Las palabras no podían describir adecuadamente cómo ella le había hecho sentir o lo profundo de su confusión en lo que se refería a ella. Fuera del dormitorio, era una mujer seria y compuesta, que se comportaba con una aire de tranquila eficacia, como si se moviera en un mar de tranquilidad. Sin embargo, en el dormitorio, era algo completamente diferente. Y esa lencería… Sintió la tentación de pedirle que volviera a ponérsela tan sólo para poder volver a quitársela una y otra vez.
Le acarició la espalda justo por encima del redondeado trasero. A pesar de la intensidad de su clímax, sentía que su cuerpo volvía a cobrar vida y aquella vez gozaría con el hecho de que sería él quien le proporcionara placer.
Continuó explorando lentamente su cuerpo.
–Tienes la piel muy suave –murmuró–. Me hace desear besarte por todas partes…
–¿Y qué te lo impide? –respondió ella con una lenta sonrisa.
–Absolutamente nada –contestó él. Se inclinó hacia delante para capturar aquella sonrisa con los labios antes de mordisquearle de nuevo el cuello e inhalar el dulce y embriagador aroma de su piel.
Decidió que nada en el mundo podía igualarse a ella. Cuando un hombre pasaba las señales de advertencia que ella emitía, descubría las muchas capas que la convertían en la mujer que era y los regalos que podía ofrecer a un hombre como él, un hombre que estuviera dispuesto a llevarla al borde del placer, un hombre que pudiera adorarla tal y como ella se merecía.
Le trazó el cuello con la lengua y sonrió cuando ella dejó escapar un suave gemido. A continuación, siguió la línea de la clavícula, justo desde debajo del hombro hasta llegar a la base de la garganta. Bajo él, Paula se retorcía y se apretaba contra la colcha, ofreciéndole orgullosamente los senos. Como no estaba dispuesto a desperdiciar oportunidad alguna, Pedro recorrió uno de ellos con la lengua, recorriéndolo en espiral hasta llegar al abultado pezón.
La respiración de Paula se fue haciendo más entrecortada a medida que él llegaba a su objetivo. Se detuvo durante unos segundos mientras que él detenía la boca sobre la rosada punta.
–Por favor… –suplicó ella.
–Tus deseos son órdenes para mí –replicó Pedro. Sopló suavemente sobre el erecto pezón y luego lo delineó suavemente con la punta de la lengua. Ella se arqueó aún más hasta que por fin consiguió que él le diera lo que deseaba. Se introdujo el pezón en la boca y lo chupó con fuerza.
Pau gritó de placer mientras que le hundía los dedos en el cabello y le sujetaba la cabeza. Tal extrema sensibilidad empujó aún más su cuerpo, pero Pedro se controló. Aquella vez, sólo importaba ella.
Alivió la presión de la lengua y transfirió la atención de su boca al otro pezón. Una vez más siguió el mismo camino en espiral. Una vez más sintió cómo el cuerpo de Paula se tensaba, cómo se arqueaba su espalda hasta que él, por fin, cedía y le entregaba su boca.
Paula estaba al borde del orgasmo tan sólo por lo que él le había hecho en los pezones. Había oído hablar de ello, pero jamás lo había experimentado con una mujer. El modo en el que ella respondía, su abandono, tensaba aún más el control que estaba ejerciendo sobre su cuerpo, pero centró de nuevo su atención en ella. Comenzó a moldearle los senos con una reverencia que jamás había experimentado antes.
El orgasmo de Pau, cuando llegó, le puso rígido el cuerpo entero. Pedro descansó la cabeza un instante sobre los senos de ella y sintió cómo la rápida respiración volvía muy pronto a la normalidad.
–Yo jamás había hecho eso antes –dijo ella, asombrada.
Le colocó las manos sobre los hombros y le acarició suavemente la piel. Para Pedro, cualquier caricia que viniera de Paula lo volvía loco. Se colocó encima de ella de manera que estuvieron cara a cara. Paula le colocó las manos sobre la espalda y se las fue deslizando hasta llegar al trasero. Aquella ligera caricia lo excitó profundamente.
–¿Te apetece? –le preguntó.
Paula lo pensó unos segundos antes de que una sonrisa le iluminara el rostro.
–Sí, completamente…
–Bien. En ese caso no nos detengamos ahí.
Pedro agarró la caja de preservativos que había colocado bajo la almohada antes de que se marcharan a ver Nueva York y la abrió. Los paquetes cayeron sobre la colcha.
–¿Tantos? –comentó Paula.
–Tan pocos –bromeó él.