sábado, 28 de febrero de 2015
¿ME QUIERES? : CAPITULO 11
Durmieron el uno en brazos del otro y se despertaron cuando la luz de la mañana se coló a través de los árboles y atravesó el velo de su sueño. Volvieron a comer comida en lata y luego Pedro tomó un espejo de señales y salió al sol para enviar flashes al cielo en intervalos regulares. Después se quitaron la ropa y fueron a nadar. Paula no podía creer que estuviera nadando desnuda con un hombre, pero Pedro la hacía reír tanto que todo le parecía perfectamente normal.
¿Quién necesitaba esquemas, protocolo o compromisos sociales cuando tenía aquello?
Y luego hicieron el amor en una cala que estaba a la sombra, con el agua lamiendo sus cuerpos desnudos. Paula no se había sentido nunca tan libre ni tan feliz como cuando estaba con Pedro. Se movió dentro de ella con pericia, con belleza, llevándola hacia la cima una y otra vez antes de que colapsaran y recuperaran el aliento. Ella se quedó dormida en la playa entre los brazos de Pedro.
–¿Cuánto tiempo me he dormido? –le preguntó al despertarse y ver su hermoso rostro.
La había estado mirando, y Paula se sonrojó al pensar que seguramente habría roncado o no habría tenido un aspecto demasiado sexy al dormir.
–No mucho. Unos veinte minutos o así.
Ella se estiró y bostezó. Se sentía indolente y perezosa. No llevaba ropa y no le importaba. Incluso se había quitado sus queridas perlas y las había dejado con la ropa en el refugio.
Se sentía otra mujer allí, tumbada en la playa con su amante, con el cuerpo saciado y algo dolorido por su maravilloso acto de amor. Una parte de ella no quería volver nunca a casa.
–¿Crees que nos encontrarán hoy? –le preguntó.
Casi quería que no fuera así y, sin embargo, un cambio de ropa y una ducha caliente le irían muy bien. Una ducha caliente con Pedro. No, no pensaría en ello.
Él le deslizó un dedo por los labios. Fue una caricia leve, sin connotaciones sexuales, pero despertó en ella un renovado calor en el centro del cuerpo. Qué revelador le resultaba ser una mujer con apetitos.
–No lo sé –reconoció él–. Espero que sí. Pero tenemos que
aceptar la posibilidad de que puede que nadie haya dado todavía la alarma.
–Imagino que sí, ya que no regresamos anoche.
Pedro se limitó a mirarla con aquella combinación de seducción y picardía que tan bien se le daba.
–Estás conmigo, Paula. A nadie le sorprenderá que no hayamos vuelto.
–Ah –dijo ella al darse cuenta de a lo que se refería.
Se trataba de Pedro Alfonso, el famoso donjuán, y ella era una mujer que seguramente no había sido capaz de resistirse a su legendario encanto.
Y lo cierto es que así era. No había sido capaz de resistirse, igual que muchas otras mujeres. Aunque le hubiera dicho que quería volver a verla cuando regresaran a Santina, seguía siendo algo temporal en su vida. La desearía hasta que se cansara de ella. Solo era una más en el desfile de mujeres que pasaban por su cama.
Ello lo sabía, pero era lo único que no podía ser en el mundo real. Por eso todo debía terminar allí, en la isla, y no más tarde.
–Tal vez ahora sea un buen momento para hablar de lo que va a pasar cuando volvamos –dijo Pedro como si hubiera percibido su conflicto interno.
Paula tragó saliva y sintió una punzada de incomodidad en el estómago.
–No hay nada de lo que hablar.
–¿Nada en absoluto? –insistió él.
Ella suspiró.
–Pedro, sabes que no funcionará.
–¿Por qué no? Eres una mujer soltera. Yo soy un hombre soltero. ¿Quién dice que no podemos vernos?
Paula se incorporó y se giró para mirarle.
–No puedo, Pedro. Hay… expectativas.
Pedro estaba empezando a enfadarse. Podía verlo en el fuego de su mirada: no era un fuego que le gustara. Era oscuro, penetrante y le escudriñaba los sentidos.
–¿Expectativas? ¿Quieres decir que yo no soy lo suficientemente bueno para ti?
–No he dicho eso.
El sol estaba más alto en el cielo y un haz de luz entraba en la cala. El cuerpo de Pedro parecía de oro, duro, esbelto y perfecto. El dragón del abdomen lanzaba llamaradas que se extendían por la cadera y la entrepierna. Quería trazar la línea del dragón con la lengua, pero no se había atrevido todavía a hacerlo.
Lo que hizo fue recorrerlo con un dedo. Los músculos de Pedro se pusieron tensos bajo su contacto.
–¿Dónde te lo hiciste?
Él le sujetó la mano.
–Estás intentando distraerme, Paula.
Ella le miró con sus largas pestañas entornadas.
–¿Y no funciona?
–No. Dime por qué no podemos vernos en Santina, en Amanti o donde queramos. Ya no vas a casarte con el príncipe Alejandro. Puedes hacer lo que quieras con tu vida.
Paula se estremeció al pensarlo, pero sabía que tenía que tener cuidado. Aunque hubiera sido libre en aquella isla, no podría permitirse serlo cuando volvieran. La prensa tendría una mina de oro si se enteraba, y ella se negaba a seguir siendo objeto de humillación. Tal vez a Pedro no le afectara la mala prensa, pero ella tenía que seguir con su vida como siempre.
–Necesito tiempo, Pedro. No puedo empezar a salir con hombres y a tener aventuras. No puedo hacerles eso a mis padres ni a los Santina.
Los ojos de Pedro echaban chispas.
–Estás dejando que tengan más poder sobre ti del que deberían –maldijo entre dientes–. ¿Qué te importa lo que digan los titulares? ¿No te das cuenta de que la mejor manera de que te dejen en paz es haciendo lo que te dé la gana? Quieren una víctima, Paula, y tú te has convertido en la víctima perfecta.
Las palabras de Pedro le atravesaron el alma.
–Mi reputación…
–Tu reputación ya está arruinada –le espetó él–. Has pasado la noche en esta isla a solas conmigo. Cuando tus queridos periódicos se enteren, y se enterarán, los titulares sobre nosotros harán que todo lo demás parezcan reseñas halagadoras. Tienes que demostrarles que te importa un bledo lo que piensen.
A Paula le sorprendió la rabia de su tono de voz. Y no solo eso, también temía que tuviera razón respecto a lo de su reputación.
–Para ti es muy fácil, Pedro. A nadie le importa que te hayas acostado con mil mujeres ni que le hayas roto el corazón a alguna pobre modelo. Te animan, te aplauden, creen que eres inteligente, guapo y divertido. Pero se suponía que yo iba a ser reina. A mí no me perdonarán tan fácilmente.
Pedro se puso de pie con el cuerpo tenso y la miró.
–¿Y por qué crees que necesitas el perdón de nadie? Ya no vas a ser reina, Paula. Es hora de que dejes de actuar como si lo fueras.
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