sábado, 28 de febrero de 2015
¿ME QUIERES? : CAPITULO 13
La tormenta se desató alrededor de la medianoche. El agua cayó con fuerza por la manta de plástico del improvisado refugio, despertando a Paula de su profundo sueño. A su lado estaba muy quieto Pedro, con la cabeza apoyada en una mano mientras miraba hacia el techo. Paula experimentó una punzada de deseo, pero trató de ignorarla. Pedro y ella habían terminado. Y era mejor así.
Estaban tumbados juntos bajo la manta para calentarse, pero no había calor entre ellos. Ya no. La idea provocó que se le formara un nudo en la garganta, un nudo que no fue capaz de tragar. Tal vez al día siguiente los rescataran. Y tal vez no volvería a verle nunca más. Pedro era un hombre de mundo y ella era una mujer sin rumbo. Volvería a su casa de Amanti y se encerraría en ella hasta que estuviera preparada para volver a enfrentarse al mundo.
Sin Pedro. Aquella certeza le dolió. Qué locura.
–Pedro –le llamó con voz entrecortada.
Él giró la cabeza hacia ella. Paula no pudo evitar extender la mano y acariciarle la mandíbula, deslizarle los dedos por el sedoso pelo.
Pedro se puso tenso. Paula esperaba que la rechazara, que la apartara de sí. Pero tras un instante gimió como si él tampoco fuera capaz de mantenerse firme frente a aquel abrumador deseo. Le tomó la mano y le depositó un beso en la palma. El calor la atravesó en grandes oleadas, provocando que le temblaran las piernas. Pedro la estrechó entre sus brazos.
–Te deseo, Paula. Maldita sea, todavía te deseo.
–Sí –jadeó ella–. Oh, sí.
La lluvia golpeaba las sábanas del refugio y caía hacia los lados, protegiéndoles en aquel lugar seco que era una isla dentro de la isla. No hablaron cuando se desnudaron e hicieron el amor. Se comunicaron con besos, con caricias, con el delicioso deslizar de un cuerpo contra otro. Pedro se las arregló para tomarla con furia y al mismo tiempo con ternura, y ella respondió del mismo modo.
Cuando todo terminó, se derrumbaron juntos y durmieron toda la noche hasta que se despertaron ante un cielo azul brillante, la fresca brisa del mar… y un barco anclado en la orilla.
¿ME QUIERES? : CAPITULO 12
Nadie fue a rescatarles aquel día. Pedro hizo señales con el espejo a intervalos regulares, pero no sucedió nada. Estaba tenso y enfadado y no entendía muy bien por qué. Tendría que ser todo más fácil, ¿no? Una mujer guapa que quería tener sexo apasionado con él y que luego cada uno siguiera por su lado sin ningún compromiso.
Debería estar encantado. Después de todo, ese era su habitual modus operandi. Debería estar en aquel momento hundido en su suave cuerpo, haciéndola gemir y gritar su nombre. Debería hacerlo todas las veces que ambos pudieran, desde aquel momento hasta que llegaran a rescatarles. Debería y, sin embargo, no podía. Estaba molesto, y eso no era propio de él. Debería estar felicitándose a sí mismo por la situación y, sin embargo, rumiaba porque la virgen con la que acababa de acostarse solo le quería por el sexo. Y únicamente mientras estuvieran allí varados.
Qué ironía.
Nunca se había parado a pensar que no querría verle cuando les rescataran. No. Lo que le preocupaba en realidad era que a pesar de haber afirmado acaloradamente lo contrario, quisiera más de él. Conocía a las de su clase, jóvenes idealistas e inexpertas. Una combinación segura para el desastre.
Se suponía que Paula sería de las que buscaban el «para siempre». Se suponía que querría hijos, una casa y una vida familiar normal que incluiría paseos por el parque, viajes familiares de vacaciones y un perro que llenaría la casa de barro.
Se suponía que ella querría todo lo que él no deseaba, y debía ser él quien le cortara las alas. Pero las cosas no estaban sucediendo así y eso le desconcertaba.
Tenía que admitir que seguramente sería mejor que no volvieran a verse. Sería menos complicado para los dos que rompieran de forma limpia allí en la isla. Si no lo hacían, a Alicia probablemente no le gustaría que saliera con la antigua prometida de su futuro marido. Normalmente no permitía que su hermana se metiera en su vida personal, pero esto le atañería directamente.
Porque sí era cierto, la prensa encontraría una mina de oro con la noticia. A Paula no le gustaría eso ni lo más mínimo, y tenía la impresión de que a Alicia tampoco.
El sol se ocultó en el horizonte y la temperatura se enfrió cuando aparecieron las nubes de tormenta. Apenas habían hablado en las últimas horas cuando Pedro le ofreció otro paquete de comida y un poco de agua. Paula le miró con aquellos ojos verdes muy abiertos y él recibió una descarga eléctrica. Sexo. Era en lo único en que podía pensar cuando la miraba, lo único que quería.
Y lo único que quería ella, a juzgar por el modo en que le estaba mirando. Como si estuviera hambrienta de algo que no era comida.
Pedro hizo un esfuerzo por darse la vuelta. Los rayos atravesaban el cielo en la distancia, volviendo las nubes rosas. El tiempo no resultaba amenazante, pero seguramente llovería más tarde. Y eso era bueno. Se estaban quedando sin agua y él podría recolectarla con el receptáculo que había fabricado con una manta de plástico y rocas.
Se sentó y comieron en silencio mientras las olas rompían en la cercana orilla. Había mucha paz allí. Era muy distinto a su vida en Londres o en Los Angeles, donde siempre tenía prisa, siempre estaba buscando nuevas oportunidades de negocio para el Grupo Leonidas. Viajaba, salía con mujeres y buscaba nuevos retos. Siempre buscando una nueva emoción, un nuevo desafío.
Paula le miró. Él alzó la vista de forma instintiva, como si estuvieran conectados a un nivel que todavía no entendía del todo, y sus miradas se cruzaron. Ella dejó caer la barbilla y clavó la vista en el suelo.
Y luego clavó los ojos en los suyos.
–¿Qué querías ser de niño, Pedro?
Él no trató de disimular la sorpresa que debía mostrar su rostro.
–¿A qué viene eso?
Ella encogió sus bonitos hombros.
–Estoy cansada del silencio. Y quiero saberlo –dijo apartándose el pelo de la cara.
Tenía una melena larga y abundante, y a Pedro le gustaba acariciarla cuando hacían el amor. Cuando ella estaba encima les rodeaba como una cortina. Sus ojos verdes le miraron con frialdad, como si esperara rechazo pero se hubiera atrevido a preguntárselo de todas maneras.
Pedro pensó en rechazarla, pero extrañamente no quiso hacerlo. Al menos por el momento.
–Quería ser jugador de fútbol profesional, como mi padre. Su carrera no duró mucho, pero los beneficios sí.
–¿Los beneficios?
–Las mujeres –afirmó sin vacilación.
Pero se sintió mal al instante, al ver cómo ella bajaba la vista y tragaba saliva. Lo había hecho porque todavía estaba enfadado con ella, pero no se sentía orgulloso.
–¿Y por qué no lo fuiste? –insistió Paula.
Pedro había terminado el paquete de comida y lo arrugó.
¿Qué sentido tenía comportarse como un imbécil? Apenas se conocían el uno al otro. Habían tenido sexo, un sexo magnífico, pero no eran amantes en el sentido habitual. Y no iban a serlo. Paula lo había dejado muy claro.
Y Pedro Alfonso no suplicaba.
No lo necesitaba. Ni quería hacerlo. Cuando regresaran a Santina, habría muchas mujeres dispuestas a recibir sus atenciones. Esa era la vida a la que estaba acostumbrado, la vida que le gustaba. Una mujer no iba a cambiar eso por muy sexy y deseable que fuera.
Se echó hacía atrás y se apoyó en los hombros.
–Decidí que podía ganar más dinero alimentando los exclusivos gustos de la gente rica y famosa. Y eso fue lo que hice.
–El Grupo Leonidas.
–¿Y qué me dices de ti,Paula? –le preguntó. Prefería que hablaran de ella, no le gustaba hablar de sí mismo. Le llevaba a un terreno que no quería explorar, al menos no aquella noche. Sencillamente, era un hombre que conocía sus limitaciones y las ocultaba bajo una férrea voluntad de triunfo y un encanto que había heredado de su padre.
No tenía ningún deseo de discutir con ella. Ni con nadie.
Lo que quería saber era quién era en realidad. Había visto atisbos la noche anterior y aquel día. Cuando estaba desnuda debajo de él, encima de él. Era una mujer apasionada bajo su rígido exterior. Pedro odiaría que regresara aquel exterior y, sin embargo, sabía que así sería cuando les rescataran. Para ella era tan natural como respirar.
–¿Qué querías ser de niña? ¿O tu única opción era ser reina?
Ella sacudió la cabeza.
–No, por supuesto que no. Quería ser veterinaria, pero luego me di cuenta de que eso implicaría sangre y abandoné la idea. Después quise ser chef durante algún tiempo. Y por supuesto también estaba el sueño de bailarina.
–Y el de princesa, supongo.
Paula se puso tensa.
–Por supuesto, pero se suponía que ese se iba a hacer realidad –se encogió de hombros–. Pero así es la vida, ¿verdad?
–La vida es muchas cosas –afirmó Pedro–. Algunas decepcionantes, otras frustrantes y algunas maravillosamente felices.
Ella se quedó pensativa.
–¿Has sido alguna vez maravillosamente feliz?
–Supongo que depende de cómo defines la felicidad, pero sí, yo diría que sí.
Si Paula le pedía que le dijera en qué momento, no creía que pudiera hacerlo. Lo único que sabía era que debió haber sido muy feliz en un momento u otro. Había llevado una vida de placer. Se había divertido. ¿Cómo no iba a ser feliz?
Tenía dinero a espuertas y muchas mujeres. ¿Qué más se necesitaba?
Paula suspiró y la melena le cayó por la frente al bajar la barbilla al pecho.
–Creo que yo todavía estoy esperando a que eso suceda.
Pedro sintió una punzada en el estómago.
–No esperes a que suceda. Haz que suceda.
Ella le miró con los ojos brillantes bajo la luz del fuego.
–Lo intento –murmuró–. Yo… –vaciló un instante antes de continuar–. No es que no quiera verte cuando volvamos a casa. Pero no puedo. Todavía no.
Un haz de luz iluminó el cielo, seguido al instante por un trueno. El aire se cargó de electricidad. Pedro podía oler el sulfuro, sentir su arañazo en la garganta. Sabía a ira.
–¿Cuánto tiempo crees que necesitarás, Paula? ¿Un mes? ¿Dos? ¿Seis? ¿Un año?
Ella tragó saliva.
–Yo… no lo sé.
–Entonces tal vez tengas razón –afirmó Pedro con tirantez–. Tal vez sea mejor que nos despidamos ahora.
–Sabía que dirías eso.
–¿Y qué esperabas que dijera? ¿Que estaré encantado de esperar hasta que ya no le tengas miedo a la prensa?
–Eso no es justo, Pedro.
–No hay nada justo –replicó él.
¿ME QUIERES? : CAPITULO 11
Durmieron el uno en brazos del otro y se despertaron cuando la luz de la mañana se coló a través de los árboles y atravesó el velo de su sueño. Volvieron a comer comida en lata y luego Pedro tomó un espejo de señales y salió al sol para enviar flashes al cielo en intervalos regulares. Después se quitaron la ropa y fueron a nadar. Paula no podía creer que estuviera nadando desnuda con un hombre, pero Pedro la hacía reír tanto que todo le parecía perfectamente normal.
¿Quién necesitaba esquemas, protocolo o compromisos sociales cuando tenía aquello?
Y luego hicieron el amor en una cala que estaba a la sombra, con el agua lamiendo sus cuerpos desnudos. Paula no se había sentido nunca tan libre ni tan feliz como cuando estaba con Pedro. Se movió dentro de ella con pericia, con belleza, llevándola hacia la cima una y otra vez antes de que colapsaran y recuperaran el aliento. Ella se quedó dormida en la playa entre los brazos de Pedro.
–¿Cuánto tiempo me he dormido? –le preguntó al despertarse y ver su hermoso rostro.
La había estado mirando, y Paula se sonrojó al pensar que seguramente habría roncado o no habría tenido un aspecto demasiado sexy al dormir.
–No mucho. Unos veinte minutos o así.
Ella se estiró y bostezó. Se sentía indolente y perezosa. No llevaba ropa y no le importaba. Incluso se había quitado sus queridas perlas y las había dejado con la ropa en el refugio.
Se sentía otra mujer allí, tumbada en la playa con su amante, con el cuerpo saciado y algo dolorido por su maravilloso acto de amor. Una parte de ella no quería volver nunca a casa.
–¿Crees que nos encontrarán hoy? –le preguntó.
Casi quería que no fuera así y, sin embargo, un cambio de ropa y una ducha caliente le irían muy bien. Una ducha caliente con Pedro. No, no pensaría en ello.
Él le deslizó un dedo por los labios. Fue una caricia leve, sin connotaciones sexuales, pero despertó en ella un renovado calor en el centro del cuerpo. Qué revelador le resultaba ser una mujer con apetitos.
–No lo sé –reconoció él–. Espero que sí. Pero tenemos que
aceptar la posibilidad de que puede que nadie haya dado todavía la alarma.
–Imagino que sí, ya que no regresamos anoche.
Pedro se limitó a mirarla con aquella combinación de seducción y picardía que tan bien se le daba.
–Estás conmigo, Paula. A nadie le sorprenderá que no hayamos vuelto.
–Ah –dijo ella al darse cuenta de a lo que se refería.
Se trataba de Pedro Alfonso, el famoso donjuán, y ella era una mujer que seguramente no había sido capaz de resistirse a su legendario encanto.
Y lo cierto es que así era. No había sido capaz de resistirse, igual que muchas otras mujeres. Aunque le hubiera dicho que quería volver a verla cuando regresaran a Santina, seguía siendo algo temporal en su vida. La desearía hasta que se cansara de ella. Solo era una más en el desfile de mujeres que pasaban por su cama.
Ello lo sabía, pero era lo único que no podía ser en el mundo real. Por eso todo debía terminar allí, en la isla, y no más tarde.
–Tal vez ahora sea un buen momento para hablar de lo que va a pasar cuando volvamos –dijo Pedro como si hubiera percibido su conflicto interno.
Paula tragó saliva y sintió una punzada de incomodidad en el estómago.
–No hay nada de lo que hablar.
–¿Nada en absoluto? –insistió él.
Ella suspiró.
–Pedro, sabes que no funcionará.
–¿Por qué no? Eres una mujer soltera. Yo soy un hombre soltero. ¿Quién dice que no podemos vernos?
Paula se incorporó y se giró para mirarle.
–No puedo, Pedro. Hay… expectativas.
Pedro estaba empezando a enfadarse. Podía verlo en el fuego de su mirada: no era un fuego que le gustara. Era oscuro, penetrante y le escudriñaba los sentidos.
–¿Expectativas? ¿Quieres decir que yo no soy lo suficientemente bueno para ti?
–No he dicho eso.
El sol estaba más alto en el cielo y un haz de luz entraba en la cala. El cuerpo de Pedro parecía de oro, duro, esbelto y perfecto. El dragón del abdomen lanzaba llamaradas que se extendían por la cadera y la entrepierna. Quería trazar la línea del dragón con la lengua, pero no se había atrevido todavía a hacerlo.
Lo que hizo fue recorrerlo con un dedo. Los músculos de Pedro se pusieron tensos bajo su contacto.
–¿Dónde te lo hiciste?
Él le sujetó la mano.
–Estás intentando distraerme, Paula.
Ella le miró con sus largas pestañas entornadas.
–¿Y no funciona?
–No. Dime por qué no podemos vernos en Santina, en Amanti o donde queramos. Ya no vas a casarte con el príncipe Alejandro. Puedes hacer lo que quieras con tu vida.
Paula se estremeció al pensarlo, pero sabía que tenía que tener cuidado. Aunque hubiera sido libre en aquella isla, no podría permitirse serlo cuando volvieran. La prensa tendría una mina de oro si se enteraba, y ella se negaba a seguir siendo objeto de humillación. Tal vez a Pedro no le afectara la mala prensa, pero ella tenía que seguir con su vida como siempre.
–Necesito tiempo, Pedro. No puedo empezar a salir con hombres y a tener aventuras. No puedo hacerles eso a mis padres ni a los Santina.
Los ojos de Pedro echaban chispas.
–Estás dejando que tengan más poder sobre ti del que deberían –maldijo entre dientes–. ¿Qué te importa lo que digan los titulares? ¿No te das cuenta de que la mejor manera de que te dejen en paz es haciendo lo que te dé la gana? Quieren una víctima, Paula, y tú te has convertido en la víctima perfecta.
Las palabras de Pedro le atravesaron el alma.
–Mi reputación…
–Tu reputación ya está arruinada –le espetó él–. Has pasado la noche en esta isla a solas conmigo. Cuando tus queridos periódicos se enteren, y se enterarán, los titulares sobre nosotros harán que todo lo demás parezcan reseñas halagadoras. Tienes que demostrarles que te importa un bledo lo que piensen.
A Paula le sorprendió la rabia de su tono de voz. Y no solo eso, también temía que tuviera razón respecto a lo de su reputación.
–Para ti es muy fácil, Pedro. A nadie le importa que te hayas acostado con mil mujeres ni que le hayas roto el corazón a alguna pobre modelo. Te animan, te aplauden, creen que eres inteligente, guapo y divertido. Pero se suponía que yo iba a ser reina. A mí no me perdonarán tan fácilmente.
Pedro se puso de pie con el cuerpo tenso y la miró.
–¿Y por qué crees que necesitas el perdón de nadie? Ya no vas a ser reina, Paula. Es hora de que dejes de actuar como si lo fueras.
¿ME QUIERES? : CAPITULO 10
El sol se había ocultado y Pedro hizo una pequeña hoguera cerca del refugio. Tenían una linterna, pero el fuego era suficiente luz por el momento. Tras avivar las llamas, Pedro sacó unos paquetes de comida seca del kit de supervivencia y comieron algo. Se habían vuelto a vestir con la ropa que se había secado al sol.
Paula se sentía algo decepcionada al estar sentada al lado del fuego con Pedro y no poder mirar su pecho desnudo, pero por las noches refrescaba y se necesitaba ropa. Se cerró bien la chaqueta y miró a Pedro. La luz del fuego le acariciaba los ángulos del rostro, marcándole los pómulos y el hoyuelo de la barbilla. No podía creer que hubieran hecho el amor hacía tan poco tiempo.
En cierto modo era una persona distinta a la que era por la mañana. Pero seguía siendo una perfeccionista y una fanática del orden y la limpieza. Suspiró. También seguía teniendo miedo a quedar como una estúpida delante de la prensa.
Pero al menos podía decir que había experimentado la pasión. Y qué pasión. El recuerdo le provocó una nueva llamarada en el vientre. Pedro la había iniciado en un mundo que no conocía. La había convertido en una criatura necesitada de sus caricias.
Tanto que le había suplicado que le hiciera el amor otra vez
poco después de la primera. Esa vez él se puso de espaldas y dejó que Paula llevara la iniciativa. Al principio se mostró tímida, temerosa, pero luego descubrió lo poderosa que le hacía sentir controlar el ritmo.Pedro controlaba sus emociones y sus reacciones, pero hubo un momento en el que echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y tragó saliva.
Y en ese instante Paula sintió el triunfo corriendo por las venas.
Pedro alzó entonces la vista y la pilló mirándole fijamente. Su primera reacción fue apartar la mirada, fingir que no estaba mirando, pero él sonrió y ella se derritió por dentro. Le resultaba muy fácil estar así con él. Estar allí sin nadie mirando, sin temor a miradas indiscretas. ¿Sabría ya alguien que habían desaparecido? ¿Tendría alguien curiosidad? Sabían que había ido con Pedro, ¿qué pensarían?
Paula frunció el ceño. No le cabía duda de lo que estarían pensando.
Y no se equivocaban. Pero eso daba lo mismo; no podía permitirse que la prensa diera alas a semejante idea. Si ya se sentía humillada, ¿qué pasaría si se publicaba que había pasado la noche a solas en una isla con un famoso playboy?
–¿Te arrepientes?
La voz de Pedro le atravesó los pensamientos.
Ella negó con la cabeza.
–¿Y tú?
–Me arrepiento de una cosa. De que no hayamos tenido una cama.
Paula se encogió de hombros.
–A mí no me importa.
Pedro parecía muy serio.
–Te merecías una cama. Flores, velas, una cena y horas de besos antes.
Ella se estremeció de placer. ¿Cómo habría sido tener una cita de verdad con Pedro, que la llevara a cenar y luego la tumbara en una cama suave de colchas mullidas en la que podrían disfrutar del momento posterior?
–¿Es eso lo que sueles hacer?
Pedro frunció entonces el ceño y Paula lamentó haberlo dicho de aquel modo. Celosa y posesiva como una virgen.
Una antigua virgen.
–Traté de advertirte –le recordó Pedro.
No estaba celosa. En absoluto. Se trataba únicamente de su lado competitivo, la parte de ella que siempre quería ser la mejor en todo. La parte que planeaba, hacía esquemas y se sentía triunfante cuando todo salía exactamente como tenía previsto.
No había esquemas para eso, ni ningún plan que seguir.
–Olvida lo que he dicho –le pidió agitando la mano para quitarle importancia al asunto.
Pedro soltó el aire por la boca y Paula tuvo la impresión de que le había decepcionado.
–Anoche no estuve con ninguna mujer, Paula. Estaba trabajando en un asunto de negocios. Cuando me encontraste esta mañana, ni siquiera me había acostado.
A ella le latió el corazón con fuerza. Se lo imaginó toda la noche sentado frente al ordenador. Y luego, como no pudo evitarlo, se lo imaginó con una mujer enredada en su cuerpo.
Y eso le dolió más de lo que debería.
Ella sabía lo que era estar enredada en el cuerpo de Pedro.
Quería hacerlo otra vez. Experimentó una aguda sensación de urgencia, como si necesitara experimentar todo lo que pudiera en aquella única noche. Antes de que la vida real hiciera su aparición.
–Tenías lápiz de labios en el cuello –le dijo–. Aunque no me importa, por supuesto.
Pedro frunció el ceño mientras pensaba en ello. Entonces su expresión se iluminó.
–Ah, sería de la mujer que se me lanzó anoche en el baño de hombres del hotel. Estaba borracha.
Paula parpadeó escandalizada. Tal vez se hubiera dejado llevar aquel día, pero era una dama y nunca se avergonzaría en público. Al menos no adrede.
–¿Y qué habías hecho tú para que te siguiera hasta el baño?
Pedro sacudió la cabeza y se rio.
–Se había equivocado de persona. Iba detrás de otro tipo que se había escondido en uno de los inodoros.
Paula no pudo evitar reírse entre dientes.
–¿Y qué pasó cuando ella te atacó? ¿Salió su amigo del baño?
–No, pero por suerte la mujer perdió el conocimiento antes de que el daño fuera irreparable.
–¿Y luego qué pasó?
–La llevé a la recepción del hotel y le dije al conserje que había que llevarla a su habitación.
–Vaya, eres todo un caballero.
–Hago lo que puedo –aseguró él con un sonrisa pícara.
Por primera vez, ella pensó que tal vez aquella sonrisa fuera genuina y no parte de la armadura que se ponía para ocultar la oscuridad que llevaba dentro.
–Pero no tienes que temer que te avergüence –continuó él poniéndose de pronto muy serio–. Cuando regresemos, no veré a nadie mientras estemos juntos.
A ella se le acumuló la sangre en las orejas. Una corriente de miedo le atravesó las venas. No quería pensar en Santina, no quería pensar en lo que sucedería cuando volvieran. Aquello era otro mundo, otra vida, y no quería que interrumpiera su felicidad. No se los imaginaba en el mundo real, no veía a Pedro llevándola a cenar y acostándose luego con ella en su casa.
No, cuando volvieran a Santina todo habría terminado. Así debía ser. La angustia amenazó con apoderarse de ella.
Quería gritar que aquello no era justo, que era libre, pero sabía que la pecera que era su vida no le permitiría ver a Pedro cuando salieran de la isla. Allí era muy valiente porque nadie podía verlos, pero ¿qué pasaría cuando volvieran a casa?
–No hablemos de eso todavía –susurró mirando el fuego y observando el baile de las llamas.
No quería renunciar a él, pero tenía que hacerlo. Por el bien de los dos. Era el hermano de Alicia Alfonso. ¿Qué diría la prensa respecto a un romance entre la novia abandonada y el hermano de la nueva prometida? Se estremeció al pensarlo.
Eso avergonzaría a los Santina. A sus padres. Y Paula no podía hacerles algo así, ¿verdad? No después de lo sucedido. Contaban con ella para que sirviera de unión entre las dos casas y había fracasado.
Sus padres se quedarían horrorizados si pudieran verla en ese momento. Su madre le había dicho muchas veces cuando era niña que la impulsividad sería su perdición si no se andaba con cuidado. Y Paula siempre se había andado con cuidado.
Hasta ese día.
Pedro le puso un dedo bajo la barbilla y la obligó a mirarle.
–¿Por qué no? Quiero volver a verte, Paula. No quiero que se acabe aquí.
Ella le puso la mano en la suya y disfrutó de la sensación de su piel. Una descarga eléctrica se abrió paso entre ellos, realimentando el deseo de Paula. ¿Cuánto tiempo les quedaba para estar juntos?
–No estoy preparada para hablar de esto. No quiero
estropearlo todo.
Pedro parecía perplejo.
–¿Estropearlo todo? Estoy intentando decirte que quiero volver a verte cuando regresemos. ¿Cómo puede estropear eso algo? Quiero verte y que disfrutemos el uno del otro mientras dure. Pensé que eso te gustaría.
–Pedro, por favor –Paula ladeó la cabeza y le depositó un beso en la palma de la mano. Olía al humo de la fogata, cálido y ahumado, y cerró los ojos para aspirar profundamente su aroma.
Pedro le deslizó la mano hacia la nuca y la atrajo hacia sí.
Parecía enfadado, pero tenía pensado besarla de todas maneras. El estómago de Paula dio un respingo de alegría.
Sus labios rozaron los de ella con suavidad. Se acercó más para sentirle más de cerca, pero Pedro se retiró.
–Hablaremos de esto –gruñó.
–Sí, pero esta noche no –jadeó Paula con el corazón latiéndole a toda prisa–. No quiero hablar de nada esta noche. Solo quiero sentir.
Los labios de Pedro le recorrieron la mandíbula.
–De acuerdo. Mañana entonces.
–Gracias.
–¿Qué quieres de mí esta noche, dulce Paula? –la voz de Pedro era como un ronroneo en la columna de su cuello.
Ella vaciló un instante antes de ponerle la mano en la entrepierna, asombrándose a sí misma por su osadía. Pero estaba duro, dispuesto, y Paula se estremeció de placer.
Deslizó los dedos por el bulto de su erección, satisfecha cuando él contuvo el aliento.
–¿Tienes que preguntarlo?
Pedro sonrió contra sus labios.
–Me gusta esta faceta tuya –murmuró–. Es un contraste respecto al lado remilgado, el de la bibliotecaria perversa.
Paula sintió un escalofrío de deseo.
–¿Y le gustan las bibliotecarias perversas, señor Alfonso?
Pedro la besó hasta que llegó un momento en el que ya no pudo ni pensar.
–Puede ser.
–¿Y qué harías con una bibliotecaria perversa? –le preguntó en un susurro acercándose a él.
–Ah, ¿te gustaría saberlo?
–Sí. Desde luego que sí.
Pedro le deslizó la mano por el muslo y ella contuvo el aliento.
–Te gusta jugar con fuego, ¿verdad, Paula? –la acarició con los dedos sobre la fina tela de encaje de las braguitas–. Pero, ¿qué pasa si te acercas demasiado a la llama?
–Muéstramelo –gimió ella–. Quiero que me lo enseñes.
Y lo hizo. Completa y absolutamente.
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