sábado, 28 de febrero de 2015

¿ME QUIERES? : CAPITULO 10




El sol se había ocultado y Pedro hizo una pequeña hoguera cerca del refugio. Tenían una linterna, pero el fuego era suficiente luz por el momento. Tras avivar las llamas, Pedro sacó unos paquetes de comida seca del kit de supervivencia y comieron algo. Se habían vuelto a vestir con la ropa que se había secado al sol.


Paula se sentía algo decepcionada al estar sentada al lado del fuego con Pedro y no poder mirar su pecho desnudo, pero por las noches refrescaba y se necesitaba ropa. Se cerró bien la chaqueta y miró a Pedro. La luz del fuego le acariciaba los ángulos del rostro, marcándole los pómulos y el hoyuelo de la barbilla. No podía creer que hubieran hecho el amor hacía tan poco tiempo.


En cierto modo era una persona distinta a la que era por la mañana. Pero seguía siendo una perfeccionista y una fanática del orden y la limpieza. Suspiró. También seguía teniendo miedo a quedar como una estúpida delante de la prensa.


Pero al menos podía decir que había experimentado la pasión. Y qué pasión. El recuerdo le provocó una nueva llamarada en el vientre. Pedro la había iniciado en un mundo que no conocía. La había convertido en una criatura necesitada de sus caricias.


Tanto que le había suplicado que le hiciera el amor otra vez
poco después de la primera. Esa vez él se puso de espaldas y dejó que Paula llevara la iniciativa. Al principio se mostró tímida, temerosa, pero luego descubrió lo poderosa que le hacía sentir controlar el ritmo.Pedro controlaba sus emociones y sus reacciones, pero hubo un momento en el que echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y tragó saliva. 


Y en ese instante Paula sintió el triunfo corriendo por las venas.


Pedro alzó entonces la vista y la pilló mirándole fijamente. Su primera reacción fue apartar la mirada, fingir que no estaba mirando, pero él sonrió y ella se derritió por dentro. Le resultaba muy fácil estar así con él. Estar allí sin nadie mirando, sin temor a miradas indiscretas. ¿Sabría ya alguien que habían desaparecido? ¿Tendría alguien curiosidad? Sabían que había ido con Pedro, ¿qué pensarían?


Paula frunció el ceño. No le cabía duda de lo que estarían pensando.


Y no se equivocaban. Pero eso daba lo mismo; no podía permitirse que la prensa diera alas a semejante idea. Si ya se sentía humillada, ¿qué pasaría si se publicaba que había pasado la noche a solas en una isla con un famoso playboy?


–¿Te arrepientes?


La voz de Pedro le atravesó los pensamientos.


Ella negó con la cabeza.


–¿Y tú?


–Me arrepiento de una cosa. De que no hayamos tenido una cama.


Paula se encogió de hombros.


–A mí no me importa.


Pedro parecía muy serio.


–Te merecías una cama. Flores, velas, una cena y horas de besos antes.


Ella se estremeció de placer. ¿Cómo habría sido tener una cita de verdad con Pedro, que la llevara a cenar y luego la tumbara en una cama suave de colchas mullidas en la que podrían disfrutar del momento posterior?


–¿Es eso lo que sueles hacer?


Pedro frunció entonces el ceño y Paula lamentó haberlo dicho de aquel modo. Celosa y posesiva como una virgen. 


Una antigua virgen.


–Traté de advertirte –le recordó Pedro.


No estaba celosa. En absoluto. Se trataba únicamente de su lado competitivo, la parte de ella que siempre quería ser la mejor en todo. La parte que planeaba, hacía esquemas y se sentía triunfante cuando todo salía exactamente como tenía previsto.


No había esquemas para eso, ni ningún plan que seguir.


–Olvida lo que he dicho –le pidió agitando la mano para quitarle importancia al asunto.


Pedro soltó el aire por la boca y Paula tuvo la impresión de que le había decepcionado.


–Anoche no estuve con ninguna mujer, Paula. Estaba trabajando en un asunto de negocios. Cuando me encontraste esta mañana, ni siquiera me había acostado.


A ella le latió el corazón con fuerza. Se lo imaginó toda la noche sentado frente al ordenador. Y luego, como no pudo evitarlo, se lo imaginó con una mujer enredada en su cuerpo.


 Y eso le dolió más de lo que debería.


Ella sabía lo que era estar enredada en el cuerpo de Pedro


Quería hacerlo otra vez. Experimentó una aguda sensación de urgencia, como si necesitara experimentar todo lo que pudiera en aquella única noche. Antes de que la vida real hiciera su aparición.


–Tenías lápiz de labios en el cuello –le dijo–. Aunque no me importa, por supuesto.


Pedro frunció el ceño mientras pensaba en ello. Entonces su expresión se iluminó.


–Ah, sería de la mujer que se me lanzó anoche en el baño de hombres del hotel. Estaba borracha.


Paula parpadeó escandalizada. Tal vez se hubiera dejado llevar aquel día, pero era una dama y nunca se avergonzaría en público. Al menos no adrede.


–¿Y qué habías hecho tú para que te siguiera hasta el baño?


Pedro sacudió la cabeza y se rio.


–Se había equivocado de persona. Iba detrás de otro tipo que se había escondido en uno de los inodoros.


Paula no pudo evitar reírse entre dientes.


–¿Y qué pasó cuando ella te atacó? ¿Salió su amigo del baño?


–No, pero por suerte la mujer perdió el conocimiento antes de que el daño fuera irreparable.


–¿Y luego qué pasó?


–La llevé a la recepción del hotel y le dije al conserje que había que llevarla a su habitación.


–Vaya, eres todo un caballero.


–Hago lo que puedo –aseguró él con un sonrisa pícara.


Por primera vez, ella pensó que tal vez aquella sonrisa fuera genuina y no parte de la armadura que se ponía para ocultar la oscuridad que llevaba dentro.


–Pero no tienes que temer que te avergüence –continuó él poniéndose de pronto muy serio–. Cuando regresemos, no veré a nadie mientras estemos juntos.


A ella se le acumuló la sangre en las orejas. Una corriente de miedo le atravesó las venas. No quería pensar en Santina, no quería pensar en lo que sucedería cuando volvieran. Aquello era otro mundo, otra vida, y no quería que interrumpiera su felicidad. No se los imaginaba en el mundo real, no veía a Pedro llevándola a cenar y acostándose luego con ella en su casa.


No, cuando volvieran a Santina todo habría terminado. Así debía ser. La angustia amenazó con apoderarse de ella. 


Quería gritar que aquello no era justo, que era libre, pero sabía que la pecera que era su vida no le permitiría ver a Pedro cuando salieran de la isla. Allí era muy valiente porque nadie podía verlos, pero ¿qué pasaría cuando volvieran a casa?


–No hablemos de eso todavía –susurró mirando el fuego y observando el baile de las llamas.


No quería renunciar a él, pero tenía que hacerlo. Por el bien de los dos. Era el hermano de Alicia Alfonso. ¿Qué diría la prensa respecto a un romance entre la novia abandonada y el hermano de la nueva prometida? Se estremeció al pensarlo.


Eso avergonzaría a los Santina. A sus padres. Y Paula no podía hacerles algo así, ¿verdad? No después de lo sucedido. Contaban con ella para que sirviera de unión entre las dos casas y había fracasado.


Sus padres se quedarían horrorizados si pudieran verla en ese momento. Su madre le había dicho muchas veces cuando era niña que la impulsividad sería su perdición si no se andaba con cuidado. Y Paula siempre se había andado con cuidado.


Hasta ese día.


Pedro le puso un dedo bajo la barbilla y la obligó a mirarle.


–¿Por qué no? Quiero volver a verte, Paula. No quiero que se acabe aquí.


Ella le puso la mano en la suya y disfrutó de la sensación de su piel. Una descarga eléctrica se abrió paso entre ellos, realimentando el deseo de Paula. ¿Cuánto tiempo les quedaba para estar juntos?


–No estoy preparada para hablar de esto. No quiero
estropearlo todo.


Pedro parecía perplejo.


–¿Estropearlo todo? Estoy intentando decirte que quiero volver a verte cuando regresemos. ¿Cómo puede estropear eso algo? Quiero verte y que disfrutemos el uno del otro mientras dure. Pensé que eso te gustaría.


Pedro, por favor –Paula ladeó la cabeza y le depositó un beso en la palma de la mano. Olía al humo de la fogata, cálido y ahumado, y cerró los ojos para aspirar profundamente su aroma.


Pedro le deslizó la mano hacia la nuca y la atrajo hacia sí. 


Parecía enfadado, pero tenía pensado besarla de todas maneras. El estómago de Paula dio un respingo de alegría.


Sus labios rozaron los de ella con suavidad. Se acercó más para sentirle más de cerca, pero Pedro se retiró.


–Hablaremos de esto –gruñó.


–Sí, pero esta noche no –jadeó Paula con el corazón latiéndole a toda prisa–. No quiero hablar de nada esta noche. Solo quiero sentir.


Los labios de Pedro le recorrieron la mandíbula.


–De acuerdo. Mañana entonces.


–Gracias.


–¿Qué quieres de mí esta noche, dulce Paula? –la voz de Pedro era como un ronroneo en la columna de su cuello.


Ella vaciló un instante antes de ponerle la mano en la entrepierna, asombrándose a sí misma por su osadía. Pero estaba duro, dispuesto, y Paula se estremeció de placer. 


Deslizó los dedos por el bulto de su erección, satisfecha cuando él contuvo el aliento.


–¿Tienes que preguntarlo?


Pedro sonrió contra sus labios.


–Me gusta esta faceta tuya –murmuró–. Es un contraste respecto al lado remilgado, el de la bibliotecaria perversa.


Paula sintió un escalofrío de deseo.


–¿Y le gustan las bibliotecarias perversas, señor Alfonso?


Pedro la besó hasta que llegó un momento en el que ya no pudo ni pensar.


–Puede ser.


–¿Y qué harías con una bibliotecaria perversa? –le preguntó en un susurro acercándose a él.


–Ah, ¿te gustaría saberlo?


–Sí. Desde luego que sí.


Pedro le deslizó la mano por el muslo y ella contuvo el aliento.


–Te gusta jugar con fuego, ¿verdad, Paula? –la acarició con los dedos sobre la fina tela de encaje de las braguitas–. Pero, ¿qué pasa si te acercas demasiado a la llama?


–Muéstramelo –gimió ella–. Quiero que me lo enseñes.



Y lo hizo. Completa y absolutamente.



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