martes, 3 de marzo de 2015

¿ME QUIERES? : CAPITULO 22





Iba a volverse loco por el deseo que sentía hacia ella. Pedro todavía estaba furioso por la conversación que habían tenido por la mañana, pero se contuvo lo mejor que pudo y la llevó a buscar casa. Había ido dejándolo porque últimamente estaba muy ocupado, pero cuando Paula apareció con su propuesta de matrimonio no pudo seguir retrasándolo. Tenía que encontrar una casa y comprarla.


Ahora estaban visitando un apartamento de dos plantas en un exclusivo edificio de Knightsbridge. Paula había vuelto loco al agente inmobiliario con sus preguntas antes de entrar y encabezaba la expedición por el piso de quinientos metros cuadrados. El agente se había quedado en el jardín haciendo unas llamadas mientras ellos terminaban.


Paula estaba en el centro de una de las habitaciones de arriba mirando algo que Pedro no podía ver. Se tomó un instante para admirar su figura. Como de costumbre, iba abotonada hasta el cuello con un jersey color crema, falda gris y, sorprendentemente, zapatos con plataforma que le hacían las piernas largas y sexys. Por supuesto, tampoco faltaban las perlas alrededor del cuello. Estaba jugueteando con ellas como hacía siempre que estaba nerviosa o simplemente concentrada en algo.


Llevaba el largo y oscuro cabello suelto y Pedro se moría por hundir los dedos en aquella masa sedosa mientras entraba en su cuerpo. Paula nunca llevaba el pelo suelto. El efecto estaba a punto de matarle. Nunca se había sentido tan dolorosamente excitado como en la última hora, observando sus piernas desnudas y el redondeado trasero mientras la seguía por el apartamento. Tenía que admitir que también había exasperación y rabia mezcladas con la excitación. Paula estaba convencida de que no tenía nada que ofrecer ni como marido ni como padre. Él tampoco lo tenía muy claro, pero resultaba deprimente que ella pensara dejarle en cuanto naciera el niño. Pedro había estado toda la mañana pensando en ello y, para sorpresa suya, le afectaba mucho. Tenía ganas de golpear algo. Quería rabiar y aullar y gastar mucha energía haciendo algo que le exigiera llegar a extremos físicos.


Saltar al vacío en paracaídas. Subir una montaña. Atravesar el desierto del Sahara.


Aparte de eso, también quería encerrar a Paula y no perderla nunca de vista.


Era cierto que no sabía ni una palabra sobre bebés. Le aterrorizaban. Tan pequeños, delicados y dependientes de los adultos para todo. ¿Y si se le daba fatal? ¿Y si dejar que Paula regresara a Amanti para criar sola a su hijo era la mejor opción para todos?


Y sin embargo, la idea de que Paula y su hijo se fueran y él volviera a su vida anterior de sexo y relaciones vacías hacía que se sintiera extrañamente triste. ¿Y si Paula conocía a otra persona y se casaba con él? Ese hombre se convertiría en el padre de su hijo, y él no podría hacer nada al respecto.


Algo profundo y primitivo en el interior de su alma se negó a que eso sucediera.


–No estoy segura, Pedro –dijo Paula finalmente girándose hacia él en la habitación vacía.


La voz interrumpió sus pensamientos.


–¿De qué no estás segura?


–Es precioso, pero no te veo aquí. Te imagino mejor en un ático de otra zona, con muebles modernos y vistas a la ciudad.


Pedro sintió un pellizco de enfado.


–No se trata de mí, Paula, se trata de nosotros. Tú también tendrás que vivir aquí.


Ella bajó la vista y una corriente de furia atravesó a Pedro, abrasándole con la fuerza de mil soles. Y sin embargo, ¿cómo iba culparla por pensar así, por creer que era incapaz de ser lo que ella necesitaba que fuera?


Se había especializado en ser un hombre al que las mujeres nunca decían que no. No había conocido a ninguna a la que no pudiera conquistar y nunca lo había ocultado, como tampoco el hecho de que no era de los que sentaban la cabeza. Nunca había pensado que le apetecería hacerlo.


–Jesica quería casarse y yo no.


Paula levantó la cabeza de golpe y abrió sus ojos verdes de par en par. Pedro no sabía por qué lo había dicho, ya que así confirmaba todo lo que Paula pensaba de él. Pero se sintió impulsado a seguir. Se dio cuenta de que le encantaba que le mirara. Cada vez que lo hacía, sentía una pequeña patada justo debajo de las costillas.


–Tenía una hija mayor, pero quería otro bebé. En Hollywood empezaban a escasear los papeles para una actriz de su edad. Yo pensé que se estaba aferrando a la idea del matrimonio y de otro hijo como si fuera un nuevo desafío en su vida. Ella creía que me equivocaba, así que rompimos de mutuo acuerdo.


–¿La amabas? –le preguntó Paula.


Pedro tuvo la sensación de que le había costado mucho hacer aquella pregunta. Dejó escapar un suspiro. La respuesta no le haría ganar puntos, pero no quería mentir.


–No.


Paula parpadeó.


–¿No? ¿Así de rotundo?


–Si la hubiera amado, no la habría dejado marchar. Y habría hecho todo lo que estuviera en mi mano para hacerla feliz.


–Entiendo –murmuró ella.


Pedro dudaba que lo entendiera. Jesica y él eran muy parecidos. Ninguno de los dos le exigía nada al otro. Lo pasaron bien juntos. El amor nunca había entrado en la ecuación para ninguno de los dos. Pero entonces empezaron las peleas. Al principio fueron poca cosa, pero fueron en aumento cuando Jesica Monroe, en el pasado reconocida por su cuerpo y su rostro, empezó a cansarse de tratar de encontrar nuevos papeles. Y eso la llevó a exigirle a Pedro más de lo que estaba dispuesto a dar.


Resultaba irónico que ahora estuviera allí con una mujer que no solo estaba esperando un hijo suyo, si no con la que además había aceptado casarse.


Pedro salvó de pronto la distancia que los separaba. Paula dio un paso atrás, pero él la sujetó y la atrajo hacia sí. No sabía por qué quería abrazarla, pero lo deseaba. Necesitaba sentir su cuerpo suave y cálido contra el suyo. Necesitaba saber que Paula era real, que el bebé era real. Pedro nunca había sabido cuál era su lugar en el mundo, nunca había terminado de encajar en la familia Alfonso. Era el extraño, el que había venido de fuera y trataba de integrarse.


Paula le puso las manos en el pecho cuando la atrajo hacia sí y echó la cabeza atrás. No trató de escapar. De hecho, Pedro sintió el escalofrío que la recorrió, la tenue vibración que le hacía saber que no se mostraba indiferente. 


Que le deseaba tanto como él a ella.


Sí, se le daba bien fingir, pero no cuando la tocaba. Cuando la tocaba, Pedro sabía lo que había. Y no pensaba mostrar ninguna compasión. Ya no.


–¿Piensas en ello alguna vez? –le preguntó–. ¿En aquellos dos días en la isla en los que solo había arena, mar y nosotros dos? Tú y yo desnudos bajo el ardiente sol.


Los ojos verdes de Paula parecían dos lagos de tristeza. Y de ternura, pensó Pedro. Hacia él. Normalmente la ocultaba, pero en aquel momento no lo estaba consiguiendo. Eso le daba esperanza.


–He pensado en ello –admitió Paula con las mejillas sonrojadas–. ¿Cómo no?


Pedro sintió una punzada de excitación en la base de la espina dorsal. Quería tomarla allí mismo, en medio de aquella habitación con el agente inmobiliario esperando fuera y el radiante sol londinense filtrándose a través de los altos ventanales.


–¿Y por qué limitarse a pensar en ello cuando podemos experimentarlo una vez más? –murmuró–. Esta vez en una cama, dulce Paula, con el romanticismo que te mereces.


–No… no creo que sea una buena idea –dijo ella clavando la vista en los dedos que tenía apoyados en su camisa.


–¿Por qué no? Me deseas, Paula. Te mueres por mí.


–Eso no significa que sea una buena idea.


–Ni tampoco que sea mala –reflexionó él bajando la cabeza para deslizarle los labios por la mandíbula.


Paula echó la cabeza hacia atrás y le clavó los dedos. Su cuerpo era de piedra. De piedra dura y caliente.


Pedro


–Vamos a casarnos, Paula –dijo tratando de no rogarle–. ¿No deberíamos ver si esto funciona entre nosotros antes de dar por hecho que no?


Cuando ella iba a contestar, Pedro escuchó cómo se abría y se cerraba la puerta y supo que el agente inmobiliario había vuelto. Paula aprovechó la distracción para zafarse de sus brazos.


Pero no fue un rechazo y él lo sabía. Ella se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y se cruzó de brazos. No era un gesto defensivo, sino de autoprotección.


Pedro experimentó una eufórica sensación de triunfo. 


Volvería a ser suya.



Pronto. Aquella misma noche.



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