jueves, 5 de marzo de 2015
¿ME QUIERES? : CAPITULO 27
No iba a venir. Pedro estaba en medio del pasillo de la oficina del registro en la que iban a casarse mientras procesaba la información que acababa de recibir. Paula no había aparecido, según el chofer que había enviado a buscarla. La llamó al móvil y no obtuvo contestación. Llamó entonces a recepción y le dijeron que se había marchado hacía más de dos horas.
Lo primero que sintió fue rabia, una rabia que le recorrió las venas como si fuera ácido sulfúrico. Lo segundo fue desesperación. Eso le resultaba más difícil de manejar.
Le había dejado. Paula Chaves, su preciosa y recatada griega que llevaba dentro una mujer apasionada. Ni todas las chaquetas abrochadas hasta el cuello del mundo podrían ocultar su deslumbrante belleza ni su fulgor.
La gente pasaba a su lado en el pasillo, siguiendo adelante con su vida y su trabajo, y Pedro se sintió de pronto vacío.
Como si Paula se hubiera llevado la luz al marcharse. No lo entendía. ¿Por qué se había ido, si aquella boda era tan importante para ella?
Siempre había sabido que ella lo hacía por razones que no tenían nada que ver con él. Saber que podía contar con él o no a su antojo le había molestado en el orgullo. Pero ¿le había dado razones para que actuara de otra forma? Su mayor temor era ser un mal padre. El segundo, desilusionar a Paula.
Y ella le había echado de su vida dos veces. La primera se sintió furioso y decepcionado. En ese momento, como si le hubieran pegado un puñetazo en el estómago. Sabía lo que tenía que hacer.
Tenía que ir tras ella. Tenía que detenerla antes de que se marchara. Era lo único que acabaría con el dolor que sentía.
¿Qué le diría? Pensó en las palabras adecuadas. Tenía que decirle que podía ser mejor persona y que quería que ella le diera una oportunidad. Que sabía que con ella al lado sería capaz de cualquier cosa. No estaba destinado a ser como su padre, ni condenado a una vida de relaciones vacías y malas decisiones.
Pedro avanzó por el pasillo y bajó las escaleras. Fuera llovía, pero él no tenía tiempo para esperar a su chofer, así que paró un taxi. El trayecto al aeropuerto de Heathrow fue eterno y, cuando por fin llegó entró a toda prisa en la terminal, compró un billete para Amanti. Era la única forma de pasar por los controles de seguridad y poder verla. Se dirigió directamente a la sala vip y se acercó al mostrador.
–Lo siento, señor –le dijo el agente cuando le contó lo que quería–. Pero el avión está ya en la pista.
Pedro sintió deseos de agarrar al agente por las solapas de la chaqueta y exigirle que mandara parar al avión, pero sabía que así solo conseguiría pasar unos días en la celda de una cárcel. Así que le dio un puñetazo al mostrador y volvió a salir a la lluvia con las manos en los bolsillos y el estómago rumiando de rabia. Finalmente se subió a un taxi y le pidió que le llevara a Knightsbridge.
Le había dejado. Le había dejado en el metafórico altar y había salido huyendo en el último minuto. Porque sabía que sus relaciones con las mujeres nunca habían trascendido del plano físico. No sabía cómo compartir su mundo interior.
Pero lo había intentado. Con ella lo había intentado y no había servido de nada. Paula había visto su alma herida y había dicho que no. De ninguna manera.
Pedro no se molestó siquiera en secarse cuando entró en el apartamento de su padre. Se sirvió un vaso de whisky y se dejó caer en el sofá. Las gotas de lluvia le resbalaban por la cara y le caían en la ropa ya mojada.
Omar se lo encontró así horas más tarde, todavía sentado y mirando al infinito. Se le había secado la ropa y se le había acartonado sobre la piel. Pero no le importaba.
–¿Qué te ha pasado, muchacho? –inquirió su padre acercándose y retirándole el vaso vacío.
Pedro alzó la vista y parpadeó. Le ardían los ojos.
–Tengo lo que me merezco. Ya me tocaba –dijo.
–¿De qué diablos estás hablando?
–Paula me ha dejado.
Omar empujó el labio inferior hacia fuera.
–Entiendo –se apoyó en la esquina de la mesa que más cerca estaba de Pedro–. ¿La amas?
Pedro llevaba horas pensando en ello.
–Sí, creo que sí.
–¿Lo crees o lo sabes?
Pedro se frotó los ojos y la frente.
–¿Cómo puede saberse? –sabía que le estaba preguntando al hombre equivocado, no solo porque Omar parecía llevar una política de puertas abiertas respecto al amor, sino también porque nunca le había dado ningún consejo importante. Pero el niño pequeño que había en él todavía deseaba que sucediera. Quería que su padre fuera un padre por una vez, no un compañero de correrías.
Omar suspiró y se frotó las rodillas.
–Se sabe porque cuando se va duele mucho –se llevó un puño al torso, justo debajo de las costillas–. Aquí. Duele y no se quita por mucho que bebas ni por mucho sexo que tengas con otras mujeres. Lo único que lo puede apaciguar es el tiempo, pero sigue doliendo.
Pedro parpadeó.
–¿Por quién sientes tú eso? –estaba muy sorprendido por lo que Omar acababa de contarle.
Su padre se echó hacia atrás con las manos todavía en las piernas.
–Bueno, ese es mi secreto. Solo te diré que lo estropeé todo. Pero tú puedes arreglar esto, Pedro. Ve tras ella y dile lo que sientes.
Como si fuera tan fácil. Lo había intentado, pero no había funcionado. Paula le había dejado sin decir una palabra. No le había dado una oportunidad y estaba muy enfadado por ello.
–¿Y si a ella no le importa?
Fue entonces cuando Omar dijo lo frase más profunda que Pedro le oiría decir jamás, aunque ambos vivieran otros cien años.
–Si no le importara, no creo que se hubiera ido. Las mujeres no huyen si no tienen miedo de algo. Si solo buscara tu dinero o tu apellido, habría pronunciado los votos con la rapidez de un rayo, te lo aseguro.
Omar se puso de pie y le puso a Pedro la mano en el hombro.
–Te quiero, Pedro. Sé que no siempre me he portado bien contigo, pero te quiero. Serás un padre maravilloso, no porque hayas tenido un buen ejemplo sino por cómo eres por dentro. Todo lo que haces lo haces bien.
Pedro sintió el picor de las lágrimas en los ojos.
–¿Por qué no me habías dicho esto nunca?
Era algo extraordinario. Y lo suficientemente extraño como para pensar que estaba soñando.
Omar se encogió de hombros.
–Porque no estaba seguro de cómo te lo ibas a tomar. Eres muy independiente, en eso has salido a tu madre. Y tan competente que a tu lado me siento un poco inferior. Es duro admitir que los hijos saben más que uno. Si hubiera abierto la boca para sacarte de dudas, ¿me habrías respetado?
Pedro negó con la cabeza.
–No. Me parecía más fácil pasar tiempo contigo y confiar en que supieras lo orgulloso que estoy de ti. No puedo cambiar el pasado, pero puedo hacerte saber que estoy aquí. He cometido errores, pero te quiero.
Una punzada de vergüenza atravesó la conciencia de Pedro.
–Cuando la historia saltó a los periódicos, me pregunté por un instante si serías tú quien la había filtrado inadvertidamente.
Ya sabía que no, pero en quien primero había pensado era en su padre. Le carcomía la culpa, especialmente después de lo que Omar acababa de decirle.
Su padre volvió a encogerse de hombros.
–Es normal. ¿Qué otra persona tenía tantas probabilidades de emborracharse y abrir la boca? –le dio una palmadita a Pedro–. Pero he mejorado. No he sido yo, aunque no te culpo por haberlo pensado.
Omar se dirigió al ascensor y Pedro se puso de pie para verle marcharse.
–Papá –dijo cuando se abrieron las puertas y su padre entró.
Omar se dio la vuelta con el dedo en el botón. Había muchas cosas que Pedro quería decirle, muchas cosas que quería saber. Aquella relación tenía mucho trabajo por delante y tal vez siempre sería así. Pero habían dado un paso que Pedro nunca pensó que darían y solo hacía falta una respuesta.
–Gracias.
El otro hombre sonrió. Entonces las puertas se cerraron y desapareció.
miércoles, 4 de marzo de 2015
¿ME QUIERES? : CAPITULO 26
–Lo siento, Paula –murmuró Pedro con la voz entrecortada por la furia–. Confiaba en que tuviéramos más tiempo.
Ella estaba todavía tratando de procesarlo.
–Nos hicieron una foto besándonos frente a la consulta del doctor Clemens. ¿Cómo se han enterado tan pronto? ¿Y por qué han esperado para utilizarlo?
Pedro volvió a maldecir y se pasó una mano por el pelo.
Parecía furioso. En cambio ella no sentía nada. O mejor dicho, se sentía entumecida. No era lo que esperaba sentir.
No era lo que lo que sintió cuando vio las fotos de Ale y Alicia junto con el titular en que la calificaban de novia abandonada. Aquello resultó humillante, no cabía duda. Pero esto… esto era una violación. De su vida, de la vida de su bebé. De la de Pedro.
Él se acercó, le puso las manos en los hombros y la obligó a mirarle.
–No importa, Paula, vamos a casarnos dentro de cinco días. Simplemente, tendremos que enfrentarnos a ello antes de lo previsto.
Todos sus planes se habían ido al garete. Ella quería casarse cuanto antes para que cuando se le notara el embarazo hubiera al menos dudas. Claro, cuando naciera el bebé cualquiera podría echar la cuenta y averiguarlo, pero para entonces habrían pasado muchos meses y ella sería una mujer casada con un niño recién nacido.
–¿Cómo se han enterado tan pronto? –repitió.
Pedro apretó los labios.
–No lo sé, pero voy a averiguarlo.
Ella alzó la mano. El anillo brillaba resplandeciente bajo la luz de la mañana. La noche anterior Paula se había sentido muy especial cuando la llevó a cenar al restaurante vacío y le dio aquel anillo. Todo fue romántico y perfecto, pero era falso. Falso porque el matrimonio ya estaba concertado.
Pero a ella no le había importado cuando la besó y la llevó al hotel. Pedro había destruido todas las ideas que ella tenía sobre cómo debía ser aquella relación. Había derribado las barreras, la había desnudado y se había abierto camino en su alma. Pedro era parte de ella en muchos sentidos, y le amaba. Tras la noche anterior confiaba en que todo saliera bien. Que sería feliz y que Pedro sería feliz con ella.
Hasta que leyó el periódico y se dio cuenta de que su secreto había sido revelado. Nadie creería que había algo entre ellos aparte del deber que tenían hacia el niño. No debería importarle, pero le importaba. ¿Cómo iban a ser felices si su matrimonio empezaba bajo una nube de sospechas y escándalo? ¿Cómo iba a estar segura alguna vez de que Pedro no estaba resentido con ella debido a las circunstancias de su matrimonio?
Con el paso de los días el escándalo se hizo mayor. Los habituales rumores se mezclaron con las medias verdades y todo se desbordó. Ella se negó a hablar con la prensa y Pedro también, así que se inventaron cosas. Encontraron testigos falsos, pagaron a porteros y camareros para que hablaran, y todo lo que dijeron fue falso y escandaloso.
Pedro se volvió frío y distante. No habían vuelto a pasar la noche juntos desde que salió la historia. Y para disgusto de Paula, aparecieron fotos de su maravillosa velada. Alguien captó con un teleobjetivo a través de la ventana el momento en el que Pedro la besó apasionadamente antes de llevarla al hotel.
Todo era una cuestión de apariencias, de hacer creer a todo el mundo que eran muy felices. Pedro la llevaba a cenar, al teatro y a los actos sociales a los que tenían que asistir. Los fotógrafos los perseguían por todas partes con sus flashes y los periodistas los acribillaban a preguntas.
Paula no decía nada. Pedro la guiaba por el campo de batalla con una mano firme en la espalda o tomándole la suya. No hacía ningún comentario, excepto en una ocasión en la que se detuvo de golpe cuando un reportero le preguntó qué se sentía al verse atrapado en el matrimonio por una cazafortunas extranjera. Paula le tomó del brazo y le urgió a seguir andando. Tras un instante en el que ella sintió la tensión de su cuerpo como si fuera un arco a punto de quebrarse, Pedro hizo lo que le pedía y siguió caminando.
Sus padres la llamaron. Estaban asombrados, ultrajados y decepcionados. Y sin embargo, cuando su madre empezó a regañarla por su impulsiva naturaleza, su padre murmuró una palabrota entre dientes. Entonces se hizo un silencio pesado.
–Paula –dijo instantes después su padre al teléfono mientras su madre lloraba al fondo–. Eres nuestra hija y te queremos. Si este hombre no es lo que quieres, vuelve a casa. Cuidaremos de ti.
Ella apretó con fuerza el teléfono.
–Voy a casarme, papa. Eso es lo que quiero.
–De acuerdo –afirmó él con solemnidad–. Entonces estamos contentos.
Paula colgó entonces sintiéndose triste por lo que les estaba haciendo pasar. Y más todavía porque su boda con Pedro hubiera quedado oscurecida por el embarazo.
La noche antes de la ceremonia civil,Pedro tenía una cena de trabajo en un ático con vistas al Támesis. Paula le acompañó porque se lo pidió, ya que iban a ir las esposas.
Cuando entraron en el ático las conversaciones quedaron interrumpidas y una docena de caras se giraron hacia ellos.
Se hizo un silencio incómodo hasta que un hombre se levantó, estrechó la mano de Pedro y le dio la bienvenida a la reunión. El hielo quedó roto y la gente volvió a comportarse con normalidad otra vez, charlando en pequeños grupos hasta que llegó la hora de la cena. A Paula le tocó sentarse bastante lejos de Pedro.
Se sentía incómoda, aislada, y le miró de reojo. Pedro se reía con facilidad, hablaba con las personas que tenía al lado. Paula habló un poco con el anciano que tenía a la derecha. La mujer de la izquierda la ignoró completamente.
Sintió las miradas clavadas en ella toda la noche. Aquella gente no podía estar escandalizada, de eso estaba segura.
Eran tan ricos y famosos como ellos. Estaba segura de que algunos habrían sido también víctimas de la prensa en el pasado. No, era el modo en que les miraban a Pedro y a ella, sin duda preguntándose si su matrimonio duraría.
Por el momento todos sabían que habían naufragado juntos en una isla. Y que habían tenido relaciones sexuales. Paula estaba embarazada y Pedro iba a hacer lo correcto. Pero pobre hombre, ¿de verdad quería casarse con una mujer tan estirada? Ella lo estaba intentando, pero seguía siendo la misma de siempre. Le seguían gustando los calendarios, las agendas y los planes anticipados. Así se sentía asegura y no pediría disculpas por ello. Pero últimamente se había permitido vestirse de color, e incluso había llegado a mostrar un poco de piel en los hombros. Pedro había hecho que se sintiera bella. Aquella noche llevaba un vestido rosa pálido de tirantes finos y un bolero.
Pero todavía seguía poniéndose las perlas y tenía la espalda rígida.
Qué estupidez haber pensado que algún día sería una buena reina. A pesar de toda su preparación, no sabía relajarse. Se mostraba tensa, formal e incómoda cuando creía que la gente la estaba escudriñando. Como habrían hecho constantemente si se hubiera casado con Ale.
Ocultó un bostezo tras la mano y consultó el reloj. Eran las once menos cuarto. Pedro se zafó de la conversación que estaba teniendo y se acercó a ella como si hubiera percibido su incomodidad.
–¿Estás cansada?
–Sí. Quiero volver al hotel y meterme en la cama –dijo.
«Contigo», añadió para sus adentros.
Pedro se despidió de los anfitriones y poco después estaban sentados en silencio en la limusina. Paula volvió a bostezar.
Quería que la abrazara, que la acunara y apoyar la cabeza en su hombro. Quería el calor y la felicidad que habían compartido aquella noche juntos. Pero eso no iba a suceder.
Al parecer Pedro se arrepentía de aquella noche, mientras que para ella había sido una de las mejores de su vida.
Durante unos instantes llegó a creer que su matrimonio podría funcionar.
Que Pedro la amaba tanto como ella a él.
Pero Pedro siguió allí sentado, frío y distante, y ella fue incapaz de romper el silencio. Incapaz de decir las palabras adecuadas para que todo volviera a ser como fue cuando la había llevado a cenar cuatro noches atrás y le dio el anillo de compromiso.
–Ha sido una velada agradable –dijo Paula rompiendo el silencio.
–¿Sí? Pensé que no te lo estabas pasando bien –aseguró
Pedro girándose para mirarla–. Apenas has dicho una palabra en toda la noche.
–Eso no es verdad –respondió ella–. Hablé con varias personas. Pero la mujer que se sentó a mi izquierda durante la cena era bastante difícil.
–Seguramente porque salimos una vez hace tiempo.
Paula parpadeó. Una espiral de rabia se desató en su interior. Y le dolió.
–Vaya, tendría que habérmelo imaginado. Pedro el afortunado ataca de nuevo.
–Lo siento, Paula.
–¿Qué es lo que sientes? –preguntó ella tratando de mantener un tono alegre–. No puedes evitar haberte acostado con medio Londres. Con medio planeta, diría yo.
–Siento no haberte advertido cuando la vi esta noche. No me gustó que te sentaran a su lado, pero cada vez que miraba hacia ti parecías estar bien.
–Sin duda gracias a mi preparación. Soy una diplomática nata –no era cierto, pero no pensaba reconocer aquel fallo en particular en aquel momento.
–No volverá a ocurrir. Te lo aseguro.
–¿Y cómo vas a hacerlo, casanova? ¿Vamos a evitar todos los compromisos sociales en los que esté presente alguna mujer con la que te hayas acostado? Entonces me temo que no iremos nunca a ninguna parte.
Pedro le tomó la mano. Ella dio un respingo ante su contacto. Habían pasado días desde que la tocó por última vez.
–Estás nerviosa y molesta. Lo entiendo. Pero superemos el día de mañana, ¿de acuerdo? A partir de entonces tendremos tiempo de sobra para arreglarlo todo.
Superar el día de mañana.
–Por supuesto –dijo Paula retirando la mano de la suya.
Quería superar el día de mañana. Como si fuera una desgracia que tuviera que soportar. Una sentencia que cumplir. Un castigo. Le dolió.
Llegaron al Crescent y Pedro la ayudó a salir del coche. Ella dio un paso atrás cuando pisaron la alfombra roja que llevaba a la puerta del hotel. Un flash iluminó la noche y fue seguido de otro y después de otro más. Pedro la urgió a entrar en el vestíbulo de mármol y cristal. En cuanto estuvieron fuera de la vista de los fotógrafos, Paula se soltó de su brazo.
–Despidámonos aquí –le pidió. Necesitaba distanciarse un poco de él. Pensar y planear.
Pedro frunció el ceño. A ella le pareció que iba a negarse, pero entonces él alzó la cabeza.
–Muy bien. Te recogeré mañana a las diez.
Paula agitó la mano como si fuera una bagatela.
–No es necesario, Pedro. La oficina del registro está muy lejos de tu oficina. Me reuniré contigo allí a las diez y media. Así preservaremos el misterio, ¿de acuerdo?
Pedro frunció el ceño.
–¿El misterio?
–Si nos casáramos por la Iglesia, no podrías ver mi vestido hasta que avanzara por el pasillo. Mantengamos las formas.
A Pedro no se le borró el ceño, pero asintió.
–Si eso es lo que quieres, te mandaré un coche.
–Muy bien –entonces Paula se acercó a él y atrajo la cabeza de Pedro hacia la suya. Le besó con pasión contenida, disfrutando del gemido gutural que emitió él.
Le deslizó la lengua en la boca y Paula estuvo a punto de creer que la necesitaba tanto como ella a él.
Pero no era así. O al menos no de la misma manera. Paula dejó de besarle, se estiró la chaqueta y le dio las buenas noches.
Pedro la vio entrar en el ascensor. Las puertas se cerraron y ella se apoyó en una esquina, apretándose el puño contra la boca para no llorar.
Todo estaba mal. Una vez más, todo estaba mal.
¿ME QUIERES? : CAPITULO 25
La mañana llegó demasiado pronto. Paula se despertó lentamente al aspirar el aroma a café. Sentía el cuerpo más relajado que nunca, era como una masa de terminaciones nerviosas satisfechas.
Se giró en la cama y no encontró más que almohadas y sábanas. Pedro ya se había levantado. El corazón le dio un vuelco al pensar en él la noche anterior, en toda aquella gloriosa lujuria masculina centrada en su afortunado cuerpo.
La había tomado con pasión animal contra la puerta y otra vez en la cama, sin darle cuartel mientras la llevaba hacia el orgasmo una y otra vez. Pero por la mañana, poco después del amanecer, le había hecho el amor con mucha más ternura.
Paula había disfrutado de cada instante, quería volver a vivirlo aunque hubiera sucedido hacía solo unas horas. Pero ¿acaso no había sido así también en la isla? El calor se apoderó de ella al recordarlo.
Dicho con pocas palabras, Pedro Alfonso era una droga de la que no quería desengancharse.
Su droga particular entró entonces con dos tazas de líquido humeante. No llevaba puesto absolutamente nada y a Paula le dio un vuelco al corazón.
–No habrás abierto así la puerta, ¿verdad? –le preguntó.
Pedro sonrió.
–Por supuesto que no, nena. Llevaba una toalla. Pero al parecer se me ha caído. Seguramente quería impresionarte.
–Qué afortunada soy.
Pedro se inclinó para besarla y luego le pasó la taza de café.
–Desde luego que lo eres –afirmó–. Por cierto, es descafeinado. Con leche y azúcar, como te gusta.
Ella le dio un sorbo y bajó las pestañas. Pedro sabía cómo le gustaba el café. Eso le provocó un tirón en el pecho, pero se dijo que no debía ver más de lo que había. Solo era café, nada más. No era una declaración de amor.
Amor. El estómago le dio un vuelco. El sentimiento era todavía tan nuevo, tan fuerte, que a veces todavía le provocaba un nudo en la garganta. Quería decírselo a Pedro, soltar las palabras y liberarse del dolor que le provocaba tenerlas allí retenidas, pero también le daba miedo. Le daba miedo que él no sintiera lo mismo, que la mirara con compasión y dijera algo educado.
No podría soportarlo. Mejor guardar silencio y confiar en que sintiera lo mismo que hablar y descubrir que no era así.
Extendió la mano y le tocó el tatuaje del abdomen. Él apretó los músculos en respuesta
–Ten cuidado o despertarás al dragón dormido –susurró.
–Creo que puedo lidiar con un dragón –replicó ella arqueando una ceja.
Pedro sonrió.
–Claro que puedes, dama dragón.
–¿Por qué te hiciste este tatuaje?
Él se encogió de hombros y se sentó en la cama a su lado con la taza de café.
–Una decisión juvenil, sin duda alentada por el alcohol.
–No puedes hacerte un tatuaje estando borracho, Pedro. Ningún artista te lo haría.
–No, no estaba borracho. Ojalá lo hubiera estado porque me dolió mucho. Pero creo que fue una apuesta estando borracho lo que me llevó a hacérmelo.
–Podrías haber dicho que no –señaló ella.
–Hice una apuesta, Paula. No podía desdecirme.
A ella se le aceleró el corazón al pensar en que Pedro hiciera algo que no quería solo porque había dado su palabra. No quería pensar en las implicaciones de su situación actual. El pulso le latió con fuerza en los oídos.
–¿Siempre haces lo que prometes, aunque sea una mala idea?
–Me gusta pensar que no me comprometo a cosas que son malas ideas. El tatuaje es bonito y no me arrepiento en absoluto de habérmelo hecho.
Sin embargo, era inevitable que se arrepintiera de algunas cosas. ¿Sería ella una? Aquella mañana estaba más vulnerable que de costumbre.
–Pero supongo que habrá cosas de las que al final te hayas arrepentido, ¿no?
Pedro dejó la taza en la mesilla de noche.
–¿Y quién no? Así es la vida, nena.
Paula debió fruncir con fuerza el ceño, porque él se inclinó y le quitó la taza de las manos. Entonces la besó hasta que ella se le agarró con los labios, las manos y el cuerpo. Hasta que el deseo cobró vida en su interior.
Pero en lugar de ponerse encima de ella y volver a hacerle el amor, se levantó de la cama.
–Vamos, tienes que comer algo. Ha pasado mucho tiempo desde la cena.
Paula trató de no sentir dolor al ser rechazada, aunque en
realidad no era un rechazo sino más bien un aplazamiento.
Apartó de sí las sábanas, decidida a ser fuerte, y se puso la bata.
–Fuiste tú quien interrumpió el postre –le recordó.
–¿Ah, sí? Y yo que pensé que te había dado un postre mucho más satisfactorio…
Paula se rio mientras se ataba el cinturón de la bata.
–Cuánta arrogancia –bromeó aunque sentía el corazón pesado–. A lo mejor hubiera preferido la tarta de queso.
Pedro estaba delante de ella con su magnífico cuerpo todavía desnudo.
–Debes reconocer que valió la pena la interrupción.
–No se me ocurriría negarlo –aseguró Paula.
Le dejó vistiéndose y se acercó a la mesa del desayuno.
Había huevos, salchichas, tomates y tostadas bajo las cubiertas de plata. Los periódicos estaban doblados en la mesa auxiliar y ella los agarró, preguntándose qué tonterías diría la prensa sobre Pedro y ella. Era mucho pedir que hubieran perdido el interés, por supuesto. La prensa de Santina no tenía nada más que hacer, y ella siempre aparecía en portada. Los periódicos sensacionalistas ingleses no eran mejores, pero era cuestión de cara o cruz.
Pero no aquel día, descubrió en cuanto abrió el primero.
Leyó el titular de portada de carrerilla una y otra vez hasta que Pedro se lo quitó de las manos soltando una palabrota.
Pero ya era demasiado tarde. Las palabras se le habían quedado grabadas en el cerebro. ¿Cómo podía ser de otra manera?
Pedro el afortunado se queda sin suerte. ¡La novia abandonada está embarazada!
¿ME QUIERES? : CAPITULO 24
Pedro no se la llevó a su casa. No porque no quisiera que estuviera allí, sino porque era el apartamento de Omar. Y Omar había llevado allí a muchas mujeres, tanto cuando estaba casado como cuando no. Pedro sospechaba que seguía haciéndolo, aunque no cuando su hijo estaba en la ciudad.
Llevar allí a Paula no estaría bien. No era ninguna aventura.
Era la madre de su hijo. Su futura esposa. La llevó de regreso al Crescent. Hicieron el recorrido en silencio, sentados el uno frente al otro en la limusina. Pedro hizo un esfuerzo por no arrancarle el vestido y poseerla dentro del coche que atravesaba las calles de Londres en la noche.
No sabía por qué Paula mantenía las distancias. Tal vez por la misma razón.
Subieron al ascensor cada uno en un extremo mientras el ascensorista dejaba entrar y salir a los clientes. Pedro quería echar a todo el mundo a patadas y subir a toda prisa a la quinta planta, pero se conformó con mirar a Paula. Ella le miraba de vez en cuando con su hermoso rostro sonrojado.
La deseaba tanto que estaba empezando a pensar que tal vez se avergonzara a sí mismo una vez dentro de ella.
Cuando llegaron a la quinta planta, la tomó en brazos mientras ella suspiraba y se dirigió con paso firme a la puerta. Pedro pensó en cachorritos, en campos soleados, en vacas paciendo tranquilamente… en cualquier cosa excepto en la mujer que tenía en brazos. Era demasiado consciente de su cercanía. La tenía en la sangre, en los huesos y la deseaba con toda su alma. Pero tenía que pensar en otras cosas o su noche de felicidad se quedaría reducida a un minuto o dos de coito acelerado.
Llegaron a la puerta y, tras deslizar la llave de tarjeta en la ranura entraron. En cuanto se cerró la puerta, la ansiosa boca de Pedro se fundió en la suya. Gimió al dejarla en el suelo y le apoyó la espalda contra la puerta en cuanto entraron.
Paula le agarró la chaqueta del esmoquin y se la sacó por los hombros hasta que la dejó caer a los pies. Luego siguió con el cinturón. Pedro encontró la cremallera del vestido y se la bajó, deslizándole la prenda por los exuberantes senos hasta que la obligó a quitárselo, –Hermosa Paula –murmuró dejando el vestido en una silla.
Ella se quedó con el conjunto azul eléctrico y los tacones que Pedro había escogido para ella. Estaba más bella de lo que nunca pudo haber soñado. A pesar de sus protestas, le dio la vuelta para poder ver su precioso trasero con el tanga.
Pedro se puso de rodillas y le recorrió las nalgas con la boca mientras ella gemía. Nunca había visto nada tan hermoso como el cuerpo de Paula. Tenía la piel dorada y suave, y deseaba tocarla eternamente. Quería explorar cada centímetro mientras ella gemía, sollozaba y le rogaba que la tomara.
–Pedro –susurró Paula cuando le bajó el tanga.
Él puso la boca en la espalda y le deslizó la lengua por la espina dorsal. Luego le mordisqueó el lóbulo mientras sus dedos daban con su punto más sensible y se lo acariciaban.
–¿Me deseas, Paula?
Ella asintió con los ojos cerrados y la mejilla apretada contra la puerta.
–Dímelo –le pidió Pedro.
–Te deseo. Te deseo mucho.
Pedro aumentó la presión de los dedos cuando ella empezó a gemir. Se hizo añicos con un grito agudo y entonces la giró y le quitó el tanga mientras se bajaba los pantalones y le ponía la mano bajo los calzoncillos para agarrara su erección.
Paula emitió un gemido de aprobación. Y entonces él le agarró las nalgas y la levantó apoyándola contra la puerta.
Paula le rodeó el cuerpo con las piernas.
Un instante después, Pedro la penetró con todas sus fuerzas. Ella le recibió con ansia, con el cuerpo tan húmedo y dispuesto que Pedro gimió. Lo que estaba sintiendo era demasiado para poder procesarlo, así que lo dejó a un lado y se centró en lo que mejor sabía hacer.
–Pedro –gimió mientras la embestía una y otra vez–. Sí, sí, sí.
Él perdió la cabeza. La poca que le quedaba. La penetró con toda la precisión y la desesperación que pudo. Nunca se había sentido tan bien, nunca había deseado tanto que aquello continuara sin fin. Nunca le había importado más el placer de otra persona que el suyo.
Cuando Paula alcanzó el clímax, él lo supo. Su cuerpo se apretó contra el suyo cuando la embistió.
–¡Pedro! –gritó–. ¡Pedro!
Él la agarró con más fuerza, la penetró hasta que hubo acabado, hasta que llegó al orgasmo en una cálida avalancha que le dejó sin respiración. Y luego la estrechó entre sus brazos, la llevó a la cama de matrimonio que había en la habitación de al lado y volvió a repetirlo todo.
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