martes, 13 de julio de 2021

UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 8

 


A lo largo de los años que había jugado al squash con él habían forjado una amistad que valoraba por encima de todo. Miguel solía seguir sus consejos relacionados con el dinero, excepto en dos ocasiones. En la primera, había perdido un montón de dinero en una promoción de viviendas que no había llegado a hacerse. La segunda. Pedro le había dicho que no se metiera en la compra de una vieja casona eduardiana, para la que Miguel tenía que usar como depósito un dinero que había heredado de una tía abuela. Pedro le había advertido de la enorme suma de dinero que tendría que invertir en su restauración, pero Miguel la había comprado de todas formas y le había dedicado todo su tiempo libre.


Pedro había adoptado la costumbre de echarle una mano cada domingo, en contra de los deseos de Dana. Poco a poco, Pedro había tenido que admitir que estaba equivocado y que, a pesar de la cantidad de tiempo y de dinero que Miguel había tenido que dedicarle, la casa lo merecía. Era un lugar especial, y trabajar en ella le había recordado a Pedro los inicios con Jeremias, cuando, llenos de entusiasmo, soñaban con la recuperación de edificios olvidados.


¿Cuándo habrían perdido el idealismo? ¿Cuándo habían dejado de soñar? ¿Cuándo habían pasado a preguntarse de dónde saldría el siguiente millón?


Aun así, que Miguel hubiera estado en lo cierto respecto a la casa, no justificaba que una boda precipitada fuera también a salirle bien.


—Sonia no tiene nada que ver con Dana —comentó Miguel al llegar a un semáforo.


Pedro sintió un escalofrío al oír nombrar a su ex novia.


—No he dicho que se parecieran —masculló.


Miguel lo miró con incredulidad.


—No permitas que lo que ha pasado con Dana te amargue. Has tenido suerte de librarte de ella. Ya sabes que nunca me gustó. Te mereces algo mejor.


—Ahora mismo no estoy de humor para hacer conquistas —farfulló Pedro.


—Ya se te pasará. Encontraremos a alguien que te consuele y junte los trozos de tu corazón roto.


—Yo no tengo el corazón roto.


—Tienes razón —dijo Miguel—. Sólo tienes el orgullo herido.


—¡Gracias, compañero, justo lo que necesitaba oír!


Sin dejar de reír, Miguel detuvo el coche delante de la iglesia, donde estaban Sonia y Paula. A pesar de la belleza rubia que era Sonia, Pedro se dio cuenta de que era su compañera quien reclamaba su atención.


Tenía un aura de contención. No había en su blusa blanca ni en su falda negra larga el mínimo destello de coquetería femenina, y, sin embargo, avanzó hacia el coche con una elegancia y una sensualidad que contrastó radicalmente con su aspecto.


—La mejor terapia en este momento sería otra mujer: Paula…


—Ni hablar —Pedro clavó una mirada severa en Miguel—. No pienso volver a mantener una relación con otra mujer obsesionada con su carrera profesional, así que ni se te ocurra hacer de Cupido esta noche o tendrás que buscarle otro padrino para la boda.



 

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