Paula se despertó sobresaltada, con el pulso acelerado y desorientada. Pero, a medida que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y pudo ver la habitación, recordó dónde estaba.
Al principio pensó que había dormido tanto que se había hecho de noche, pero luego se fijó en que alguien le había cerrado las cortinas. Agarró el teléfono para ver la hora y comprobó con alivio que solo había dormido una hora y media y que no tenía ninguna llamada perdida de Gabriel.
Marcó su número, pero igual que antes, le saltó directamente el buzón de voz, así que colgó y fue en busca del ordenador portátil, pensando que quizá le hubiera mandado un correo electrónico, pero no pudo conectarse a Internet porque le pedía una contraseña que no tenía. Tendría que pedirla.
El hecho de no haber sabido nada de Karina le hacía pensar que Mia seguía durmiendo. De pronto se dio cuenta de que no sabía qué hacer sin tener que cuidar de su hija. Hasta que se acordó de todas las maletas que la esperaban en el vestidor y decidió matar el tiempo deshaciendo el equipaje.
Se levantó de la cama, pero al entrar en el vestidor no vio las maletas, sino la ropa perfectamente colocada en perchas y estantes. Debía de haber estado allí la doncella mientras ella dormía.
Se puso una ropa más cómoda mientras se preguntaba a qué hora se cenaría en el palacio. Fue a la sala de estar, donde el último sol de la tarde se colaba por las ventanas e inundaba el suelo alfombrado. Al salir a la terraza, se topó con una temperatura tan elevada que le cortó la respiración por un momento. A sus pies se extendía una enorme pradera verde con lechos de flores y, aún más cerca, la piscina de dimensiones olímpicas. Gabriel había presumido de haber mandado construir la piscina porque Pedro era un magnífico nadador; eso explicaba el musculado torso que tenía.
No tenía ningún sentido que estuviera pensando en el torso de Pedro, ni en ninguna otra parte de su cuerpo.
Entonces sonó el teléfono y apareció el nombre de Gabriel en la pantalla. Por fin. El corazón se le llenó de alegría.
El sonido de su voz fue como un bálsamo para sus nervios. Imaginó su rostro, sus amables ojos oscuros y su sonrisa.
–Siento mucho no haber podido estar allí para recibirte –le dijo en su lengua materna, que era tan parecida al italiano, que a Paula no le había costado nada aprenderla.
–Te echo de menos –le dijo ella.
–Lo sé y lo siento. ¿Qué tal el viaje? ¿Qué tal está Mia?
–Fue muy largo y Mia no durmió mucho, pero ahora está durmiendo la siesta y yo también he dormido un buen rato.
–Salí solo veinte minutos antes de que llegaras tú.
–Tu hijo me ha dicho que tenías que atender un asunto familiar. Espero que vaya todo bien.
–Ojalá fuera así. La hermanastra de mi mujer ha sufrido una repentina infección y han tenido que llevársela al hospital.
–Cuánto lo siento, Gabriel –le había hablado de su cuñada, Catalina, que se había quedado con él y con su hijo tras la muerte de la reina–. Sé que estáis muy unidos. Espero que no sea nada grave.
–Están atendiéndola, pero dicen que aún no está fuera de peligro. Espero que lo comprendas, pero no puedo dejarla sola. Ella nos ayudó mucho a Pedro y a mí cuando la necesitamos. Creo que debo quedarme.
–Claro que debes hacerlo. La familia siempre es lo primero.
Lo oyó suspirar, aliviado.
–Sabía que lo comprenderías. Eres una mujer extraordinaria, Paula.
–¿Cuánto tiempo crees que estarás allí?
–Puede que un par de semanas, pero no lo sabré con certeza hasta que se vea cómo responde al tratamiento.
¿Dos semanas sola con Pedro? ¿Qué era eso, alguna broma?
–Te prometo que volveré tan pronto como pueda –le aseguró Gabriel–. A menos que prefieras volver a casa hasta que yo regrese.