jueves, 5 de marzo de 2015
¿ME QUIERES? : CAPITULO 27
No iba a venir. Pedro estaba en medio del pasillo de la oficina del registro en la que iban a casarse mientras procesaba la información que acababa de recibir. Paula no había aparecido, según el chofer que había enviado a buscarla. La llamó al móvil y no obtuvo contestación. Llamó entonces a recepción y le dijeron que se había marchado hacía más de dos horas.
Lo primero que sintió fue rabia, una rabia que le recorrió las venas como si fuera ácido sulfúrico. Lo segundo fue desesperación. Eso le resultaba más difícil de manejar.
Le había dejado. Paula Chaves, su preciosa y recatada griega que llevaba dentro una mujer apasionada. Ni todas las chaquetas abrochadas hasta el cuello del mundo podrían ocultar su deslumbrante belleza ni su fulgor.
La gente pasaba a su lado en el pasillo, siguiendo adelante con su vida y su trabajo, y Pedro se sintió de pronto vacío.
Como si Paula se hubiera llevado la luz al marcharse. No lo entendía. ¿Por qué se había ido, si aquella boda era tan importante para ella?
Siempre había sabido que ella lo hacía por razones que no tenían nada que ver con él. Saber que podía contar con él o no a su antojo le había molestado en el orgullo. Pero ¿le había dado razones para que actuara de otra forma? Su mayor temor era ser un mal padre. El segundo, desilusionar a Paula.
Y ella le había echado de su vida dos veces. La primera se sintió furioso y decepcionado. En ese momento, como si le hubieran pegado un puñetazo en el estómago. Sabía lo que tenía que hacer.
Tenía que ir tras ella. Tenía que detenerla antes de que se marchara. Era lo único que acabaría con el dolor que sentía.
¿Qué le diría? Pensó en las palabras adecuadas. Tenía que decirle que podía ser mejor persona y que quería que ella le diera una oportunidad. Que sabía que con ella al lado sería capaz de cualquier cosa. No estaba destinado a ser como su padre, ni condenado a una vida de relaciones vacías y malas decisiones.
Pedro avanzó por el pasillo y bajó las escaleras. Fuera llovía, pero él no tenía tiempo para esperar a su chofer, así que paró un taxi. El trayecto al aeropuerto de Heathrow fue eterno y, cuando por fin llegó entró a toda prisa en la terminal, compró un billete para Amanti. Era la única forma de pasar por los controles de seguridad y poder verla. Se dirigió directamente a la sala vip y se acercó al mostrador.
–Lo siento, señor –le dijo el agente cuando le contó lo que quería–. Pero el avión está ya en la pista.
Pedro sintió deseos de agarrar al agente por las solapas de la chaqueta y exigirle que mandara parar al avión, pero sabía que así solo conseguiría pasar unos días en la celda de una cárcel. Así que le dio un puñetazo al mostrador y volvió a salir a la lluvia con las manos en los bolsillos y el estómago rumiando de rabia. Finalmente se subió a un taxi y le pidió que le llevara a Knightsbridge.
Le había dejado. Le había dejado en el metafórico altar y había salido huyendo en el último minuto. Porque sabía que sus relaciones con las mujeres nunca habían trascendido del plano físico. No sabía cómo compartir su mundo interior.
Pero lo había intentado. Con ella lo había intentado y no había servido de nada. Paula había visto su alma herida y había dicho que no. De ninguna manera.
Pedro no se molestó siquiera en secarse cuando entró en el apartamento de su padre. Se sirvió un vaso de whisky y se dejó caer en el sofá. Las gotas de lluvia le resbalaban por la cara y le caían en la ropa ya mojada.
Omar se lo encontró así horas más tarde, todavía sentado y mirando al infinito. Se le había secado la ropa y se le había acartonado sobre la piel. Pero no le importaba.
–¿Qué te ha pasado, muchacho? –inquirió su padre acercándose y retirándole el vaso vacío.
Pedro alzó la vista y parpadeó. Le ardían los ojos.
–Tengo lo que me merezco. Ya me tocaba –dijo.
–¿De qué diablos estás hablando?
–Paula me ha dejado.
Omar empujó el labio inferior hacia fuera.
–Entiendo –se apoyó en la esquina de la mesa que más cerca estaba de Pedro–. ¿La amas?
Pedro llevaba horas pensando en ello.
–Sí, creo que sí.
–¿Lo crees o lo sabes?
Pedro se frotó los ojos y la frente.
–¿Cómo puede saberse? –sabía que le estaba preguntando al hombre equivocado, no solo porque Omar parecía llevar una política de puertas abiertas respecto al amor, sino también porque nunca le había dado ningún consejo importante. Pero el niño pequeño que había en él todavía deseaba que sucediera. Quería que su padre fuera un padre por una vez, no un compañero de correrías.
Omar suspiró y se frotó las rodillas.
–Se sabe porque cuando se va duele mucho –se llevó un puño al torso, justo debajo de las costillas–. Aquí. Duele y no se quita por mucho que bebas ni por mucho sexo que tengas con otras mujeres. Lo único que lo puede apaciguar es el tiempo, pero sigue doliendo.
Pedro parpadeó.
–¿Por quién sientes tú eso? –estaba muy sorprendido por lo que Omar acababa de contarle.
Su padre se echó hacia atrás con las manos todavía en las piernas.
–Bueno, ese es mi secreto. Solo te diré que lo estropeé todo. Pero tú puedes arreglar esto, Pedro. Ve tras ella y dile lo que sientes.
Como si fuera tan fácil. Lo había intentado, pero no había funcionado. Paula le había dejado sin decir una palabra. No le había dado una oportunidad y estaba muy enfadado por ello.
–¿Y si a ella no le importa?
Fue entonces cuando Omar dijo lo frase más profunda que Pedro le oiría decir jamás, aunque ambos vivieran otros cien años.
–Si no le importara, no creo que se hubiera ido. Las mujeres no huyen si no tienen miedo de algo. Si solo buscara tu dinero o tu apellido, habría pronunciado los votos con la rapidez de un rayo, te lo aseguro.
Omar se puso de pie y le puso a Pedro la mano en el hombro.
–Te quiero, Pedro. Sé que no siempre me he portado bien contigo, pero te quiero. Serás un padre maravilloso, no porque hayas tenido un buen ejemplo sino por cómo eres por dentro. Todo lo que haces lo haces bien.
Pedro sintió el picor de las lágrimas en los ojos.
–¿Por qué no me habías dicho esto nunca?
Era algo extraordinario. Y lo suficientemente extraño como para pensar que estaba soñando.
Omar se encogió de hombros.
–Porque no estaba seguro de cómo te lo ibas a tomar. Eres muy independiente, en eso has salido a tu madre. Y tan competente que a tu lado me siento un poco inferior. Es duro admitir que los hijos saben más que uno. Si hubiera abierto la boca para sacarte de dudas, ¿me habrías respetado?
Pedro negó con la cabeza.
–No. Me parecía más fácil pasar tiempo contigo y confiar en que supieras lo orgulloso que estoy de ti. No puedo cambiar el pasado, pero puedo hacerte saber que estoy aquí. He cometido errores, pero te quiero.
Una punzada de vergüenza atravesó la conciencia de Pedro.
–Cuando la historia saltó a los periódicos, me pregunté por un instante si serías tú quien la había filtrado inadvertidamente.
Ya sabía que no, pero en quien primero había pensado era en su padre. Le carcomía la culpa, especialmente después de lo que Omar acababa de decirle.
Su padre volvió a encogerse de hombros.
–Es normal. ¿Qué otra persona tenía tantas probabilidades de emborracharse y abrir la boca? –le dio una palmadita a Pedro–. Pero he mejorado. No he sido yo, aunque no te culpo por haberlo pensado.
Omar se dirigió al ascensor y Pedro se puso de pie para verle marcharse.
–Papá –dijo cuando se abrieron las puertas y su padre entró.
Omar se dio la vuelta con el dedo en el botón. Había muchas cosas que Pedro quería decirle, muchas cosas que quería saber. Aquella relación tenía mucho trabajo por delante y tal vez siempre sería así. Pero habían dado un paso que Pedro nunca pensó que darían y solo hacía falta una respuesta.
–Gracias.
El otro hombre sonrió. Entonces las puertas se cerraron y desapareció.
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