Pedro olvidó el accidente que le había destrozado la camioneta, olvidó el dolor en las costillas y en el brazo y los hematomas en la cara. Porque se había excitado en cuanto vio a su mujer con un pantalón corto y una camiseta sin sujetador. No había olvidado el cuerpo de Paula y, sin darse cuenta, clavó los ojos en sus pechos, apenas escondidos bajo la camiseta, la aureola oscura visible bajo el algodón blanco.
La expresión de Paula debía ser un reflejo de la suya: pura frustración sexual. No era el único que estaba lamentando el celibato.
«No ha habido nadie más».
Paula nunca sabría cuánto había agradecido esas palabras.
–¿Cómo estás? –le preguntó ella por fin, mordiéndose los labios. Había un brillo de miedo en sus ojos, pero no era miedo de él sino miedo a lo inevitable. –Estaba a punto de irme a la cama.
Sin decir nada, Pedro pasó a su lado y se volvió mientras ella cerraba la puerta. Los pantalones que llevaba eran cortísimos, marcando sus perfectas nalgas de tal forma que tuvo que hacer un esfuerzo para controlarse. Su mujer era una fantasía hecha realidad.
Paula se volvió para mirarlo, su bonito rostro sin una gota de maquillaje, sus ojos más azules que nunca.
–Ven aquí.
Ella cerró los ojos, negando con la cabeza.
–Ven –insistió Pedro.
Paula abrió los ojos y dio un paso adelante.
–No creo que sea buena idea.
Cuando llegó a su lado, Pedro la envolvió en sus brazos, olvidándose del dolor en las costillas magulladas porque el dolor que sentía bajo la cintura era más urgente.
–Cuando se te ocurra una mejor, dímelo –murmuró, levantando su barbilla con un dedo para rozar sus labios; el beso fue una invitación a la que Paula respondió sin oponer resistencia.
Dulce como el azúcar y familiar como el café de la mañana, Pedro no podía olvidar su sabor.
Paula se apartó ligeramente para mirar su cara magullada.
–Estás herido –murmuró.
–Sobreviviré, no te preocupes.
–Pero tú…
Pedro la interrumpió con un beso y perdió el control cuando ella dejó escapar un gemido. La besó con urgencia, con pasión, abriendo sus labios con la lengua mientras Paula le echaba los brazos al cuello, apretándose contra su pecho. La deseaba tanto…
–Vuelve a gemir –le advirtió, con voz ronca– y te juro que esto terminará antes de que haya empezado.
Paula sonrió, sus ojos brillaban de deseo mientras levantaba una tentadora ceja. Impaciente, Pedro tiró hacia arriba de su camiseta para quitársela y tuvo que contener el aliento al ver sus pechos perfectos, las dos rosadas órbitas endurecidas.
–Maldita sea –murmuró. Estaban a un metro de la puerta y lo tenía tan excitado que no podía pensar. –Quítate el pantalón.
–Quítate tú la camisa –replicó ella, sin aliento.
Pero Pedro no quería quitarse la camisa hasta que estuvieran en el dormitorio, con la luz apagada. No quería que viese sus costillas magulladas porque si las viera lo enviaría a casa. Y eso era lo último que deseaba hacer.
–Da igual, tengo una idea mejor –Pedro le dio la vuelta, abrazándola por detrás para acariciarle los pechos, tan firmes y sensibles como siempre. El deseo se intensificó, su erección apenas contenida por los vaqueros. –Tengo buenas ideas, admítelo –murmuró, besándole la nuca y los hombros.
–Umm…
Pedro cerró los ojos, dejándose llevar por el placer mientras acariciaba sus pechos como si fueran un instrumento. Paula gemía con cada roce y dejó escapar un grito cuando apretó un pezón entre el pulgar y el índice.
Deseaba estar dentro de ella, notar su calor rodeándolo, sentir que los dos se deshacían en un poderoso clímax.
Sujetando su brazo con una mano, deslizó la otra bajo el pantalón para acariciar los rizos que la protegían, apartando a un lado las braguitas, tentándola con los dedos hasta que estuvo húmeda. Paula arqueó las caderas mientras apoyaba la cabeza en su hombro, invitándolo a seguir.
–Cariño, ya estás húmeda para mí.
Ella dejó escapar un gemido y Pedro intentó encontrar paciencia mientras seguía acariciándola.
–Por favor, Pedro –murmuró Paula. –Necesito…
Él deslizó los dedos una vez más, con más propósito. Sabía cómo le gustaba y pronto la oyó jadear mientras movía las caderas hacia él, temblando. El clímax llegó enseguida y tuvo que sujetarla cuando se le doblaron las rodillas.
–Tienes buenas ideas –murmuró ella por fin. Los ojos de Pedro seguían ardiendo y Paula contestó a su pregunta antes de que la formulase. –Maite está en la cuna.
Pedro le tomó de la mano para llevarla a la otra habitación y se detuvo al lado de la cama, apretándola contra su torso.
–Desnúdate.
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