Durante el trayecto, con Pedro siguiéndola de cerca, Paula estuvo a punto de equivocarse de dirección en dos ocasiones. Al mirar por el retrovisor vio el destello de su sonrisa. Cuando llegó a su casa, salió del coche para abrir la puerta del garaje y luego aparcó en el interior. Pedro había aparcado fuera. Cuando entró se encaminó hacia donde Paula trataba de estirar una lona azul que apenas cubría los montones de cajas de cartón que había amontonado a lo largo de una de las paredes del garaje.
–Tienes un montón de cosas –comentó.
–Sí, no estoy segura de qué hacer con todo esto.
–¿No quieres quedártelo?
–No todo –allí estaban todos los recuerdos, las historias, sus vidas… Había repasado todo meticulosamente y no había encontrado las respuestas que buscaba–. Lo mismo pasa con el mobiliario –suspiró y se encaminó hacia la puerta que daba al jardín–. Me he librado de algunas cosas, pero ya has visto el resto que tengo amontonado arriba –resto del que tampoco se animaba a desprenderse.
–¿No conoces a nadie a quien pudiera interesarle? –preguntó Pedro mientras la seguía.
–No. Mi madre era hija única, como yo –no tenía tías, ni tíos, ni primos. Ella era la única que quedaba de su familia.
–¿Y tu padre?
Paula endureció lo suficiente su corazón para poder responder.
–No sé nada de él.
–¿Ni siquiera su nombre? –bromeó Pedro.
–No –contestó Paula de mala gana.
–Oh –Pedro carraspeó y apartó la mirada–. Lo siento.
–No pasa nada. No hay ni un solo documento en esas cajas, y tampoco he recibido ayuda de ningún departamento burocrático –se obligó a sonreír. Nunca habían sido capaces de ayudarla.
Pedro le devolvió la sonrisa.
–¿Esta era la casa de tu madre?
–No. Mi madre vivía en el Reino Unido. Me criaron mis abuelos. Esta es su casa.
–¿Y te la dejaron a ti?.
Paula asintió.
–¿Cuándo?
Pedro no lo sabía, pero estaba llevando la conversación a un terreno muy pantanoso.
–Mi abuela murió cuando yo tenía dieciséis años. Mi abuelo murió hace un año.
–Lo siento –Pedro se volvió ligeramente para mirar la preciosa casa, cosa que Paula agradeció, porque mantener la sonrisa le estaba costando verdaderos esfuerzos–. ¿Dónde está tu madre ahora?
Paula cerró los ojos un segundo.
–Murió cuando yo tenía ocho años.
–Vaya –murmuró Pedro–. Eso tuvo que ser muy duro.
Paula se encogió de hombros.
–Vivía en el extranjero. Yo me crié con mis abuelos, así que apenas la conocía. He vivido aquí toda mi vida.
De pequeña había vivido con la idealista esperanza de que su madre volvería algún día y respondería a todas sus preguntas. Pero aquello no sucedió, y cualquier posibilidad de obtener respuestas quedó enterrada junto al último miembro de la familia. Había pasado años revisando aquellos papeles y tratando de asimilar las cosas. Finalmente lo había guardado todo en cajas selladas.