Paula dejó el bolso en la mesa que había al lado de la ventana y tomó una de las novelas de tapa dura que se le había olvidado esconder.
Pedro pensó que tal vez le había parecido demasiado difícil para su supuesto nivel de lectura, pero, tal vez para no ofenderlo, Paula no hizo ningún comentario y la volvió a dejar en su sitio.
–¿Tienes hambre? –le preguntó–. Me quedan unos restos de pizza.
Ella negó con la cabeza.
–Me he tomado una ensalada hace un par de horas.
–¿Quieres algo de beber? Tengo cerveza y agua mineral.
–No, gracias.
Seguía sin estar del todo cómoda.
–Creo que se nos ha olvidado algo –le dijo él.
Ella se giró a mirarlo. Tenía el ceño fruncido.
–¿El qué?
Pedro se acercó, la abrazó y le dio un beso en los labios. Paula gimió suavemente, puso las manos en su cuello y apoyó su cuerpo contra el de él.
Eso estaba mucho mejor.
Pedro le metió las manos por debajo de la camisa.
–No puedo quedarme –le dijo ella, sin intentar detenerlo.
No se resistió cuando le quitó la camisa, ni cuando le desabrochó los vaqueros y se los bajó, de hecho, levantó los pies para sacárselos.
Ni siquiera intentó detenerlo cuando la tomó en brazos para llevarla a la cama, ni cuando se arrodilló a su lado para bajarle las braguitas.
No le dijo que no cuando le separó las piernas, agachó la cabeza y le acarició el sexo con la lengua.
Y no se quejó cuando le hizo llegar al orgasmo no una vez, sino dos.
Después de hacer el amor, con ella entre los brazos, Pedro tuvo la certeza de que no iba a marcharse a ninguna parte hasta la mañana siguiente.
Y no podía conformarse con menos.
Y no quería conformarse con menos.
Paula no había pretendido pasar la noche en la habitación de Pedro, pero cuando se despertó eran las siete de la mañana.
Tenía que ir a casa y prepararse para volver al trabajo si no quería llegar tarde.
Ella nunca llegaba tarde.
Intentó levantarse sin despertarlo, pero Pedro la agarró.
–¿Adónde vas? –le preguntó con voz somnolienta, acariciándole un pecho.
Y ella, como la noche anterior, fue incapaz de decirle que no. No había pretendido que ocurriese aquello, ni implicarse tanto, pero Pedro tenía razón.
Le gustase o no, tenían una relación. Aunque todavía no sabía si era solo sexo o algo más.
Lo cierto era que, en esos momentos, no le importaba. Porque sabía que, antes o después, era inevitable que se terminase.