martes, 17 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 4




Paula estaba segura de no haber oído bien al hombre. 


Aunque no le hubiera puesto ninguna inyección a Jonathan, ni tomado muestras para hacer análisis, el veterinario había pasado al menos veinte minutos hablando con ella sobre el perro y le había echado un vistazo. A su modo de ver, eso era una consulta.


Paula estaba más que dispuesta a hacer favores a la gente, pero nunca le había gustado recibirlos, porque la ponía en la situación de deber algo a alguien. Agradecía al veterinario que se hubiera interesado por el perrito que tenía temporalmente a su cargo y la alegraba que se hubiera ofrecido a instruirla sobre cómo convivir pacíficamente con él, pero no iba a aceptar que lo hiciera de forma gratuita. No habría estado bien.


Paula tomó aire, sacó el talonario del bolso y se preparó para enfrentarse de nuevo al perrito. Miró a Jonathan y se esforzó por imponer a su voz un tono autoritario.


—Ahora vamos a salir de aquí, Jonathan. Intenta no tirar de mí esta vez, ¿de acuerdo?


Si el cachorro entendió lo que le pedía, optó por hacer caso omiso, porque en cuanto abrió la puerta salió como una exhalación. Como ella tenía la cuerda enrollada en la muñeca, se detuvo, a la fuerza, de forma abrupta y casi cómica, dos segundos después.


El perrito, a juicio de Paula, la miró con reprobación. Se sintió obligada a justificarse.


—Te he pedido que no corrieras —dijo, mientras iba hacia la salida.


Al ver cómo la miraba Erika, la recepcionista, se ruborizó.


—Seguramente pensarás que estoy loca, por hablarle al perro.


—Al contrario, la mayoría de los dueños de una mascota pensarían que estás loca si no lo hicieras. Nos entienden —explicó la chica, señalando a Jonathan con la cabeza—. Pero a veces prefieren no escuchar. En eso, son como niños —añadió—. Sin embargo, es probable que, a largo plazo, las mascotas resulten ser más leales.


—No me planteo ningún «largo plazo». Solo estoy cuidando de él hasta que su propietario lo reclame —le explicó Paula a la recepcionista. Puso el talonario sobre el mostrador, lo abrió y sacó el bolígrafo—. ¿Por cuánto hago el cheque? —sonrió con timidez.


Entretanto, Jonathan tiraba de la cuerda, desesperado por alejarse de la clínica y, posiblemente, también de Paula.


Erika, tras consultar el documento que había sido remitido a su ordenador un momento antes, alzó la cabeza y miró a Paula.


—Nada —contestó.


—Por la consulta —insistió Paula. El veterinario no podía haber dicho en serio que no iba a cobrarle.


—Nada —repitió Erika.


—Pero el doctor Alfonso ha visto al perro —protestó Paula.


—Pues no va a cobrar por verlo —dijo Erika, tras consultar de nuevo la pantalla—. Sin embargo, veo que ha escrito algo aquí —la recepcionista leyó la columna de «instrucciones especiales».


Paula sentía que su brazo se alargaba por momentos. En su opinión, el perro tenía demasiada fuerza para ser tan pequeño. Tiró de él.


—¿El qué? —preguntó.


—Un momento.


Erika abrió un cajón lateral y revolvió en él. Tardó un minuto en encontrar lo que buscaba.


—El doctor Alfonso quiere que le dé esto.


«Esto» resultó ser no una cosa, sino dos. Un collar trenzado, azul brillante, del tamaño adecuado para un cachorro, y una correa a juego.


Erika colocó ambas cosas en el mostrador.


—Un collar y una correa —dijo, cuando la mujer que acompañaba a Jonathan se limitó a mirar los artículos—. El doctor Alfonso tiene «algo» en contra de las cuerdas. Teme que los animales puedan llegar a estrangularse con ellas.


Dada la propensión del perrito a lanzarse en cualquier dirección, tenía sentido contar con un collar y una correa que no dañaran su cuello.Paula no podía oponerse.


—De acuerdo, ¿cuánto debo por el collar y la correa? —preguntó.


—Nada —contestó Erika. La respuesta se repetía.


—Tienen que costar algo —insistió Paula, a quien tanta amabilidad empezaba a parecerle ridícula.


Toda su vida había tenido que pagar, a veces muy caro, por cuanto había necesitado o utilizado. Aceptar algo, ya fuera un servicio prestado o un artículo, sin pagar su precio no le parecía correcto. Además ofendía a su sentido de la independencia.


—Muy poco —le dijo Erika. Al ver que la mujer la miraba con escepticismo, se explicó—: El doctor Alfonso compra cajas enteras, como regalo para los clientes. Considéralo un gesto de buena voluntad —le aconsejó.


Paula lo veía como un gesto de caridad que la ponía en deuda, aunque para el veterinario fuera un gesto sin importancia. Decidió intentarlo por última vez.


—¿Estás segura de que no puedo pagar, hacer una contribución a vuestro fondo para animales abandonados, o algo así?


—Estoy segura —contestó Erika. Señaló la pantalla de su ordenador para dejarlo claro—. Lo dice aquí: «sin cargo». Presionó dos teclas y la impresora que había a un lado escupió una copia impresa del documento. Entregó la hoja a la cuidadora del perrito—. ¿Lo ves? —preguntó Erika con una sonrisa.


Paula aceptó la hoja. Dado que no le permitían pagar ni la consulta ni los dos objetos que tenía en la mano, hizo lo único que podía hacer, dar las gracias.


—De nada —contestó Erika. Salió de detrás del mostrador y se acercó al labrador, que seguía tirando de la cuerda con todas sus fuerzas.


—¿Por qué no le pongo el collar mientras tú lo sujetas? —sugirió Erika—. Así no podrá escapar.


—Eres como un ángel caído del cielo —Paula suspiró con alivio. Había estado preguntándose cómo sustituir la cuerda por el collar y la correa que acababa de recibir sin que el perrito corriera como un loco hacia la libertad.


—No, solo soy la recepcionista de una clínica veterinaria con bastante experiencia en estos temas —corrigió Erika con modestia.


Tardó menos de un minuto en poner el collar al perro y enganchar la correa. Solo entonces, soltó la cuerda. Un momento después, colgaba, lacia e inútil, de la mano de Paula.


Paula la dejó en el mostrador.


—Bueno, ya estáis listos para salir —dijo Erika, poniéndose en pie. En cuanto acabó de hablar, Jonathan se lanzó hacia la puerta como un poseso—. Creo que Jonathan está de acuerdo —rio Erika—. Espera, te sujetaré la puerta —ofreció.


En cuanto la puerta dejó de ser un obstáculo, el perro se lanzó hacia la libertad del mundo exterior. Paula estuvo a punto de perder el equilibrio.


—¡Adiós! —gritó por encima del hombro, trotando tras el perro y esforzándose para no acabar en el suelo. Jonathan parecía no ser consciente de que intentaba sujetarlo.


—Les doy dos semanas. Un mes como mucho —murmuró Erika para sí. Movió la cabeza, cerró la puerta y volvió tras el mostrador.



****


En cuanto ella y su energético y peludo acompañante volvieron al local de catering de Teresa, sus colegas de trabajo los rodearon. Todos le lanzaban preguntas sobre la visita de Jonathan a la nueva clínica veterinaria. El perro era el centro de atención y parecía disfrutar ladrando y lamiendo las manos que se extendían para acariciarlo.


Para su sorpresa, Paula descubrió que era la única de la plantilla que nunca había tenido una mascota; si obviaba los dos días, hacía veinte años, que cuidó de un pez de colores.


En consecuencia, aunque Jonathan tenía prohibida la entrada a la cocina, por cuestiones tanto prácticas como sanitarias, se le permitió correr libremente por el resto del local. Todo el mundo, Teresa incluida, lo acariciaba, jugaba con él y le daba comida. En pocos minutos se había convertido en la mascota de la empresa.


Como no tenían programado ningún catering hasta la tarde siguiente, el ambiente en el local no era tan tenso y ajetreado como otras veces. Alfredo y su equipo estaban en la fase de planificación y preparación del menú del día siguiente. Samuel Collins, el encargado de las bebidas, había salido a comprar los vinos y licores que se servirían en la celebración. Paula estaba en la fase semifinal de preparación, diseñando los postres que crearía para la ocasión.


Teresa, que supervisaba los progresos del personal, vio que Paula, además de planificar, había horneado una bandeja de pastas, ligeras como el aire y rellenas de crema.


—¿Has decidido hacer una prueba? —preguntó Teresa, acercándose a la joven.


—En cierto modo —contestó Paula. Después, dado que Teresa, más que jefa, era como una madre para ella, hizo una pausa y le contó lo que tenía en mente—. ¿Recuerdas que me recomendaste un veterinario para Jonathan?


La expresión de Teresa se mantuvo inescrutable, aunque su mente se aceleró. Temía que hubiera surgido algún problema u obstáculo que pudiera interponerse con el plan de Maria.


—¿Sí?


—No me dejó pagarle por la consulta —dijo Paula, con el ceño fruncido.


—¿En serio? —Teresa hizo lo posible por sonar sorprendida e incrédula, en vez de triunfal y esperanzada, que era como se sentía en realidad.


—En serio —repitió Paula—. No me gusta deberle nada a nadie —añadió.


—Cielo, a veces hay que aceptar lo que la gente nos regala —empezó Teresa. Paula la interrumpió.


—Lo sé. Por eso estoy haciendo esto —señaló la bandeja que acababa de sacar del horno—. He pensado que, ya que dispensó gratis sus conocimientos veterinarios, debería devolverle el favor y llevarle una muestra de mi especialidad como regalo.


A esas alturas, Teresa sonreía de oreja a oreja. No pudo evitar pensar que Maria había acertado una vez más.


—Me parece una idea muy razonable —corroboró. Echó un vistazo a su reloj. Eran casi las cuatro de la tarde. Maria había mencionado que Pedro cerraba la clínica a las seis. No quería que Paula se perdiera la ocasión de volver a verlo—. Como hoy no tenemos ningún catering, ¿por qué no aprovechas para volver a la clínica y llevarle las pastas al veterinario mientras aún estén calientes? —sugirió.


Paula esbozó una sonrisa de agradecimiento, eso era justo lo que deseaba hacer. Pero antes tenía que ocuparse de un detalle más que insignificante. Miró a su alrededor.


—¿Dónde está Jonathan?


—Mariana lo mantiene ocupado —aseguró Teresa, refiriéndose a una de las camareras de la plantilla. La rubia jovencita también se ocupaba de la barra de bar cuando Samuel estaba liado con otras cosas—. ¿Por qué? —sonrió—. ¿Estás preocupada por él?


—No quiero dejarlo aquí solo mientras voy a la clínica —no quería ni empezar a explicar la cantidad de desperfectos que el perrito podía ocasionar en un periodo de tiempo muy corto.


—No esta solo —la contradijo Teresa—. Hay alrededor de ocho pares de ojos puestos en él en todo momento. Si acaso, podría sentirse demasiado vigilado. Vete, llévale al veterinario tus pastas de agradecimiento. Me da la impresión de que es muy posible que se las haya ganado —especuló.


—Si no te importa —Paula la miró titubeante.


—Si me importara, no estaría empujándote hacia la puerta —apuntó Teresa—. ¡Vete ya! —ordenó.


Paula salió antes de que acabara de hablar.





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