Al irse su jefa, Paula sintió la tensión que recorría todo su cuerpo.
Una vez se fueron los últimos asistentes al funeral, ella y Pedro se quedaron solos, con Dante dormido en el coche de éste.
—Vamos, ha sido un día muy largo. Os llevo a vuestra casa.
—Sabes que voy a tener que llamar al despacho —dijo Paula.
El funeral apenas había acabado y ya estaba preocupada por el trabajo.
—Lo único que Frígida quiere que le asegures es que el bebé no interferirá con tus horas de trabajo —dijo Pedro con sorna.
—Virginia. Se llama Virginia.
Pedro no se inmutó.
—Ya sabes que tengo problemas para recordar los nombres.
—Vamos, Pedro —dijo ella, pero no pudo evitar esbozar una sonrisa.
Comprobar que tenía sentido del humor fue un gran alivio para Pedro.
El cielo estaba cubierto por unas amenazadoras nubes.
—Virginia estaría más tranquila si Dante viviera conmigo —dijo él cuando iban hacia el coche.
—No.
Pedro sabía que la única manera de lograr que entrara en razón era ser brutal.
—No vas a poder criar a un niño —dejó la silla de Dante en el suelo y abrió la puerta trasera. Tras asegurar la silla, se incorporó y miró a Paula —. Te doy dos semanas antes de que te des por vencida.
Paula lo miró entornando los ojos.
—¿Crees que no voy a ser capaz? ¡Te recuerdo que era yo quien estaba cuidando de él!
Estaba claro que era una mujer con carácter. Pero la cuestión era si podría mantener un trabajo que requería toda su energía y, además, cuidar del bebé. En aquel momento presentaba un aspecto extremadamente frágil. Por un instante deseó abrazarla. Luego cambió de idea. Tenía ante sí a Paula, no a una delicada mariposa. Y le había dejado claro que no quería nada de él.
Dio un paso hacia ella.
—No pretendía retarte. No tienes que demostrarme nada. Estoy pensando en Dante —ése era el fondo de la cuestión—. No te compliques la vida. Deja que me ocupe yo de él —eso era lo que deseaba desesperadamente y lo que Miguel hubiera querido. Pero no podía decirlo. Ya le había hecho bastante daño—. Puedes venir a visitarlo tanto como quieras.
Ella lo miró angustiada.
—¿Acaso crees que no me lo he planteado? ¡No puedo hacerlo!
—¿Por qué no?
—Porque… —Paula se mordió el labio—. Por favor, no me pidas eso —la mirada de Paula trasmitía una tristeza que iba más allá del dolor.
—Sería la solución más sencilla.
Paula vaciló.
—Las soluciones sencillas no son siempre las mejores. Sonia y yo éramos inseparables. ¿Sabías que la conocí el primer día de colegio?
Pedro negó con la cabeza.
—Era menuda, como una muñequita de ojos azules con tirabuzones rubios. En comparación, yo era alta y delgada y desde el principio sentí el impulso de cuidar de ella.
Paula tenía la mirada perdida y Pedro supo que estaba reviviendo el pasado.
—¡Éramos tan distintas…! Ella era sociable, y yo, huraña.
—Fuisteis afortunadas manteniendo una amistad tan duradera.
—Sonia era más que una amiga. Era mi confidente, mi familia, la persona en la que confiaba cuando mis padres me fallaban —Paula salió de su ensimismamiento—. No puedes pedirme que renuncie a Dante.
Pedro suspiró profundamente. ¿Cómo podía romper el último vínculo que la unía a su amiga?
La custodia compartida lo había tomado por sorpresa. Paula era una mujer centrada en su carrera profesional, ¿qué habría llevado a los Mason a tomar aquella decisión? Obviamente, Sonia debía de haber insistido y ninguno de los dos había pensado que el testamento llegaría a tener que ejecutarse.
Y fuera cual fuera el contenido del testamento, era innegable que la muerte de Sonia había dejado a Paula al borde del abismo.
Pedro tomó aire y se dispuso a hacer la mayor concesión de toda su vida. A pesar de lo que creía que era mejor para Dante, aceptaría las condiciones del testamento.
—Tendremos que compartir la custodia y decidir cómo nos lo repartimos.
Paula le lanzó una mirada centelleante.
—Eso es imposible. El niño necesita estabilidad —sacudió la cabeza con furia—. Ha perdido a sus padres. Durante estos días yo soy lo único que ha permanecido constante, se ha acostumbrado a mí.
Pedro recordó lo cómodo que el bebé parecía en sus brazos.
—Mi casa es el único lugar que le resulta familiar —continuó Paula —. Cambiarlo de sitio lo confundiría aún más.
Pedro reflexionó y súbitamente exclamó:
—¡Ya lo tengo! —Paula lo miró como si hubiera perdido el juicio.
Pedro se golpeó la frente—. La respuesta es muy simple.