Pedro no prestaba atención a las vidrieras que proyectaban una luz caleidoscópica en la iglesia, sino que permanecía en tensión detrás de la pareja de novios que en aquel momento se juraban amor eterno.
De reojo, miró hacia la dama de honor, a la que se había propuesto ignorar. Durante la cena de la noche anterior apenas había pronunciado palabra, y eso que, a pesar de sus amenazas, Miguel y Sonia no habían sido precisamente discretos en sus esfuerzos porque surgiera algo entre ellos. Pero Pedro tenía claro que cuando volviera a salir con una mujer, lo haría meramente por sexo y, desde luego, no con otra mujer casada con su trabajo.
Su actitud el día anterior la había mostrado como una mujer con tendencia a las jaquecas más que al sexo tórrido. De hecho, a las once de la noche se había excusado para retirarse, y cuando él se había ofrecido a llevarla, lo había mirado como si se tratara de una serpiente y había dicho que tomaría un taxi.
Tenía que reconocer que presentaba mucho mejor aspecto que el día anterior. Tanto, que le había costado reconocerla al verla a la puerta de la iglesia, a pesar de que destacaba por su altura. El conjunto austero de falda y camisa había sido sustituido por un vestido ajustado de gasa que hacía que su piel pareciera de nácar, y llevaba el cabello recogido en lo alto de la nuca con dos mechones sueltos que acariciaban sus hombros.
El hecho de que su piel le resultara tentadora le irritó. Al contrario de lo que pensaba Miguel, lo último que necesitaba en su vida era una mujer, y menos aquélla.
Se hizo un profundo silencio en la iglesia y, al mirar, vio que Miguel le ponía el anillo en el dedo a Sonia. Viendo que se trataba de una sencilla alianza se arrepintió de no haberle aconsejado que le comprara una joya con diamantes. Todas las mujeres adoraban las joyas.
El cura dio permiso a Miguel para que besara a la novia y la ceremonia se dio por concluida. En cuanto la gente empezó a salir, Pedro sacó su Blackberry del bolsillo y apuntó una cita para ir a buscar oficinas para su nueva compañía. Con el rabillo del ojo vio que la dama de honor, cuyo nombre no lograba recordar, le lanzaba una mirada incendiaría.
—Podrías esperar —dijo ella cuando se encontraron en lo alto de la escalinata de salida—. Puede que Sonia y Miguel quieran hacerse unas fotos en la puerta.
¿Paola? ¿Cómo se llamaba?
—Hay un fotógrafo profesional —dijo Pedro—. Yo no he traído cámara.
—Querrán que estemos en la foto. Deberíamos sonreír y parecer contentos.
—Vale.
Ella lo miró como si su sarcasmo no le hubiera pasado desapercibido.
No se llamaba Paola, pero tenía un nombre anticuado. ¿Pamela? No.
La aparición de Miguel y Sonia en la puerta de la iglesia con los rostros iluminados le salvó de tener que decir nada más. Y cuando sintió envidia de ellos se recordó que sólo quería relaciones pasajeras.