viernes, 13 de febrero de 2015
UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 9
Estás loco —murmuró Paula mientras abandonaba la finca familiar a bordo del deportivo rojo de Pedro.
Diablos. Lo había hecho. Se estaba escapando el día de su boda. Llevándose casi nada. Algo de ropa, sus zapatos favoritos. Su ordenador, su teléfono, unos cuantos libros.
Pero, cuando él le expuso las opciones que tenía, lo vio todo claro como el cristal. No podía seguir adelante con la boda, toda vestida de blanco, la novia virginal, y casarse con Alejo sabiendo que estaba embarazada de otro hombre. Sabiendo que la prensa destrozaría a todos los implicados si Pedro se levantaba y le contaba a todo el mundo lo que había hecho.
Era consciente de la posición en que se encontraba. Había sido consciente de ello desde el día en que su padre, en su despacho, la advirtió de que no seguiría protegiéndola del escándalo al que ella misma se había estado exponiendo.
Se las había arreglado para ofrecer una imagen perfecta al público y por esa razón los medios la tenían en un pedestal.
Lo que quería decir que cualquier sospecha de escándalo atraería a un enjambre de periodistas. Pero lo único que había hecho era retrasar lo inevitable. Solo en ese momento se daba cuenta de ello.
Sería horrible cuando la prensa se enterara. Fuera cual fuera su comportamiento, ella quedaría como la villana de la película. De eso estaba segura. Pero no tenía la fortaleza necesaria de dejar que eso sucediera con público delante.
De dejar que Pedro soltara su discurso delante de tantos invitados y periodistas. El simple pensamiento la ponía enferma. Se había convertido en la gran heredera Chaves, un icono de la moda y el estilo, la niña bonita de los medios de comunicación. Aquella noche que había pasado con Pedro había sacado a la luz algo que ni ella misma había sabido que existía, y estaba pagando por ello.
Salirse de aquel recto y estrecho camino que había elegido había demostrado tener unas cuantas consecuencias permanentes. Y, en aquel momento, estaba retrasando aquellas consecuencias. Porque de ese modo no tendría que mirar a Alejo a la cara cuando se enterara. O cuando se enterara su padre. O Lucila. Sacó su móvil.
—Al menos voy a ponerle un mensaje a Lucila—pensó en su hermana, que habría debido ser la dama de honor. Su dulce y cariñosa hermana, una de las mejores personas que conocía.
Se ponía enferma solo de pensar en su cara de preocupación. O en la de su padre. O en la de Alejo. Lo había estropeado todo. Le iba a dar un ataque de pánico.
—No lo hagas hasta que el avión esté a punto de salir. Por cierto, ¿por qué estoy loco?
—¡Porque todo es una locura! —explotó Paula—. Y tú quieres que me case contigo. No voy a hacerlo. No te conozco. Y tampoco me gustas.
—¿Cómo puedo no gustarte si no me conoces?
—De acuerdo, no te conozco mucho, pero lo que sé sobre ti no me gusta.
—Te gusta mi cuerpo.
—Y, si fueras solo un cuerpo, quizá eso fuera importante. Pero, desafortunadamente, detrás de esos duros músculos hay una personalidad que me aterra.
—¿De veras?
—Eres un mentiroso. Ignoro por qué, pero decidiste arruinarle la vida a mi prometido y me utilizaste a mí para vengarte.
—Pero luego no hice nada al respecto.
—Hoy viniste a mi casa.
—Sí, y podría haber hecho algo. Pero no pensaba asistir a la boda y no planeaba hacer más. Es solo… que terminé viniendo. Y ahora me alegro de haberlo hecho. Dime, ¿te habrías casado con él de todas formas?
—No.
—Ya me lo imaginaba.
—¿Por qué le odias, por cierto? Tengo la sensación de que esto podría ser muy importante para mi futuro —bajó la mirada a sus manos y descubrió que le temblaban.
—Como te he dicho, Alejo Kouros es un nombre falso. Una identidad inventada. Diablos, si hasta el mío lo es. Alfonso. Yo nunca antes había tenido un apellido.
—¿Cómo es eso?
—Fui el hijo de una mujer que no podía recordar su verdadero nombre. O, si lo recordaba, nunca lo usaba. Meli: así se hacía llamar. «Miel». Tenía una especie de doble significado. Vivíamos en la mansión del padre de Alejo. El infame Nicolas Kouklakis.
—¿Qué?
—Supongo que habrás oído hablar de él.
—Las actividades de su círculo de traficantes eran… horribles. Cuando hace unos cuantos años fue disuelto…
—Sí, fue horroroso. Fueron muchas las vidas que arruinó. Mi madre no figuraba entre las secuestradas. Ella fue seducida. Por las drogas. Por el dinero. Por amor. Vivíamos en la mansión, al igual que Alejo. Recuerdo que al principio, cuando lo veía, pensaba que era alguien importante con aquellos trajes, aquellos coches. Pero aprendí muy rápidamente a tenerle miedo porque era el hijo del gran jefe.
—Pedro, no… no puede ser…
—¿Qué? ¿Piensas que si me meto con él es por diversión? Lo hago porque considero que no se merece nada de lo que tiene, no cuando tantos de nosotros aún estamos pagando las consecuencias del origen de su fortuna.
—Pero él no ganó su dinero… haciendo nada malo. Entró en contacto con mi familia cuando todavía era un muchacho. Mi padre le proporcionó trabajo. Hizo una fortuna de la nada.
—Tú no lo conoces como yo. Crees que sí, Paula, pero no lo conoces en absoluto.
—Lo conozco.
—¿Por qué nunca te has acostado con él?
—Él no es muy… apasionado. Y yo me figuraba que tampoco lo era, así que pensaba que no había problema.
Pedro soltó una carcajada sin humor.
—Yo fui testigo de algunos de sus comportamientos en la mansión de su padre. Frecuentaba a las mujeres de allí. Pasión no le faltaba, y conociendo sus antecedentes, encuentro ciertamente preocupante que no te haya tocado. Quizá estuviera esperando a saborear tu virginidad.
—Él no sabía que yo era virgen —replicó acalorada—. Yo tuve una… una relación antes de Alejo, y no… Obviamente no me acosté con él, pero tampoco fue una relación casta, ¿de acuerdo? Y yo nunca hablé con Alejo de eso, así que él no podía saberlo.
—Créeme, agape, lo sabía.
—Tú no lo sabías.
—Yo solo te conocía de aquella tarde.
—Que tendrá duraderas consecuencias —replicó ella, apoyando la cabeza en el cristal de la ventanilla y viendo cómo el paisaje desfilaba ante sus ojos—: No sé qué estoy haciendo aquí contigo.
—¿No lo sabes? No querías que destrozara tu reputación ante la prensa. Ni que destruyera a Alejo ante el altar, aunque no consigo entender por qué.
A Paula le daba vueltas la cabeza. No podía imaginarse al Alejo que conocía, al hombre que parecía pasar las veinticuatro horas del día enfundado en un formal traje de ejecutivo, merodeando por aquella finca llena de droga y mezclándose con prostitutas. No tenía sentido.
—Yo solo sé de él lo que sé.
Y de todas las cosas que sentía hacia Alejo en aquel momento, la tristeza y el arrepentimiento no figuraban entre ellas. De alguna manera, se sentía hasta aliviada de haberse escapado de la boda, aunque fuera con Pedro Alfonso. Aunque estuviera embarazada de él. Se le encogió el estómago. No, eso no le producía ningún alivio. Ni siquiera quería pensar en ello.
—No irás a mantenerme prisionera, ¿verdad? —le preguntó cuando el coche llegó al aeropuerto.
—Si hubiera querido hacer eso, lo habría hecho en Corfú.
Paula apretó los dientes y abrió la puerta del coche. Él la siguió, y apareció un empleado para encargarse de sus maletas.
—Eres despreciable. ¿A qué terminal vamos?
—Volaremos en mi avión privado. Así podremos hablar con mayor tranquilidad de nuestros asuntos.
—¿Sabes una cosa? Tú no me gustas nada.
—Lo sé, pero aun así me sigues deseando, que es lo que realmente te importa.
Paula se enfadó, porque por mucho que la fastidiara, lo que él decía era cierto.
—Ni la mitad de lo que me importa estar embarazada de ti.
—Entonces, ¿por qué me estás acompañando?
Ella sacudió la cabeza y se detuvo en seco.
—Porque, por muy enfadada que esté contigo, tú no tienes toda la culpa. Yo misma arruiné mi futuro y ahora ya no sé cómo arreglarlo. Si me quedo, expondré a mi familia a un escándalo todavía mayor que si me retiro discretamente.
—Entonces, ¿es tu familia lo que más te importa?
—Sí. Mi madre fue la mujer más maravillosa del mundo.
Todo el mundo la quería. Mi padre es un hombre muy… decente, y si mi pobre hermana es ahora blanco de ataques de los periodistas es únicamente porque buscaban un saco de boxeo y la eligieron a ella. Yo no puedo complicarles todavía más las cosas.
—¿Y qué hay de ti?
—Yo no quiero tener una cámara constantemente delante de mi casa, ni tener que responder a cientos de preguntas. Y… Pedro, tú eres el padre de mi hijo, me guste o no. Y siento que te mereces una oportunidad. No el matrimonio, sino una oportunidad.
—¿De modo que es eso lo que quieres? —le preguntó él.
—Conocerte. Eso sería un buen comienzo.
—Entiendo que no estás hablando en un sentido bíblico.
—Eso ya lo hice, lo cual no me llevó a ninguna parte más que a quedarme embarazada y a cancelar la boda. Así que esperemos que la otra acepción del verbo «conocer» sea más positiva.
—Si esperas que me siente contigo a hablarte de mis sentimientos, no vas a tener mucha suerte. Ahora bien, si se trata de profundizar en el sentido bíblico el conocimiento que tengo de ti… ¿Sabes? Por la imagen que daban los medios de tu persona, tenía la impresión de que eras una muchachita dócil. Y no muy lista.
—No me extraña, ya que es así como gusta de presentarme la prensa, supongo —aunque eso, en parte, era por voluntad propia—. Una muchachita sencilla y complaciente.
—Y no lo eres.
—Por dentro, no —masculló ella.
Pero había aprendido a serlo. Después del episodio de Claudio y su sórdida seducción, que había concluido con su alcohólica colaboración en unas fotos pornográficas y un escabroso vídeo. Y había tenido que confesárselo todo a su padre. No se le ocurría nada más horrible que aquello. La cruda evidencia de lo muy estúpida que había sido. Y tal como le había recordado su padre, bastante suerte había tenido de que eso hubiera sido todo. Borracha con un hombre que había sido un virtual desconocido para ella, habría podido terminar mucho peor. Y luego estaban las juergas, las drogas con las que estuvo experimentando. Las veces que había conducido sola bajo la influencia de…
Se había merecido el rapapolvo que le había echado su padre, la amenaza que le había lanzado de desheredarla.
Ver las fotos en las que aparecía con Claudio había sido como enfrentarse a una evidencia a todo color de lo desafortunadas que habían sido sus decisiones. La llamada de atención que tan desesperadamente había necesitado.
Y una vez que las fotos y el vídeo fueron destruidos, después de que Claudio hubiera sido sobornado, su madre cayó enferma. Paula se había volcado en cuidarla, en acompañarla a todas sus citas, en hacerle compañía, en ayudarla a planificar sus fiestas, en hacer de anfitriona.
Tras el fallecimiento de su madre, había aparecido Alejo. Su padre había esperado que se casara con él. Y, por supuesto, había esperado que también lo amara. En cualquier caso, Pedro había sido consciente de lo que se esperaba de ella. Todo lo contrario que Pedro, que parecía pensar que podía soportar todo tipo de tratamiento duro.
Brutal. Apenada, se sorbió la nariz.
—¿Qué pasa? —le preguntó él.
—No has sido precisamente muy bueno conmigo —lo acusó, adelantándose y siguiendo al empleado con el carrito que transportaba su equipaje—. Es curioso que tengas a Alejo por un canalla cuando él me trataba como si fuera una princesa.
—Tú no eres una maldita princesa. Eres una mujer normal.
—Alejo piensa que soy una princesa.
—Dentro de cuatro horas, Alejo pensará de ti que eres una traidora que lo dejó plantado en el altar.
Paula apretó los dientes. Eso no podía discutírselo. Y tampoco podía echarle toda la culpa a él, no cuando ella tenía una buena parte de culpa. La conversación se interrumpió cuando se acercaban a un estilizado reactor que se hallaba aparcado en una pista. Se abrió la puerta y quedó desplegada una escalerilla con una alfombra roja. El interior la dejó deslumbrada, desde la moqueta de color crema a los mullidos sofás de piel.
—Tengo champán enfriándose —le dijo Pedro a su espalda—. Por supuesto, tú no puedes tomar. No es bueno para el bebé.
—¿Eres siempre tan insufrible?
—¿Y tú?
—Yo nunca. De hecho soy extremadamente agradable, todo el tiempo. Es solo que tú me haces… No hay una palabra lo suficientemente fuerte que logre expresar la mezcla de furia y angustia que siento en tu presencia.
—¿Atracción?
—No es esa la palabra —Paula entrecerró los ojos.
—¿Seguro? Entonces, ¿por qué me besaste antes?
Se sentó en el sofá, súbitamente agotada.
—Porque hago cosas estúpidas cuando tú estás cerca.
—Me tomaré eso como un cumplido.
—Yo no lo haría —Paula cruzó los brazos—. ¿Podrías traerme al menos un zumo de naranja?
—Claro —él pulsó un botón en el apoyabrazos y dio la orden.
—¿A dónde vamos, por cierto?
—A mi casa. Lejos de la tormenta mediática que sin duda estallará cuando la novia falte a la boda del siglo. Al final tendrás que afrontar las consecuencias, pero… ¿por qué no retrasar el momento unos días?
Paula pensó que la idea sonaba bien.
—Ya puedes ponerle ese mensaje a tu hermana.
Oh, sí, ese era un fragmento de realidad que no podía evitar. De lo contrario, su familia denunciaría su desaparición a la policía. Sacó su teléfono.
—¿Por qué no le envías otro mensaje a Alejo, por cierto?
—Porque antes preferiría revolcarme en miel y meterme luego en la madriguera de un tejón.
«Breve y con tacto, Pau. No lo cuentes todo todavía», se dijo. Miró a Pedro, repantigado en aquel momento en uno de los sillones como un gran gato perezoso. A la espera de que su presa hiciera un falso movimiento. Sí, cuanto menos explicara de la situación, mejor. Escribió:
No iré. Tengo que estar con Pedro. Lo siento. Discúlpate con Ale de mi parte.
Respiró hondo y envió el mensaje.
—Ya está.
—¿Qué has escrito exactamente?
—Que no iré. Nada más. Bueno, te mencioné a ti. Tu nombre de pila.
—Veremos cuánto tarda Alejo en mandarme un sicario.
—Hay algo que no entiendo —dijo ella cuando el avión se ponía en marcha y comenzaba su recorrido por la pista—. ¿Cómo es que no impediste la boda? ¿Por qué no llamaste a Alejo para regodearte? ¿Cómo es que no te apresuraste a colgar en tu ventana la sábana manchada con la sangre de mi virgo?
—Me echaste de tu habitación —se aclaró la garganta—. No tuve tiempo de llevarme la sábana.
—¿Y eso frustró tu malvado plan? —al ver que no respondía nada, Paula añadió—: Hablo en serio.
—¿No se te ha ocurrido pensar que quizá las cosas cambiaron porque fuiste tú la que me encontró a mí, y no al revés?
La azafata apareció con una bandeja de bebidas. Whisky para Pedro y zumo de naranja para ella. Paula dio las gracias a la mujer y cerró los dedos sobre el frío vaso.
—Yo… no —reconoció—. No se me había ocurrido. Pero… es cierto. Fui yo la que te encontró a ti.
—Es extraño, ¿no te parece?
—Tal vez —era más que extraño. Pero no podía negarlo. Y tampoco podía acusarlo de haberse cruzado en su camino.
Ella lo había visto primero. Era ella la que se había acercado a él, y no al revés.
—Fui a Corfú por ti —le confesó Pedro, agitando su copa antes de beber un sorbo—. No te mentiré en eso. Fui allí con la esperanza de encontrarte y seducirte. Tenía un plan. Ibas a asistir a una gala benéfica esa misma semana.
Pensaba abordarte allí y seducirte para que rompieras con mi rival. Tranquila, públicamente. Mi intención era obligarlo a que contemplara impotente todo el proceso.
—¿Y luego qué se suponía que tenía que pasar conmigo?
—Eso no me preocupaba —Pedro se encogió de hombros—. Pero, en lugar de ello, fuiste tú la que me encontró a mí en el muelle, cuando acababa de atracar. Qué casualidad, ¿eh?
—Pero entonces… ¿por qué no se lo dijiste a Alejo? ¿Por qué no le llamaste después para obligarlo a cancelar la boda?
—Al final yo acabé tan seducido como tú. Aunque detesto admitirlo. Si hubiera tenido algún respeto por mi propio plan, lo habría seguido. Pero en vez de ello…
—En vez de ello, nos conocimos y pasamos el día juntos, y luego…
—Pasamos la noche juntos.
—Luego todo se fue al infierno —terminó ella.
—Cuando hoy me presenté en tu casa, lo que buscaba… no tenía nada que ver con la venganza. Te buscaba a ti.
Sus miradas se encontraron mientras el aire se cargaba de electricidad. A Paula le latía el corazón tan rápido que por un instante pensó que iba a desmayarse. Su teléfono vibró de pronto y bajó la mirada. Tenía un mensaje de Lucila:
¿Qué Pedro? ¿Lo conozco yo?
Bueno, ¿qué sentido tenía mentir? Todo terminaría por saberse. La prensa la vería con Pedro. Tarde o temprano tendría que confesar que estaba embarazada. Y quién era el padre.
No. Pedro Alfonso. Algo inesperado. Lo siento.
Lucila no lo conocía, pero Alejo sí. Pensó en la confesión que le había hecho Pedro. Había sido sincero con ella sobre los motivos que había tenido para seducirla, sobre su identidad.
Lo cual no tenía mucho sentido.
—¿Por qué no te defendiste cuando descubrí quién eras?
—le preguntó ella—. ¿Por qué no mentiste?
—Porque no podía pensar —respondió él.
A Pedro le dolía admitirlo, pero era la verdad. No había sido capaz de inventarse una mentira cuando ella se lo quedó mirando como si acabara de apuñalarla. Porque durante el día que pasaron juntos, su seducción había sido auténtica.
Le había resultado fácil olvidar quién era. En lugar de la prometida de Alejo Kouros, había visto a Paula. Y la había deseado con todo su ser.
Le había hecho el amor, y, cuando ella se encaró con él, no había podido decirle otra cosa que la verdad. Y eso cuando debería haberle mentido, engatusado. Debería haber vuelto a su plan original. Pero no lo había hecho, y ya era demasiado tarde para lamentarse.
Pero ahora todo había cambiado, ya que estaba embarazada. Ignoró la punzada que le atravesó el estómago ante la idea de dejar que se casara con Alejo, estuviera embarazada o no. Por supuesto, si ella se hubiera empeñado en hacerlo, él no se lo habría impedido. Y ya no podía abandonarla.
Su incapacidad para hacerlo demostraba que era especial.
Que sentía algo por ella. Pero él no tenía tiempo para sentimientos. En su vida había sacado tiempo solo para dos cosas: hacer dinero y vengarse. Cualquier otra cosa era algo incidental. Distracciones que no podía permitirse. Aunque, por supuesto, ahora que iba a tener un hijo, tendría que hacer espacio para una tercera cosa.
Porque jamás dejaría que un hijo suyo fuera criado por un desconocido. Pedro conocía bien todo el mal del mundo, y haría todo lo posible por proteger a su hijo de ese mal.
Como si su vida misma dependiera de ello
UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 8
Viéndola retirarse, el corazón de Pedro latía tan fuerte que por un instante tuvo la impresión de que se le iba a salir del pecho. Un hijo. Su hijo. No se trataba ya de vengarse.
Aquello había dejado de tener que ver con la venganza desde el momento en que había reclamado a Paula. La deseaba, y la tendría. Era por eso por lo que estaba allí. Y porque se negaba a permitir que Alejo Kouros se acercara a un hijo o a una hija suya.
No, Alejo no traficaba con seres humanos ni con drogas, y Pedro lo sabía. Sabía, por la profunda investigación que había hecho al respecto, que los negocios de Alejo eran perfectamente legales. Pero la mala sangre se heredaba.
Pedro lo sabía, lo sentía. Alejo había nacido con la misma sangre que él, y no escaparía a ella. Si él no lo había hecho, ¿cómo habría podido hacerlo Alejo? Ahuyentó aquel pensamiento. La horrible sensación que lo asaltaba cada vez que se imaginaba aquel veneno corriendo por sus venas.
Pero las cosas habían cambiado, al menos para él. Pedro había hecho su fortuna jugando en el mercado bursátil, primero con el dinero de otra gente, y después con el suyo propio. No solo había sido una cuestión de suerte, sino también de inteligencia, de habilidad. Había ganado millones. En su vigésimo sexto cumpleaños, apenas seis meses atrás, había ganado sus primeros mil millones.
La puerta del baño se abrió en ese momento y apareció Paula, pálida, con los ojos húmedos por las lágrimas.
—¿Qué? —le preguntó él. La tensión le aceleraba el pulso.
—Estoy embarazada. Y antes de que lo preguntes: es tuyo. Yo no te mentiría sobre algo como eso.
—No te casarás con él.
—¿Sabes que hay cerca de… un millar de invitados en camino? ¿Un centenar de periodistas?
—Tienes dos opciones, Paula —la adrenalina estaba haciendo que su cerebro trabajara a toda velocidad—. Te marchas ahora mismo conmigo y no hablas con nadie. O sigues adelante con la boda. Pero escúchame bien, si haces eso, interrumpiré la ceremonia y le diré a todo el mundo que estás embarazada de un hijo mío. Que te seduje en Corfú y que te entregaste a mí en un tiempo récord. Incluso sin una prueba de paternidad, tu querido Alejo lo sabrá.
—La prensa…
—La prensa está aquí, y escucharán y reproducirán cada palabra que pronuncie. Pero la decisión es tuya.
—No es mía —replicó Paula, cruzando los brazos bajo los senos. Seguía llevando nada más que su ropa interior—. Me encuentro en una situación imposible. No puedo echarme para atrás. No puedo… —se interrumpió—. Podría tener un… —desvió la mirada.
A Pedro se le encogió el estómago.
—No.
Ella sacudió la cabeza, con los ojos azules llenos de lágrimas.
—Tienes razón. No puedo. Sencillamente… no puedo.
—Ven conmigo.
—¿Y luego qué?
—Nos casaremos.
UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 7
Nunca en toda su vida había rezado Paula con tanto fervor para que le llegara el periodo. De hecho, nunca había tenido que hacerlo. Pero la falta de aquel mes estaba a punto de producirle un ataque cardiaco. Llevaba veinte minutos paseando de un lado a otro de la habitación en sujetador y bragas, con un tampón en la mesilla y al lado un test de embarazo sin usar. A esas alturas no había utilizado ni uno ni otro. Había transcurrido un mes desde su noche con Pedro.
Un mes maldiciendo su nombre por el día y yaciendo despierta en la cama por la noche, mirando al techo e incapaz de llorar porque las lágrimas eran un desahogo que no podía permitirse.
Y luego la regla que no le había llegado. Seis días de retraso ya. Finalmente estiró una mano y recogió el test. Fue entonces cuando se vio claramente a sí misma. Allí estaba, a punto de casarse con otro hombre mientras podía perfectamente estar embarazada de Pedro. Y comprendió que era del todo imposible que se casara ese día.
Empezaron a temblarle las manos. «Oh, por favor, Ale, perdóname». Ahora iba a tener que… decírselo. Justo antes de la boda. Pero había algo que tenía que hacer primero.
—De acuerdo —le dijo a la cajita de color blanco y rosa—. Hagámoslo.
La puerta del dormitorio se abrió de golpe en ese momento y ella se volvió al tiempo que apretaba la cajita contra su pecho, en un instintivo gesto de pudor. Hasta que se dio cuenta de que estaba haciendo visible de su test y lo escondió detrás de la espalda, a la vez que cruzaba una pierna sobre la otra para disimular la brevedad de sus bragas.
Pero para entonces se había quedado helada, porque había reconocido al intruso, cautivada por aquellos arrebatadores ojos azules. Una vez más. Era casi como si lo hubiera conjurado con su imaginación. En el peor momento posible.
Tenía el cabello más corto. Lucía un traje cortado a medida, en lugar de aquella vieja y gastada ropa de trabajo que lo había visto llevar la primera vez.
—¿Qué diablos estás haciendo aquí? —le espetó.
Él pareció sorprendido. Como se había quedado ella un momento antes.
—Cierra la puerta al menos —añadió Paula, dándose cuenta de que cualquiera que pasara por allí en ese momento podía verla en ropa interior.
Él obedeció, entrando en la habitación. Y se volvió para mirarla. Intensamente. Como si estuviera intentando calibrar la opacidad de su ropa interior.
—¡Deja de mirarme así! ¿Se puede saber a qué diablos has venido?
—He venido a tu boda, agape.
—Es curioso. Dudo que Alejo haya incluido a su enemigo mortal en nuestra lista de invitados —dijo ella mientras apretaba con fuerza el test que seguía ocultando detrás de su espalda.
Estaba atrapada. Allí de pie vestida únicamente con su ropa interior de boda, incapaz de moverse por miedo a que descubriera el test.
—No pienso dejar que se case contigo —gruñó él de pronto.
—¿Qué?
—Tú no lo conoces.
Paula se encogió de hombros, en un gesto natural que contrastaba con su pánico interno.
—Lo conozco desde hace quince años.
—Nunca te has acostado con él.
—Voy a hacerlo —dijo Paula, reculando hacia el baño—. Esta noche.
Pedro se dirigió hacia ella. Sus ojos azules eran como dos esquirlas de hielo. Tomándola de la cintura, la acercó hacia sí.
—No lo harás.
—Sí que lo haré —mentía, porque antes de que Pedro hubiera entrado, ya había decidido que no podría casarse. Pero quería… hacerle daño. Molestarlo, contrariarlo—. Pienso tener sexo con él… esta noche. Voy a dejar que me haga… ¡todas las sucias cosas que tú has hecho conmigo!
De pronto, él inclinó la cabeza y la besó. Como si tuviera perfecto derecho a hacerlo. Como si ella no tuviera una boda programada para dentro de cuatro horas. Como si solamente existiera la pasión entre ellos. El fuego y el calor.
Paula le echó un brazo al cuello mientras con la otra mano seguía escondiendo el test detrás de la espalda, y entreabrió los labios para dejar paso a su lengua.
Le devolvió el beso porque, por alguna razón, cuando aquel hombre la tocaba, era incapaz de pensar. Porque de repente nada más importaba. Solo el calor que fluía por su cuerpo, por su mente, por su alma. Le echó entonces el otro brazo al cuello y, al hacerlo, le golpeó sin querer en una oreja con el borde de la caja. Él echó la cabeza hacia atrás y miró hacia ese lado. Ella siguió la dirección de su mirada y se quedó paralizada. Lo que faltaba.
—¿Qué es esto? —le preguntó él, apartándose y agarrándole la muñeca.
—Nada.
—Inténtalo de nuevo —Pedro enarcó una ceja.
—Es un… regalo. Para una amiga.
—¿Un regalo para una amiga? —al ver que se quedaba sin palabras, él inquirió—: ¿Crees que estás embarazada?
—Pues… No me viene la regla. Lo que en circunstancias normales podría ser interpretado como: «Hey, qué oportuno, porque se supone que voy a casarme».
—¿Pero?
—Pero que en las circunstancias de «Me he acostado con el enemigo de mi marido hace un mes» lo encuentro un poco preocupante. Sí, creo que podría estar embarazada.
—Entra en el baño y hazte la prueba —le ordenó él, apartándose de ella—. Ahora.
—¿Se supone que tengo que orinar porque tú me lo digas?
—Ibas a hacerlo, ¿no?
Estaba pálido y apretaba la mandíbula. No se lo estaba tomando mucho mejor que ella.
—Sinceramente, Pedro. ¿Por qué te preocupa tanto que pueda estar embarazada?
—Me preocupa porque pienso formar parte de la vida de ese niño.
—Nada de eso —Paula pronunció las palabras antes de que tuviera oportunidad de pensarlas.
—¿Crees que voy a dejar que ese hombre se acerque a un hijo mío? —le espetó él con un tono de rabia—. Sé lo que les sucede a los niños que se acercan a la familia Kouklakis.
—Alejo es… él no es un Kouklakis.
—Es un alias. ¿Cómo puedes ser tan ingenua? Se cambió el nombre.
—Yo no creo…
—Ve a hacerte el test.
En ese momento ni siquiera se le ocurrió discutir. Asintió lentamente, sosteniendo la caja con los dedos entumecidos mientras retrocedía hacia el baño.
jueves, 12 de febrero de 2015
UNA NOCHE DIFERENTE; CAPITULO 6
Se había dicho a sí mismo que no iría a la boda. Se lo había dicho mientras abordaba el avión en Nueva York rumbo a Grecia. Y mientras conducía del aeropuerto a la finca de los Chaves, donde se iba a celebrar la boda.
Todo el mundo conocía el lugar de la celebración. Había sido una noticia internacional. La boda del ejecutivo rompecorazones Alejo Kouros con la adorada heredera Chaves.
Las fotografías del acontecimiento se venderían por una fortuna, el mundo esperaba con el aliento contenido cualquier migaja de información. Lo había leído en cada revista y en cada diario desde que abandonó Corfú. Desde que Paula Chaves lo echó de su cama.
Nunca en toda su vida lo habían deseado de aquella forma.
En algún momento del transcurso de la noche se había olvidado de que él no era sencillamente Pedro, ni ella Paula. Había sido simplemente un hombre deseando a una mujer. No un hombre reconcomido por la venganza.
Pero su dulce voz llamándolo Pedro y penetrando en su sueño lo había devuelto a la realidad. Y entonces todo se había ido al infierno. No había disfrutado nada de aquel momento. Del momento en que ella descubrió que él era el enemigo de Alejo. El hecho lo había sorprendido. Y más sorprendente era que no se lo hubiera contado a Alejo, después de que ella le pidiera, con lágrimas en los ojos, que no lo hiciese.
Porque… ¿qué sentido tenía que se hubiera tomado tantas molestias para poseer a la mujer de Alejo si luego no se lo decía? La había seducido prácticamente al pie del altar, con lo que podía impedir el matrimonio y arruinar al mismo tiempo los planes de Alejo para quedarse con la compañía Chaves, que había sido su verdadero objetivo. Y, sin embargo, no había hecho la llamada.
Lo cual era un verdadero misterio para él. Como también lo era que, en aquel instante, se encontrara en la finca de los Chaves provisto de una invitación hábilmente falsificada que lo facultaba para ser uno de los primeros invitados admitidos y disfrutar de un recorrido previo por la propiedad. Entregó la tarjeta a la mujer que atendía a los que iban llegando. Iba vestida toda de negro, con su rubio cabello recogido en un apretado moño. La propia decoración del lugar, desde las guirnaldas a las flores, era severa y elegante. Sin frivolidades románticas.
—Siga el sendero que lleva al jardín, por favor, señor Kyriakis. Ya han empezado a servir los refrigerios.
Bonito alias. Teniendo en cuenta que se había pasado la vida entera ocultándose detrás de ellos, aquel le gustaba.
Siguió las instrucciones de la mujer y echó a andar por el sendero hasta la parte trasera de la casa. El terreno era enorme, con filas de sillas que daban al altar y, detrás, el mar. Todo blanco. Puro y cristalino.
La mujer que él había conocido no se había mostrado tan pura. Había enredado las piernas en torno a sus caderas, con su aliento abrasándole el oído mientras gemía de placer. El recuerdo le arrancó un estremecimiento. No le habían faltado las mujeres a alguien como él, que se había criado en las calles desde que tenía catorce años, liberado de toda tutela. ¿Por qué entonces se había quedado tan fascinado con una noche de sexo con una virgen? No podía entenderlo. Quizá hubiera existido una satisfacción adicional en el hecho de que se la hubiera quitado a Alejo. Porque le había robado lo que seguramente él habría tenido por un valioso regalo de boda.
Solo tenía que pensar en Alejo para que se le revolviera el estómago. Si no hubiera decidido hacía años que el asesinato no era un buen plan, lo estaría considerando en aquel instante. Fantaseaba con la idea, sí, pero no la pondría en práctica. Era un bastardo… porque la vida lo había hecho así. Pero no era un desalmado. Al contrario que Alejo. Al contrario que el padre de ambos.
Pensó en su madre, que había sido capaz de hacer lo que fuera para conseguir su siguiente dosis. Una esclava, una víctima. Viviendo en la miseria pero rodeada por la opulencia. Esclavizada a su adicción y viviendo en la mansión del amo como un extraño accesorio decorativo. Una relación perversa a la que ella había llamado «amor». El tipo de amor que, una vez cercenado, la había dejado muriéndose desangrada en el suelo. Una mancha carmesí en el recuerdo de Pedro que nada lograría borrar. Los años de éxito no cambiarían eso. No le devolverían a su madre. Y mientras tanto Alejo seguía en la cumbre, impasible.
Alejo podía aparentar ser todo lo respetable que quisiera, pero Pedro conocía la verdad. Porque la verdad también estaba en él. Pero al menos él no se comportaba como si fuera otra cosa que un bastardo, mientras que Alejo se las daba de haber pasado por todo y haber salido limpio. Cerró los puños y alzó la mirada a la casa. Había un pequeño grupo de gente que se dirigía al interior guiado por una empleada. Se dirigió hacia allí para incorporarse a la cola.
Todo el mundo escuchaba deslumbrado la cháchara de la mujer sobre los frescos del exterior, que habían sido retirados de una antigua iglesia.
Eso a Pedro no le importaba. Grecia era vieja. Y él había dormido en más ruinas antiguas de las que podía recordar.
Era un incondicional de las cosas modernas. Como lo había sido su madre. Siempre y cuando no fuera al precio de tener que vivir bajo el mismo techo que un violento y pervertido psicópata sexual. Sí, había preferido las ruinas a aquella vida.
Siguió a los demás al interior de la casa, pero tan pronto como desaparecieron detrás de la primera esquina, se separó de ellos para subir las escaleras.
—Tengo que entregar un regalo a la novia —le dijo a una sirvienta que pasaba a su lado—. ¿Dónde puedo encontrarla?
—La señorita Paula está en su suite. Al final del pasillo a la izquierda —respondió la mujer sin pestañear.
Nadie lo detuvo. Porque encajaba en aquel ambiente y hablaba con confianza. Como resultado, nadie se preguntaba si pertenecía o no a aquella casa. Asintió con la cabeza y siguió andando en la dirección que le había indicado la mujer.
UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 5
Paula regresó a la realidad, con la mirada clavada nuevamente en el anillo. Habían vuelto a hacer el amor cuatro veces. Él le había dicho la verdad. Le gustaban los preliminares.
Volvió a dejar el anillo sobre la mesilla, con una sonrisa dibujándose en sus labios.
Se sentó lentamente, entre protestas de sus músculos. Pedro le había obligado a hacer más ejercicio del que estaba acostumbrada. El pensamiento acentuó su sonrisa. Tal vez fuera estúpido. Pero se sentía… diferente.
Atolondrada. Viva. Medio enamorada.
Cerró los ojos. No. No quería eso. Era un estúpido cliché.
No conocía bien a aquel hombre. Solo que le resultaba demasiado fácil recordar lo que había sentido al bailar con él. O cuando le agarró la mano mientras caminaba descalza por la calle. Lo diferente que se había sentido en su compañía. Mucho más viva. Feliz.
Así que quizá no fuera tan estúpido que se sintiera medio enamorada. Resultaba aterrador, sin embargo. Ella había estado… no enamorada, sino encaprichada de un tipo antes, con desastrosos resultados. Pero eso había sido distinto. Era como si hubiera sucedido en otra vida, como si le hubiera ocurrido a otra chica.
Había cambiado durante los últimos once años. En aspectos que eran necesarios, pero que al mismo tiempo la habían dejado con la sensación de estar atrapada en una piel que se le había quedado demasiado pequeña. Y en algún momento de la pasada noche, había vuelto a cambiar.
Se levantó de la cama y fue tambaleándose al baño. Hizo sus necesidades y se miró en el espejo. Tenía el pelo hecho un desastre. Estaba segura de que la marca oscura del cuello era de un chupetón. Sonrió. No debería estar disfrutando con aquello. Pero lo estaba haciendo. Ya se enfrentaría después a la vida real.
Se recogió el cabello y volvió a la habitación. Se detuvo al ver la cartera de Pedro en el suelo. Estaba abierta, de cuando sacó el preservativo y la arrojó luego al suelo.
Después había llamado a recepción para que le subieran una caja.
Se agachó para recoger la cartera sin pensar. Era una cartera cara, de piel negra con un bonito repujado. Como la de su padre, o la de Alejo. Algo extraño, dado lo viejo y gastado de su ropa. Aunque eso era normal, trabajando como trabajaba en un barco.
Ojeó su permiso de conducir. Estadounidense. Otro detalle extraño, ya que era griego, eso era indudable. Aunque quizá su jefe fuera de los Estados Unidos.
«Vale ya, fisgona. No es asunto tuyo», se dijo. Y no lo era.
Pero antes de cerrar la cartera y dejarla sobre la mesa, leyó su nombre. No lo hizo a propósito. Pero lo vio, y entonces ya no pudo apartar la mirada. Conocía aquel nombre: Pedro Alfonso. Se lo había oído pronunciar a Alejo. En un gruñido, una maldición. Había estado fastidiándolo durante meses, informando a las autoridades de hacienda sobre supuestas malas prácticas fiscales, denunciándolo a las agencias de medio ambiente. Todas falsas acusaciones, pero que habían costado tiempo y dinero.
No era un simple mozo de camarote, eso estaba claro. Y tampoco un desconocido. Había sido seducida por el enemigo de su prometido. Tuvo la sensación de que el suelo se abría bajo sus pies para transportarla de vuelta al pasado. A aquel momento tan parecido al que estaba viviendo. Claudio, furioso por la negativa de Paula a acostarse con él, revelándole quién era realmente y lo que quería de ella.
«Ya sabes que tengo unas fotos muy bonitas tuyas. Y un vídeo muy interesante. Yo no necesito sexo. Recibir dinero de los medios me gustará todavía más».
Se había creído más lista después de aquello. Más precavida. Pero seguía siendo la misma joven estúpida de siempre. Peor aún, porque esa vez el villano había triunfado a la hora de seducirla. Sobradamente. Lo que había hecho con él… Lo que le había dejado que le hiciera…
—¿Pedro?
El hombre de la cama se estiró y Paula se esforzó por no desmayarse. Por no vomitar. Por no salir corriendo y chillando de la habitación. Tenía que saber lo que había sucedido. Tenía que saber si él sabía quién era ella.
—Pedro —volvió a pronunciar su nombre y él se sentó, con una traviesa sonrisa en los labios.
Pero, cuando la miró, la sonrisa se borró de golpe. Como si supiera, incluso medio dormido, que aquella no iba a ser la escena poscoital que se imaginaba. Como si se hubiera dado cuenta de que responder a aquel nombre había sido un error.
Se sintió enferma. Colérica. Pero por el momento tenía que permanecer tranquila. Tenía que conseguir respuestas.
—Paula, deberías volver a la cama.
—Yo… no —se llevó una mano a la frente—. Ahora mismo no. Yo…
Vio que él bajaba la mirada a sus manos, que seguían sujetando la cartera. Volvió a mirarla a los ojos, enarcando una ceja. Algo en su actitud había cambiado de repente.
Se apartó los oscuros rizos de la frente y, por un instante, Paula tuvo la impresión de que estaba ante un desconocido.
Un desconocido desnudo.
Solo entonces se dio cuenta de lo que era. No conocía a aquel hombre. Se había engañado a sí misma al pensar que habían compartido algo. Que sus almas se habían encontrado, o alguna idiotez semejante. La noche anterior se había sentido ella misma. Pues bien, la verdadera Paula había resultado ser alguien increíblemente estúpida. Tenía por tanto una buena razón para mantenerla oculta.
—Sabes quién soy, ¿verdad? —le preguntó ella.
Él se levantó de la cama con la sábana resbalando por su cintura, luciendo su hermoso y excitado cuerpo. Incluso en aquel momento, la vista hizo que el corazón se le subiera a la garganta. Como si estuviera intentando escalar para conseguir una mejor vista.
—¿Cómo es que estabas mirando mi cartera?
—Estaba en el suelo. La recogí y pensé: «Bonita cartera para un mozo de yate».
—Sí, sé quién eres —dijo él—. Imagínate mi sorpresa cuando tú me encontraste, antes de que yo te encontrara a ti. E imagínate mi sorpresa posterior cuando me di cuenta de que no necesitaba una semana entera ni un evento especial para seducirte. Fuiste muchísimo más fácil de lo que me esperaba.
—¿Con qué objetivo? —inquirió ella con el corazón atronándole en el pecho—. ¿Por qué tú…?
—Porque quiero lo que él tiene. Todo. Y ahora le he robado algo muy especial. Porque ambos sabemos que yo te he tenido primero.
—Canalla —se puso a registrar la habitación en busca de su ropa—. ¡Tú…! Esta es mi habitación —dejó de recoger la suya y, en lugar de ello, se puso a recoger la de él—. Vístete y sal de aquí —le lanzó los shorts y luego la camisa—. ¡Fuera!
Él empezó a vestirse.
—Ignoro quién crees que es tu prometido, pero yo lo sé bien.
—¡Y yo sé quién eres tú! Un… un… Ni siquiera se me ocurre una palabra lo suficientemente mala para describirte. Me has engañado.
—¿Que yo te he engañado? Más bien no te lo conté todo, como hiciste tú conmigo. Yo no te obligué a que te acostaras conmigo.
No, no lo había hecho. Y eso quería decir que la culpa era suya.
—Pero… me sedujiste a sabiendas de que arruinarías mi compromiso. ¡Con toda la intención de hacerlo!
—¿Y tú pensabas que el hecho de que yo te sedujera lo dejaría intacto? ¿Es eso? ¿O lo que te enfada es que yo lo hubiera planeado?
—¡Sí! Estoy enfadada porque lo planeaste. Yo creí que habíamos tenido algo… Yo creía… —se le cerró la garganta.
La emoción le impedía articular las palabras.
—Tú hiciste tu elección —repuso mientras se subía el pantalón y se lo abrochaba—. Yo solamente fui la ocasión de tu infidelidad.
Antes de que ella pudiera pensar en una respuesta, la cartera salió volando de su mano para rozarle la oreja e impactar en la pared que tenía detrás.
—¡Fuera! —chilló.
Acababa de destruir ella misma su compromiso matrimonial.
El futuro de la empresa de su familia. Y todo por sexo. Sexo con un hombre que la había estado manipulando.
Engañándola con la intención de perjudicar a Alejo… Alejo, que no se merecía que lo trataran así. Alejo, que la quería.
Y su padre… después de todo lo que había hecho por ella… Se tapó los ojos con las manos, intentando contener las lágrimas.
—Paula….
—¡Me has destrozado la vida! —chilló, abriendo los brazos—. Yo creía que eras distinto. Creía que me habías hecho… sentir algo, cuando solo me estabas mintiendo. ¡He echado a perder mi vida por ti y todo ha sido una mentira!
—Yo nunca te prometí nada. Cometiste un error. Lo siento por ti.
—No le llames —le pidió ella, con el estómago encogido—. Por favor, no le llames.
—No tengo necesidad. Ya no te casarás con él.
—¿Crees que por haber pasado una noche contigo voy a dejar al hombre con el que llevo comprometida durante años? Lo dudo mucho —dijo.
Apenas unos minutos atrás, lo habría hecho. Se habría expuesto al escándalo, y habría expuesto también a su familia. Por él, habría sido capaz de destruir todo lo que se había pasado años reconstruyendo. ¿En qué había estado pensando? No, no había pensado en absoluto. Se había limitado a sentir, ilusionada con alguna estúpida fantasía.
—Vete. Y, por favor, no le llames. No…
—Vaya —sonrió, desdeñoso—. ¿Y por qué tendría que hacerte caso? Conseguí justamente lo que quería. Me gusta planificarlo todo bien, agape, y no pienso cambiar de planes solo porque tú derrames una lágrima.
Se dirigió hacia la puerta y abandonó la habitación. Ni siquiera se volvió para mirarla.
A Paula le flaquearon tanto las rodillas que terminó sentada en el suelo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que seguía completamente desnuda. Pero no le importaba.
Ponerse la ropa no haría que se sintiera menos expuesta, menos vulnerable. No le haría sentirse menos… sucia.
Era así como se sentía: sucia. Había traicionado a Alejo. Esa era la verdad, al margen de quién fuera exactamente Pedro.
Pero su traición era como sal en sus heridas.
Alejo… ella habría estado dispuesta a poner fin a su relación si hubiera existido una oportunidad de…
Tenía que volver a casa. La boda tenía que seguir adelante.
Su vida tenía que seguir. Como si no hubiera pasado nada.
Era por eso por lo que había evitado la pasión, por lo que había evitado hacer cosas que fueran arriesgadas, y locas.
Porque, cuando asumía riesgos, sufría. Porque, cuando confiaba en alguien, ese alguien la defraudaba. Sentada en el suelo, incapaz casi de respirar, recordó exactamente por qué había elegido esconderse de la vida.
Nunca más. Volvería con Alejo, a la seguridad. Y, si Pedro le revelaba lo de aquella noche, ella le suplicaría que la perdonara. Miró hacia delante con los ojos secos. Tan secos como sus entrañas. Se olvidaría del calor y del fuego que había descubierto aquella noche. Se olvidaría de Pedro Alfonso.
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