miércoles, 4 de marzo de 2015

¿ME QUIERES? : CAPITULO 25




La mañana llegó demasiado pronto. Paula se despertó lentamente al aspirar el aroma a café. Sentía el cuerpo más relajado que nunca, era como una masa de terminaciones nerviosas satisfechas.


Se giró en la cama y no encontró más que almohadas y sábanas. Pedro ya se había levantado. El corazón le dio un vuelco al pensar en él la noche anterior, en toda aquella gloriosa lujuria masculina centrada en su afortunado cuerpo.


 La había tomado con pasión animal contra la puerta y otra vez en la cama, sin darle cuartel mientras la llevaba hacia el orgasmo una y otra vez. Pero por la mañana, poco después del amanecer, le había hecho el amor con mucha más ternura.


Paula había disfrutado de cada instante, quería volver a vivirlo aunque hubiera sucedido hacía solo unas horas. Pero ¿acaso no había sido así también en la isla? El calor se apoderó de ella al recordarlo.


Dicho con pocas palabras, Pedro Alfonso era una droga de la que no quería desengancharse.


Su droga particular entró entonces con dos tazas de líquido humeante. No llevaba puesto absolutamente nada y a Paula le dio un vuelco al corazón.


–No habrás abierto así la puerta, ¿verdad? –le preguntó.


Pedro sonrió.


–Por supuesto que no, nena. Llevaba una toalla. Pero al parecer se me ha caído. Seguramente quería impresionarte.


–Qué afortunada soy.


Pedro se inclinó para besarla y luego le pasó la taza de café.


–Desde luego que lo eres –afirmó–. Por cierto, es descafeinado. Con leche y azúcar, como te gusta.


Ella le dio un sorbo y bajó las pestañas. Pedro sabía cómo le gustaba el café. Eso le provocó un tirón en el pecho, pero se dijo que no debía ver más de lo que había. Solo era café, nada más. No era una declaración de amor.


Amor. El estómago le dio un vuelco. El sentimiento era todavía tan nuevo, tan fuerte, que a veces todavía le provocaba un nudo en la garganta. Quería decírselo a Pedro, soltar las palabras y liberarse del dolor que le provocaba tenerlas allí retenidas, pero también le daba miedo. Le daba miedo que él no sintiera lo mismo, que la mirara con compasión y dijera algo educado.


No podría soportarlo. Mejor guardar silencio y confiar en que sintiera lo mismo que hablar y descubrir que no era así.


Extendió la mano y le tocó el tatuaje del abdomen. Él apretó los músculos en respuesta


–Ten cuidado o despertarás al dragón dormido –susurró.


–Creo que puedo lidiar con un dragón –replicó ella arqueando una ceja.


Pedro sonrió.


–Claro que puedes, dama dragón.


–¿Por qué te hiciste este tatuaje?


Él se encogió de hombros y se sentó en la cama a su lado con la taza de café.


–Una decisión juvenil, sin duda alentada por el alcohol.


–No puedes hacerte un tatuaje estando borracho, Pedro. Ningún artista te lo haría.


–No, no estaba borracho. Ojalá lo hubiera estado porque me dolió mucho. Pero creo que fue una apuesta estando borracho lo que me llevó a hacérmelo.


–Podrías haber dicho que no –señaló ella.


–Hice una apuesta, Paula. No podía desdecirme.


A ella se le aceleró el corazón al pensar en que Pedro hiciera algo que no quería solo porque había dado su palabra. No quería pensar en las implicaciones de su situación actual. El pulso le latió con fuerza en los oídos.


–¿Siempre haces lo que prometes, aunque sea una mala idea?


–Me gusta pensar que no me comprometo a cosas que son malas ideas. El tatuaje es bonito y no me arrepiento en absoluto de habérmelo hecho.


Sin embargo, era inevitable que se arrepintiera de algunas cosas. ¿Sería ella una? Aquella mañana estaba más vulnerable que de costumbre.


–Pero supongo que habrá cosas de las que al final te hayas arrepentido, ¿no?


Pedro dejó la taza en la mesilla de noche.


–¿Y quién no? Así es la vida, nena.


Paula debió fruncir con fuerza el ceño, porque él se inclinó y le quitó la taza de las manos. Entonces la besó hasta que ella se le agarró con los labios, las manos y el cuerpo. Hasta que el deseo cobró vida en su interior.


Pero en lugar de ponerse encima de ella y volver a hacerle el amor, se levantó de la cama.


–Vamos, tienes que comer algo. Ha pasado mucho tiempo desde la cena.


Paula trató de no sentir dolor al ser rechazada, aunque en
realidad no era un rechazo sino más bien un aplazamiento. 


Apartó de sí las sábanas, decidida a ser fuerte, y se puso la bata.


–Fuiste tú quien interrumpió el postre –le recordó.


–¿Ah, sí? Y yo que pensé que te había dado un postre mucho más satisfactorio…


Paula se rio mientras se ataba el cinturón de la bata.


–Cuánta arrogancia –bromeó aunque sentía el corazón pesado–. A lo mejor hubiera preferido la tarta de queso.


Pedro estaba delante de ella con su magnífico cuerpo todavía desnudo.


–Debes reconocer que valió la pena la interrupción.


–No se me ocurriría negarlo –aseguró Paula.


Le dejó vistiéndose y se acercó a la mesa del desayuno. 


Había huevos, salchichas, tomates y tostadas bajo las cubiertas de plata. Los periódicos estaban doblados en la mesa auxiliar y ella los agarró, preguntándose qué tonterías diría la prensa sobre Pedro y ella. Era mucho pedir que hubieran perdido el interés, por supuesto. La prensa de Santina no tenía nada más que hacer, y ella siempre aparecía en portada. Los periódicos sensacionalistas ingleses no eran mejores, pero era cuestión de cara o cruz.


Pero no aquel día, descubrió en cuanto abrió el primero. 


Leyó el titular de portada de carrerilla una y otra vez hasta que Pedro se lo quitó de las manos soltando una palabrota.


Pero ya era demasiado tarde. Las palabras se le habían quedado grabadas en el cerebro. ¿Cómo podía ser de otra manera?


Pedro el afortunado se queda sin suerte. ¡La novia abandonada está embarazada!




¿ME QUIERES? : CAPITULO 24





Pedro no se la llevó a su casa. No porque no quisiera que estuviera allí, sino porque era el apartamento de Omar. Y Omar había llevado allí a muchas mujeres, tanto cuando estaba casado como cuando no. Pedro sospechaba que seguía haciéndolo, aunque no cuando su hijo estaba en la ciudad.


Llevar allí a Paula no estaría bien. No era ninguna aventura.


Era la madre de su hijo. Su futura esposa. La llevó de regreso al Crescent. Hicieron el recorrido en silencio, sentados el uno frente al otro en la limusina. Pedro hizo un esfuerzo por no arrancarle el vestido y poseerla dentro del coche que atravesaba las calles de Londres en la noche. 


No sabía por qué Paula mantenía las distancias. Tal vez por la misma razón.


Subieron al ascensor cada uno en un extremo mientras el ascensorista dejaba entrar y salir a los clientes. Pedro quería echar a todo el mundo a patadas y subir a toda prisa a la quinta planta, pero se conformó con mirar a Paula. Ella le miraba de vez en cuando con su hermoso rostro sonrojado. 


La deseaba tanto que estaba empezando a pensar que tal vez se avergonzara a sí mismo una vez dentro de ella.


Cuando llegaron a la quinta planta, la tomó en brazos mientras ella suspiraba y se dirigió con paso firme a la puerta. Pedro pensó en cachorritos, en campos soleados, en vacas paciendo tranquilamente… en cualquier cosa excepto en la mujer que tenía en brazos. Era demasiado consciente de su cercanía. La tenía en la sangre, en los huesos y la deseaba con toda su alma. Pero tenía que pensar en otras cosas o su noche de felicidad se quedaría reducida a un minuto o dos de coito acelerado.


Llegaron a la puerta y, tras deslizar la llave de tarjeta en la ranura entraron. En cuanto se cerró la puerta, la ansiosa boca de Pedro se fundió en la suya. Gimió al dejarla en el suelo y le apoyó la espalda contra la puerta en cuanto entraron.


Paula le agarró la chaqueta del esmoquin y se la sacó por los hombros hasta que la dejó caer a los pies. Luego siguió con el cinturón. Pedro encontró la cremallera del vestido y se la bajó, deslizándole la prenda por los exuberantes senos hasta que la obligó a quitárselo, –Hermosa Paula –murmuró dejando el vestido en una silla.


Ella se quedó con el conjunto azul eléctrico y los tacones que Pedro había escogido para ella. Estaba más bella de lo que nunca pudo haber soñado. A pesar de sus protestas, le dio la vuelta para poder ver su precioso trasero con el tanga.


Pedro se puso de rodillas y le recorrió las nalgas con la boca mientras ella gemía. Nunca había visto nada tan hermoso como el cuerpo de Paula. Tenía la piel dorada y suave, y deseaba tocarla eternamente. Quería explorar cada centímetro mientras ella gemía, sollozaba y le rogaba que la tomara.


Pedro –susurró Paula cuando le bajó el tanga.


Él puso la boca en la espalda y le deslizó la lengua por la espina dorsal. Luego le mordisqueó el lóbulo mientras sus dedos daban con su punto más sensible y se lo acariciaban.


–¿Me deseas, Paula?


Ella asintió con los ojos cerrados y la mejilla apretada contra la puerta.


–Dímelo –le pidió Pedro.


–Te deseo. Te deseo mucho.


Pedro aumentó la presión de los dedos cuando ella empezó a gemir. Se hizo añicos con un grito agudo y entonces la giró y le quitó el tanga mientras se bajaba los pantalones y le ponía la mano bajo los calzoncillos para agarrara su erección.


Paula emitió un gemido de aprobación. Y entonces él le agarró las nalgas y la levantó apoyándola contra la puerta. 


Paula le rodeó el cuerpo con las piernas.


Un instante después, Pedro la penetró con todas sus fuerzas. Ella le recibió con ansia, con el cuerpo tan húmedo y dispuesto que Pedro gimió. Lo que estaba sintiendo era demasiado para poder procesarlo, así que lo dejó a un lado y se centró en lo que mejor sabía hacer.


Pedro –gimió mientras la embestía una y otra vez–. Sí, sí, sí.


Él perdió la cabeza. La poca que le quedaba. La penetró con toda la precisión y la desesperación que pudo. Nunca se había sentido tan bien, nunca había deseado tanto que aquello continuara sin fin. Nunca le había importado más el placer de otra persona que el suyo.


Cuando Paula alcanzó el clímax, él lo supo. Su cuerpo se apretó contra el suyo cuando la embistió.


–¡Pedro! –gritó–. ¡Pedro!



Él la agarró con más fuerza, la penetró hasta que hubo acabado, hasta que llegó al orgasmo en una cálida avalancha que le dejó sin respiración. Y luego la estrechó entre sus brazos, la llevó a la cama de matrimonio que había en la habitación de al lado y volvió a repetirlo todo.




martes, 3 de marzo de 2015

¿ME QUIERES? : CAPITULO 23




Un par de horas después de haber regresado al hotel llegaron tres cajas. Paula le pidió al botones que las dejara sobre la mesa. Cuando este recibió una propina y se marchó, ella se quedó mirando las bonitas cajas blancas atadas con lazos rojos. Encima de la más pequeña había una nota: Ponte esto esta noche. Te recojo a las ocho para cenar.


Paula abrió la caja pequeña primero. Los tacones de diseño con cristales en las cintas hicieron que el corazón le latiera a toda velocidad. Nunca había ocultado el hecho de que le encantaban los zapatos bonitos. Que llevara ropa conservadora no significaba que tuviera que ponerse zapatos feos.


La siguiente caja era un conjunto de lencería con tanga de encaje azul eléctrico y sujetador sin tirantes que le provocó un destello de calor en el vientre.Pedro quería que se pusiera el conjunto aquella noche porque confiaba verla con él puesto. No era tan tonta como para pensar otra cosa. Pero no tenía muy clara cuál iba a ser su repuesta.


Cuando la había abrazado en el apartamento, lo único que ella había querido era tumbarse en una cama con él, piel contra piel. Sabía lo que le esperaría cuando eso sucediera: calor, pasión y un placer físico tan intenso que la haría llorar de alegría. Quería volver a sentir aquello, aunque también la asustaba.


No es que tuviera miedo al sexo con Pedro, sino a las verdades que se vería obligada a admitir cuando la dejara sin defensas. Se giró hacia la última caja con un escalofrío de emoción.


Contenía un vestido de lentejuelas rojo sin tirantes, ajustado en el pecho, caderas y rodillas y con una maravillosa cola de abanico al final. Era muy atrevido, nunca se había puesto nada así en su vida.


El corazón le latió con fuerza cuando lo sacó y se fue a mirar al espejo. Todo el mundo se fijaría en una mujer con un vestido así. ¿Podría soportar ser el objeto de atención en aquellos momentos?


¿Importaba eso?, se preguntó un minuto después. La prensa ya estaba observándola. Desde que empezó a aparecer en público con Pedro, los fotógrafos se habían convertido de nuevo en algo habitual en su vida.


Al final decidió ponerse el vestido. Y la ropa interior. Se dejó el pelo suelto y se rizó las puntas para que le cayera en suaves hondas sobre los hombros. Una última mirada al espejo de cuerpo entero le reveló una mujer a la que no conocía. Una mujer brillante y atrevida que llamaba la atención nada más entrar en una sala. Ella nunca había sentido algo así.


Pedro llegó unos minutos antes de las ocho. Se quedó en el umbral y deslizó sobre ella una mirada oscura que la hizo estremecer. Estaba resplandeciente con su esmoquin. El blanco de la camisa contrastaba con su piel bronceada y el oscuro cabello, haciéndole parecer más pícaro todavía de lo que ya era. Sus sensuales labios se curvaron en una sonrisa que hablaba de sexo y de pecado y a Paula se le subió el corazón a la boca.


Ni siquiera se dio cuenta de que se había llevado la mano al pecho hasta que él frunció el ceño.


–¿Te encuentras bien? –le preguntó de pronto entrando en la habitación y sujetándola entre sus brazos–. ¿Es el bebé?


–Estoy bien –consiguió decir ella–. Me he mareado un poco.
Y era verdad. Al mirar a Pedro se había quedado momentáneamente sin aliento.


–Podemos quedarnos aquí –Pedro parecía preocupado–. Pediré la cena y…


–No, de verdad, estoy bien –Paula se le agarró al brazo–. Quiero salir. No me he puesto este vestido para nada –sonrió.


Él también sonrió, pero sus ojos reflejaban inquietud.


–Y qué vestido tan bonito, dulce Paula. Deberías llevar siempre colores brillantes. Te sientan muy bien.


Ella miró la brillante tela roja del vestido.


–Esto es un paso de gigante para mí. No estoy acostumbrada a llamar la atención.


–Pues deberías –afirmó Pedro con tono firme y al mismo tiempo suave–. Estás impresionante, Paula. Maravillosamente impresionante.


Ella se rio, pero la sonrisa le salió un poco nerviosa.


–Gracias por el vestido. Yo nunca habría escogido algo así.


Pero Pedro sí. Porque veía algo que ella todavía no terminaba de ver. El pulso volvió a latirle con fuerza. Esa vez estaba preparada.


–Pero ¿te gusta? –quiso saber Pedro.


–La verdad es que sí. Me siento especial con él puesto.


La sonrisa de Pedro tenía el poder de derretirla.


–Porque tú eres especial, Paula –le tomó una mano y se la
besó–. No lo dudes.


El restaurante al que la llevó era muy exclusivo. Pedro fue recibido por el maître, que les guio hacia el comedor en que sólo había puesta una mesa. Se trataba de una estancia exquisita, con las paredes forradas de madera de caoba, frescos en el techo y lámparas de cristal. La mesa estaba puesta con cristalería fina, cubertería de plata y un enorme jarrón con rosas de color crema en el centro.


Cuando se sentaron y el maître se marchó, Paula miró a su alrededor y luego otra vez a Pedro. Él alzó una ceja como si esperara la pregunta que sabía que le iba a hacer. Ella se rio y se llevó la mano a la boca.


Pedro –dijo–. ¡Esto es una locura! ¿Has comprado el restaurante?


Él sonrió complacido.


–No, pero he comprado la noche.


Paula sacudió la cabeza. Aquello era irreal. Romántico.


–Podríamos haber cenado con más gente.


–Esta noche no. Te quería para mí solo.


–Me has tenido para ti solo casi todos los días.


–No es lo mismo –replicó Pedro–. Siempre hay prisa. Esta noche tenemos todo el tiempo del mundo.


–Están los camareros –señaló, aunque sintió una punzada de emoción–. Y supongo que no van a ir a ninguna parte.


–No, y luego habrá una orquesta.


Ella parpadeó.


–¿Una orquesta?


–Nunca hemos bailado, Paula. Quiero estrecharte entre mis brazos en una pista de baile.


Paula miró la servilleta blanca cuidadosamente doblada al lado de un bajoplato decorado con un filo dorado. Sentía que el corazón se le iba a salir del pecho. Estaba contenta, más de lo que lo había estado desde que volvió de la isla, y eso la preocupaba. ¿Y si todo terminaba al día siguiente?


–Puede que te lleves una decepción –murmuró.


–Lo dudo –la voz de Pedro sonaba fuerte, segura, como si no le cupiera la menor duda al respecto.


–¿Y si te piso? –preguntó Paula tratando de darle ligereza al momento. Porque para ella resultaba demasiado intenso.


–Eso es imposible –afirmó él–. Has pasado años preparándote para ser reina. Las reinas no pisan al bailar. Y si lo hace es adrede.


Paula volvió a reírse. Un camarero con pajarita apareció en aquel momento con vino para Pedro y con un cóctel sin alcohol para ella. Cuando se fue hablaron de cosas banales: el tiempo, la situación del turismo en Amanti en comparación con Londres… y entonces empezó a llegar la comida.


Paula se dio cuenta de que tenía muchísima hambre y devoró todo lo que le pusieron delante, desde el paté sobre la cama de brotes verdes hasta el filete a la plancha con sala bearnesa pasando por los champiñones con trufa. Todo estaba delicioso.


Cuando recogieron la mesa y sirvieron el postre, Pedro puso una cajita de terciopelo sobre el mantel. Paula dejó el tenedor. El pulso le latía a toda prisa.


–¿Qué es esto? –preguntó incapaz de estirar el brazo para agarrarla.


–Creo que ya lo sabes.


–No es necesario –dijo, aunque le dolió decirlo.


Quería que dentro hubiera un anillo…


Pero quería que las razones fueran de verdad. Paula se quedó sin aliento. ¿Podía ser eso cierto? ¿Quería que aquello fuera real?


Sí. Oh, Dios, sí. Quería que se casara con ella porque lo deseaba, no porque tuviera que hacerlo. Qué caprichosa. 


Aquello no era lo que quería cuando fue a Londres. 


Entonces solo pensaba en el bebé, en protegerle del escándalo. Y también a sí misma, si era sincera. Quería contar con la ayuda de Pedro y seguir haciéndose la mártir, la mujer que no necesitaba a nada ni a nadie para seguir con su vida.


Pero de pronto se daba cuenta de que quería mucho más, y eso la asustaba.


–Yo creo que sí es necesario –empujó la cajita hacia ella.


Paula la levantó con dedos temblorosos y la abrió. El anillo era exquisito. Un diamante de al menos cinco quilates montado en platino y rodeado de diamantes más pequeños. 


El anillo brillaba como el fuego bajo la luz de las velas y ella sintió una punzada de culpabilidad y tristeza. Le había metido en aquella situación y, si no era real, solo podía culparse a sí misma.


–¿Y bien? –preguntó Pedro.


–Es precioso –afirmó ella con voz más ronca de lo que le hubiera gustado.


Pedro se puso de pie y sacó el anillo de la caja. Entonces se lo puso en el dedo y le besó la mano. Su cálida respiración le provocó un escalofrío en la espina dorsal.


Cuando le echo la cabeza hacia atrás y la besó, Paula no se resistió. Se abrió a él con el corazón lleno de amor y desesperación a partes iguales.


Amor.


Se lo había estado negando a sí misma, pero ya no podía seguir haciéndolo. Le dolió el corazón y sintió tanto miedo y tanto amor que se preguntó cómo había podido negarlo durante tanto tiempo. Amaba a aquel hombre, seguramente le amaba desde que la besó en la frente en lugar de en la boca porque pensó que su primer beso debía ser especial. 


Había sido tan tierno, tan generoso y delicado… Siempre anteponía los sentimientos de ella a los propios y la animaba a ser ella misma, sin importarle lo que los demás pensaran.


No había hecho todas aquellas cosas porque la amara, eso lo sabía. Pero eso le convertía en la clase de hombre que ella podría amar. En el hombre al que amaba.


Oh, Dios.


La boca de Pedro se movió sobre la suya con tanta pericia que Paula solo deseó fundirse con él y olvidarse de todo lo que no fueran ellos dos. Pedro había planeado una velada romántica, le había dado un anillo, pero se recordó que solo estaba haciendo lo que le había pedido ella, interpretar el papel que Paula quería para proteger al niño.


Y solo podía culparse a sí misma. Estaba embarazada de aquel hombre, del padre de su hijo, pero él no sentía lo mismo, por muy bien que la besara. Pedro levantó la cabeza. 


Los ojos le brillaban de deseo, y Paula sintió un pellizco en el corazón por todo lo que estaba sintiendo, por todo lo que no podía decir.


–Al diablo la orquesta –murmuró Pedro ayudándola a ponerse de pie–. Estoy cansado de esperar.




¿ME QUIERES? : CAPITULO 22





Iba a volverse loco por el deseo que sentía hacia ella. Pedro todavía estaba furioso por la conversación que habían tenido por la mañana, pero se contuvo lo mejor que pudo y la llevó a buscar casa. Había ido dejándolo porque últimamente estaba muy ocupado, pero cuando Paula apareció con su propuesta de matrimonio no pudo seguir retrasándolo. Tenía que encontrar una casa y comprarla.


Ahora estaban visitando un apartamento de dos plantas en un exclusivo edificio de Knightsbridge. Paula había vuelto loco al agente inmobiliario con sus preguntas antes de entrar y encabezaba la expedición por el piso de quinientos metros cuadrados. El agente se había quedado en el jardín haciendo unas llamadas mientras ellos terminaban.


Paula estaba en el centro de una de las habitaciones de arriba mirando algo que Pedro no podía ver. Se tomó un instante para admirar su figura. Como de costumbre, iba abotonada hasta el cuello con un jersey color crema, falda gris y, sorprendentemente, zapatos con plataforma que le hacían las piernas largas y sexys. Por supuesto, tampoco faltaban las perlas alrededor del cuello. Estaba jugueteando con ellas como hacía siempre que estaba nerviosa o simplemente concentrada en algo.


Llevaba el largo y oscuro cabello suelto y Pedro se moría por hundir los dedos en aquella masa sedosa mientras entraba en su cuerpo. Paula nunca llevaba el pelo suelto. El efecto estaba a punto de matarle. Nunca se había sentido tan dolorosamente excitado como en la última hora, observando sus piernas desnudas y el redondeado trasero mientras la seguía por el apartamento. Tenía que admitir que también había exasperación y rabia mezcladas con la excitación. Paula estaba convencida de que no tenía nada que ofrecer ni como marido ni como padre. Él tampoco lo tenía muy claro, pero resultaba deprimente que ella pensara dejarle en cuanto naciera el niño. Pedro había estado toda la mañana pensando en ello y, para sorpresa suya, le afectaba mucho. Tenía ganas de golpear algo. Quería rabiar y aullar y gastar mucha energía haciendo algo que le exigiera llegar a extremos físicos.


Saltar al vacío en paracaídas. Subir una montaña. Atravesar el desierto del Sahara.


Aparte de eso, también quería encerrar a Paula y no perderla nunca de vista.


Era cierto que no sabía ni una palabra sobre bebés. Le aterrorizaban. Tan pequeños, delicados y dependientes de los adultos para todo. ¿Y si se le daba fatal? ¿Y si dejar que Paula regresara a Amanti para criar sola a su hijo era la mejor opción para todos?


Y sin embargo, la idea de que Paula y su hijo se fueran y él volviera a su vida anterior de sexo y relaciones vacías hacía que se sintiera extrañamente triste. ¿Y si Paula conocía a otra persona y se casaba con él? Ese hombre se convertiría en el padre de su hijo, y él no podría hacer nada al respecto.


Algo profundo y primitivo en el interior de su alma se negó a que eso sucediera.


–No estoy segura, Pedro –dijo Paula finalmente girándose hacia él en la habitación vacía.


La voz interrumpió sus pensamientos.


–¿De qué no estás segura?


–Es precioso, pero no te veo aquí. Te imagino mejor en un ático de otra zona, con muebles modernos y vistas a la ciudad.


Pedro sintió un pellizco de enfado.


–No se trata de mí, Paula, se trata de nosotros. Tú también tendrás que vivir aquí.


Ella bajó la vista y una corriente de furia atravesó a Pedro, abrasándole con la fuerza de mil soles. Y sin embargo, ¿cómo iba culparla por pensar así, por creer que era incapaz de ser lo que ella necesitaba que fuera?


Se había especializado en ser un hombre al que las mujeres nunca decían que no. No había conocido a ninguna a la que no pudiera conquistar y nunca lo había ocultado, como tampoco el hecho de que no era de los que sentaban la cabeza. Nunca había pensado que le apetecería hacerlo.


–Jesica quería casarse y yo no.


Paula levantó la cabeza de golpe y abrió sus ojos verdes de par en par. Pedro no sabía por qué lo había dicho, ya que así confirmaba todo lo que Paula pensaba de él. Pero se sintió impulsado a seguir. Se dio cuenta de que le encantaba que le mirara. Cada vez que lo hacía, sentía una pequeña patada justo debajo de las costillas.


–Tenía una hija mayor, pero quería otro bebé. En Hollywood empezaban a escasear los papeles para una actriz de su edad. Yo pensé que se estaba aferrando a la idea del matrimonio y de otro hijo como si fuera un nuevo desafío en su vida. Ella creía que me equivocaba, así que rompimos de mutuo acuerdo.


–¿La amabas? –le preguntó Paula.


Pedro tuvo la sensación de que le había costado mucho hacer aquella pregunta. Dejó escapar un suspiro. La respuesta no le haría ganar puntos, pero no quería mentir.


–No.


Paula parpadeó.


–¿No? ¿Así de rotundo?


–Si la hubiera amado, no la habría dejado marchar. Y habría hecho todo lo que estuviera en mi mano para hacerla feliz.


–Entiendo –murmuró ella.


Pedro dudaba que lo entendiera. Jesica y él eran muy parecidos. Ninguno de los dos le exigía nada al otro. Lo pasaron bien juntos. El amor nunca había entrado en la ecuación para ninguno de los dos. Pero entonces empezaron las peleas. Al principio fueron poca cosa, pero fueron en aumento cuando Jesica Monroe, en el pasado reconocida por su cuerpo y su rostro, empezó a cansarse de tratar de encontrar nuevos papeles. Y eso la llevó a exigirle a Pedro más de lo que estaba dispuesto a dar.


Resultaba irónico que ahora estuviera allí con una mujer que no solo estaba esperando un hijo suyo, si no con la que además había aceptado casarse.


Pedro salvó de pronto la distancia que los separaba. Paula dio un paso atrás, pero él la sujetó y la atrajo hacia sí. No sabía por qué quería abrazarla, pero lo deseaba. Necesitaba sentir su cuerpo suave y cálido contra el suyo. Necesitaba saber que Paula era real, que el bebé era real. Pedro nunca había sabido cuál era su lugar en el mundo, nunca había terminado de encajar en la familia Alfonso. Era el extraño, el que había venido de fuera y trataba de integrarse.


Paula le puso las manos en el pecho cuando la atrajo hacia sí y echó la cabeza atrás. No trató de escapar. De hecho, Pedro sintió el escalofrío que la recorrió, la tenue vibración que le hacía saber que no se mostraba indiferente. 


Que le deseaba tanto como él a ella.


Sí, se le daba bien fingir, pero no cuando la tocaba. Cuando la tocaba, Pedro sabía lo que había. Y no pensaba mostrar ninguna compasión. Ya no.


–¿Piensas en ello alguna vez? –le preguntó–. ¿En aquellos dos días en la isla en los que solo había arena, mar y nosotros dos? Tú y yo desnudos bajo el ardiente sol.


Los ojos verdes de Paula parecían dos lagos de tristeza. Y de ternura, pensó Pedro. Hacia él. Normalmente la ocultaba, pero en aquel momento no lo estaba consiguiendo. Eso le daba esperanza.


–He pensado en ello –admitió Paula con las mejillas sonrojadas–. ¿Cómo no?


Pedro sintió una punzada de excitación en la base de la espina dorsal. Quería tomarla allí mismo, en medio de aquella habitación con el agente inmobiliario esperando fuera y el radiante sol londinense filtrándose a través de los altos ventanales.


–¿Y por qué limitarse a pensar en ello cuando podemos experimentarlo una vez más? –murmuró–. Esta vez en una cama, dulce Paula, con el romanticismo que te mereces.


–No… no creo que sea una buena idea –dijo ella clavando la vista en los dedos que tenía apoyados en su camisa.


–¿Por qué no? Me deseas, Paula. Te mueres por mí.


–Eso no significa que sea una buena idea.


–Ni tampoco que sea mala –reflexionó él bajando la cabeza para deslizarle los labios por la mandíbula.


Paula echó la cabeza hacia atrás y le clavó los dedos. Su cuerpo era de piedra. De piedra dura y caliente.


Pedro


–Vamos a casarnos, Paula –dijo tratando de no rogarle–. ¿No deberíamos ver si esto funciona entre nosotros antes de dar por hecho que no?


Cuando ella iba a contestar, Pedro escuchó cómo se abría y se cerraba la puerta y supo que el agente inmobiliario había vuelto. Paula aprovechó la distracción para zafarse de sus brazos.


Pero no fue un rechazo y él lo sabía. Ella se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y se cruzó de brazos. No era un gesto defensivo, sino de autoprotección.


Pedro experimentó una eufórica sensación de triunfo. 


Volvería a ser suya.



Pronto. Aquella misma noche.