Mientras Pedro dormía a su lado, Paula lo miraba, temblando al pensar que había tenido un accidente.
Aparte del hematoma en la cara y un corte sin importancia sobre el ojo izquierdo, tenía varios moretones en el torso…
Entonces entendió por qué no había querido desnudarse en el salón, por qué había esperado para llegar a la habitación, a oscuras. Si hubiese visto esos hematomas lo habría enviado a casa a recuperarse.
Había sido un alivio tan increíble ver que se encontraba bien que había olvidado que estaban a punto de divorciarse.
Y luego Pedro la había seducido con su letal sonrisa… aunque ella no era una víctima y no podía culparlo porque había participado encantada. Lo había deseado desde que volvió a verlo.
Pedro era el hombre más sexy que había conocido nunca y no había tenido relaciones con nadie desde que se separaron.
Si lo que Pedro había dicho era cierto, también él se mantenía célibe, y ese encuentro no había sido más que una forma de satisfacer su natural deseo sexual.
Suspirando, Paula le acarició el pelo, preguntándose si podía racionalizar lo que había pasado y llegar a la conclusión de que solo era sexo. Pedro conocía su cuerpo como ningún otro hombre y sabía cómo le gustaba que la tocasen. Y siempre había sido un amante experto.
Pedro se movió entonces y Paula apartó la mano de su pelo. Pero no podía dejar de mirarlo.
Cuando oyó a Maite protestar a primera hora de la mañana, un sonido que cada día le resultaba más familiar, se puso el albornoz y miró a Pedro antes de salir de la habitación. Aún no podía creer lo que había pasado. Después de hacer el amor le había confesado que sufría una conmoción…
Nada detenía a Pedro Alfonso cuando quería algo, aunque, afortunadamente, era un hombre sano y fuerte. Aun así, Paula había estado observándolo durante toda la noche.
Una conmoción cerebral no era cosa de broma.
Maite estaba en la cuna, despertándose. Aún no había amanecido y sabía que estaría despierta durante unos minutos antes de volver a dormir un par de horas.
Paula intentaba acostumbrarse, aunque cantarle canciones o leerle cuentos a esas horas no era precisamente su actividad favorita.
–¿Cómo está mi niña esta mañana?
Maite abrió la boca para balbucear incoherencias que algún día serían auténticas palabras.
–Bueno, vamos a cambiarte el pañal.
Después de cambiarla se acercó a la ventana del salón. El sol empezaba a asomar en el horizonte y prometía ser un bonito día.
–¿Ves eso? Es el sol, Maite.
La niña sonrió, como si la entendiera.
Paula se quedó frente a la ventana unos minutos, disfrutando del paisaje, hasta que Maite empezó a moverse, incómoda. Hora del biberón. Después de sacar un biberón de la nevera, Paula se sentó con la niña en el sofá del salón.
–Vamos a desayunar.
Maite sujetó el biberón con las dos manitas pero, de repente, se apartó de la tetina y lanzó un grito… y Paula tardó unos segundos en darse cuenta de lo que pasaba.
–Ay, Dios mío. Lo siento, cariño…
Cuando se levantó estuvo a punto de tropezar con Pedro, que había salido de la habitación.
–¿Qué pasa?
–¡Se me ha olvidado calentar el biberón!
–Ve a calentarlo, yo me quedaré con la niña.
Paula vaciló durante un segundo, pero Maite, la traidora, alargó los bracitos hacia Pedro, como si estuviese enfadada con ella.
Era evidente que, a pesar de su preparación profesional, no sabía lo que estaba haciendo. No era la primera vez que olvidaba calentar un biberón. Tampoco era el fin del mundo, pero debería haberlo recordado. En fin, que fuese tan temprano era una excusa y tenía que agarrarse a algo.
Minutos después, cuando el biberón estaba a la temperatura perfecta, Paula volvió al salón. Encontró a Maite sobre las rodillas de Pedro, que jugaba al caballito, y verlos juntos, riendo, estuvo a punto de hacerla llorar.
Angustiada, se sentó en el sofá.
–No pasa nada –dijo él. –Eres nueva en esto todavía.
–Pero es muy frustrante, te lo aseguro.
–¿Crees que las madres biológicas no cometen errores? ¿Crees que lo hacen todo bien?
–No, pero…
Maite, que sujetaba el biberón con las dos manos como si le fuese la vida en ello, apartó una para tocar un piano diminuto, que era uno de sus juguetes preferidos.
–Le gusta mucho la música.
–¿Ah, sí? Entonces, algún día tocaré la guitarra para ella.
Cuando la niña terminó el biberón, apoyó la cabecita en su hombro.
–¿Ves? Ya te ha perdonado.
Paula no estaba tan segura. Si tenía problemas con las cosas pequeñas, se preguntaba cómo iba a lidiar con las cosas importantes cuando llegase el momento.
Prefería soportar a un mimado actor antes que cometer más errores con Maite.
Pedro se apoyó en el respaldo del sofá y cerró los ojos.
–Estás cansado, deberías irte a la cama.
–Yo estaba pensando lo mismo de ti. ¿Tarda mucho en dormirse?
–No, unos minutos –respondió Paula, acariciando el pelito de la niña.
–Entonces, nos vemos en la cama en diez minutos.
Ella enarcó una ceja.
–¿Vuelves a esa cama?
–¿Dónde iba a ir? –preguntó Pedro, como si no entendiera.
–Deberíamos hablar de lo que pasó anoche.
Él se levantó y le dio un beso en la frente.
–Lo haremos, en la cama. Ahora voy a descansar un rato, pero no tardes.
Después de hacerle un guiño, le acarició la cabecita a Maite y desapareció en la habitación.