pudo para ignorar al animal y los cálidos ojos marrones que la observaban con tanta atención. Resistió cuanto pudo, casi siete minutos, antes de capitular con un suspiro.


—Toma, acábatelo —dijo, dejando el plato en el suelo.


Apenas tuvo tiempo de apartar la mano. De hecho, su pulgar corrió un grave riesgo. Los afilados dientecillos de Jonathan rasgaron su piel cuando se abalanzó sobre el resto del estofado.


—¿Sabes una cosa? Si queremos llevarnos bien mientras estés aquí, vamos a tener que establecer ciertos límites. Limites que tendrás que respetar si no quieres acabar en la calle, amigo. ¿Te ha quedado claro? —le preguntó al perrito.


Se levantó de la mesa, llevó el plato al fregadero y fue hacia la sala. Su sombra la siguió con la lengua afuera y babeando.


Paula se dio la vuelta y vio el rastro húmedo que había dejado en su camino de la cocina a la sala. Con un suspiro, sacó la fregona del escobero y limpió las manchas de babas. 


Cuando acabó, dejó la fregona apoyada contra la pared de la cocina, segura de que volvería a necesitarla muy pronto.


—Eh, Jonathan, ¿te apetece jugar a las cartas? —le preguntó, sin saber qué hacer con él.


El perrito alzó la cabeza y empezó a ladrar. El sonido resonó en la cabeza de Paula.


—Ya suponía que no. Tal vez te enseñe algún día —al darse cuenta de lo que había dicho, rectificó—: No sé ni lo que digo. No vas a estar aquí «algún día». Para cuando ese día llegue, mi peludo amigo, te habrás ido y estarás comiéndote la casa de otra persona. ¿Tengo o no tengo razón?


A modo de respuesta, Jonathan empezó a lamerle los dedos de los pies.


Ella se dejó caer en el sofá y le acarició la cabeza.


—No juegas limpio, Jonathan.


El perrito ladró, como si quisiera decirle que ya lo sabía.


Paula tuvo la sensación de que iba a ser una noche muy larga.








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