sábado, 28 de febrero de 2015

¿ME QUIERES? : CAPITULO 12




Nadie fue a rescatarles aquel día. Pedro hizo señales con el espejo a intervalos regulares, pero no sucedió nada. Estaba tenso y enfadado y no entendía muy bien por qué. Tendría que ser todo más fácil, ¿no? Una mujer guapa que quería tener sexo apasionado con él y que luego cada uno siguiera por su lado sin ningún compromiso.


Debería estar encantado. Después de todo, ese era su habitual modus operandi. Debería estar en aquel momento hundido en su suave cuerpo, haciéndola gemir y gritar su nombre. Debería hacerlo todas las veces que ambos pudieran, desde aquel momento hasta que llegaran a rescatarles. Debería y, sin embargo, no podía. Estaba molesto, y eso no era propio de él. Debería estar felicitándose a sí mismo por la situación y, sin embargo, rumiaba porque la virgen con la que acababa de acostarse solo le quería por el sexo. Y únicamente mientras estuvieran allí varados.


Qué ironía.


Nunca se había parado a pensar que no querría verle cuando les rescataran. No. Lo que le preocupaba en realidad era que a pesar de haber afirmado acaloradamente lo contrario, quisiera más de él. Conocía a las de su clase, jóvenes idealistas e inexpertas. Una combinación segura para el desastre.


Se suponía que Paula sería de las que buscaban el «para siempre». Se suponía que querría hijos, una casa y una vida familiar normal que incluiría paseos por el parque, viajes familiares de vacaciones y un perro que llenaría la casa de barro.


Se suponía que ella querría todo lo que él no deseaba, y debía ser él quien le cortara las alas. Pero las cosas no estaban sucediendo así y eso le desconcertaba.


Tenía que admitir que seguramente sería mejor que no volvieran a verse. Sería menos complicado para los dos que rompieran de forma limpia allí en la isla. Si no lo hacían, a Alicia probablemente no le gustaría que saliera con la antigua prometida de su futuro marido. Normalmente no permitía que su hermana se metiera en su vida personal, pero esto le atañería directamente.


Porque sí era cierto, la prensa encontraría una mina de oro con la noticia. A Paula no le gustaría eso ni lo más mínimo, y tenía la impresión de que a Alicia tampoco.


El sol se ocultó en el horizonte y la temperatura se enfrió cuando aparecieron las nubes de tormenta. Apenas habían hablado en las últimas horas cuando Pedro le ofreció otro paquete de comida y un poco de agua. Paula le miró con aquellos ojos verdes muy abiertos y él recibió una descarga eléctrica. Sexo. Era en lo único en que podía pensar cuando la miraba, lo único que quería.


Y lo único que quería ella, a juzgar por el modo en que le estaba mirando. Como si estuviera hambrienta de algo que no era comida.


Pedro hizo un esfuerzo por darse la vuelta. Los rayos atravesaban el cielo en la distancia, volviendo las nubes rosas. El tiempo no resultaba amenazante, pero seguramente llovería más tarde. Y eso era bueno. Se estaban quedando sin agua y él podría recolectarla con el receptáculo que había fabricado con una manta de plástico y rocas.


Se sentó y comieron en silencio mientras las olas rompían en la cercana orilla. Había mucha paz allí. Era muy distinto a su vida en Londres o en Los Angeles, donde siempre tenía prisa, siempre estaba buscando nuevas oportunidades de negocio para el Grupo Leonidas. Viajaba, salía con mujeres y buscaba nuevos retos. Siempre buscando una nueva emoción, un nuevo desafío.


Paula le miró. Él alzó la vista de forma instintiva, como si estuvieran conectados a un nivel que todavía no entendía del todo, y sus miradas se cruzaron. Ella dejó caer la barbilla y clavó la vista en el suelo.


Y luego clavó los ojos en los suyos.


–¿Qué querías ser de niño, Pedro?


Él no trató de disimular la sorpresa que debía mostrar su rostro.


–¿A qué viene eso?


Ella encogió sus bonitos hombros.


–Estoy cansada del silencio. Y quiero saberlo –dijo apartándose el pelo de la cara.


Tenía una melena larga y abundante, y a Pedro le gustaba acariciarla cuando hacían el amor. Cuando ella estaba encima les rodeaba como una cortina. Sus ojos verdes le miraron con frialdad, como si esperara rechazo pero se hubiera atrevido a preguntárselo de todas maneras.


Pedro pensó en rechazarla, pero extrañamente no quiso hacerlo. Al menos por el momento.


–Quería ser jugador de fútbol profesional, como mi padre. Su carrera no duró mucho, pero los beneficios sí.


–¿Los beneficios?


–Las mujeres –afirmó sin vacilación.


Pero se sintió mal al instante, al ver cómo ella bajaba la vista y tragaba saliva. Lo había hecho porque todavía estaba enfadado con ella, pero no se sentía orgulloso.


–¿Y por qué no lo fuiste? –insistió Paula.


Pedro había terminado el paquete de comida y lo arrugó. 


¿Qué sentido tenía comportarse como un imbécil? Apenas se conocían el uno al otro. Habían tenido sexo, un sexo magnífico, pero no eran amantes en el sentido habitual. Y no iban a serlo. Paula lo había dejado muy claro.


Pedro Alfonso no suplicaba.


No lo necesitaba. Ni quería hacerlo. Cuando regresaran a Santina, habría muchas mujeres dispuestas a recibir sus atenciones. Esa era la vida a la que estaba acostumbrado, la vida que le gustaba. Una mujer no iba a cambiar eso por muy sexy y deseable que fuera.


Se echó hacía atrás y se apoyó en los hombros.


–Decidí que podía ganar más dinero alimentando los exclusivos gustos de la gente rica y famosa. Y eso fue lo que hice.


–El Grupo Leonidas.


–¿Y qué me dices de ti,Paula? –le preguntó. Prefería que hablaran de ella, no le gustaba hablar de sí mismo. Le llevaba a un terreno que no quería explorar, al menos no aquella noche. Sencillamente, era un hombre que conocía sus limitaciones y las ocultaba bajo una férrea voluntad de triunfo y un encanto que había heredado de su padre.


No tenía ningún deseo de discutir con ella. Ni con nadie.


Lo que quería saber era quién era en realidad. Había visto atisbos la noche anterior y aquel día. Cuando estaba desnuda debajo de él, encima de él. Era una mujer apasionada bajo su rígido exterior. Pedro odiaría que regresara aquel exterior y, sin embargo, sabía que así sería cuando les rescataran. Para ella era tan natural como respirar.


–¿Qué querías ser de niña? ¿O tu única opción era ser reina?


Ella sacudió la cabeza.


–No, por supuesto que no. Quería ser veterinaria, pero luego me di cuenta de que eso implicaría sangre y abandoné la idea. Después quise ser chef durante algún tiempo. Y por supuesto también estaba el sueño de bailarina.


–Y el de princesa, supongo.


Paula se puso tensa.


–Por supuesto, pero se suponía que ese se iba a hacer realidad –se encogió de hombros–. Pero así es la vida, ¿verdad?


–La vida es muchas cosas –afirmó Pedro–. Algunas decepcionantes, otras frustrantes y algunas maravillosamente felices.


Ella se quedó pensativa.


–¿Has sido alguna vez maravillosamente feliz?


–Supongo que depende de cómo defines la felicidad, pero sí, yo diría que sí.


Si Paula le pedía que le dijera en qué momento, no creía que pudiera hacerlo. Lo único que sabía era que debió haber sido muy feliz en un momento u otro. Había llevado una vida de placer. Se había divertido. ¿Cómo no iba a ser feliz? 


Tenía dinero a espuertas y muchas mujeres. ¿Qué más se necesitaba?


Paula suspiró y la melena le cayó por la frente al bajar la barbilla al pecho.


–Creo que yo todavía estoy esperando a que eso suceda.


Pedro sintió una punzada en el estómago.


–No esperes a que suceda. Haz que suceda.


Ella le miró con los ojos brillantes bajo la luz del fuego.


–Lo intento –murmuró–. Yo… –vaciló un instante antes de continuar–. No es que no quiera verte cuando volvamos a casa. Pero no puedo. Todavía no.


Un haz de luz iluminó el cielo, seguido al instante por un trueno. El aire se cargó de electricidad. Pedro podía oler el sulfuro, sentir su arañazo en la garganta. Sabía a ira.


–¿Cuánto tiempo crees que necesitarás, Paula? ¿Un mes? ¿Dos? ¿Seis? ¿Un año?


Ella tragó saliva.


–Yo… no lo sé.


–Entonces tal vez tengas razón –afirmó Pedro con tirantez–. Tal vez sea mejor que nos despidamos ahora.


–Sabía que dirías eso.


–¿Y qué esperabas que dijera? ¿Que estaré encantado de esperar hasta que ya no le tengas miedo a la prensa?


–Eso no es justo, Pedro.


–No hay nada justo –replicó él.





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