Las palabras de Pedro sonaron como si le agradaran «personalmente» los resultados de la combinación, y Paula se acaloró al instante. «Basta ya», se dijo. Probablemente, solo estaba pensando en Darío.
La expresión de Pedro se volvió repentinamente seria.
—Me alegra que hayas podido cortar a tiempo ese dolor de cabeza. No sabía si podrías cenar conmigo esta noche.
Paula no quería pensar en su engaño, pero se negó a apartar la mirada.
Pedro ladeó la cabeza y la miró pensativamente.
—Creo que nunca te he visto tan relajada como en estos momentos; ni siquiera te había oído nunca reír como lo has hecho hace un minuto. Pase lo que pase después de este viaje, habrá merecido la pena solo por verte así.
—¿Pase lo que pase? ¿Te refieres a si no consigo a Darío?
Pedro se encogió de hombros.
—Solo falta una cosa —dijo, sin responder a la pregunta. Tomó un hibisco del florero, se inclinó hacia Paula y se lo puso tras la oreja. Luego se apoyó contra el respaldo del asiento y la observó—. Perfecto —susurró.
Paula tuvo que aclararse la garganta antes de hablar.
—¿Sabes otra cosa que desconocía de ti?
—No tengo ni idea.
—Que eres un hombre muy paciente.
Pedro la miró con una expresión tan enigmática que Paula ni siquiera se molestó en tratar de descifrarla.
—Supongo que lo soy —dijo, finalmente.
—Y también me he dado cuenta de que apenas sé nada sobre ti. Llevamos más o menos dos años moviéndonos en los mismos círculos y ni siquiera conozco los hechos más básicos de tu vida.
Una lenta sonrisa curvó los labios de Pedro.
—Eso está muy bien, Paula.
—¿A qué te refieres?
—Has llegado a otra importante lección, y lo has hecho por tu cuenta.
—¿De qué estás hablando?
—De una lección a la que aún no habíamos llegado: la necesidad de mostrar interés por el hombre al que tratas de atraer.
—No solo estoy «mostrando» interés por ti, Pedro —replicó Paula, claramente molesta—. Estoy realmente interesada.
—Aún mejor. Entonces, de acuerdo; ¿Qué te gustaría saber? Soy como un libro abierto.
El enfado de Paula desapareció en un instante. Sonrió burlonamente.
—Ah, ¿sí? No estoy segura de poder creerte.
—Inténtalo.
—De acuerdo. Como te he dicho, me gustaría saber algunas cosas básicas. Por ejemplo, ¿Dónde estabas dos años antes de que nos conociéramos? No, espera. Empecemos aún más atrás. ¿De dónde eres?
—De un pueblo del este de Texas del que probablemente no habrás oído hablar.
—Puede que tengas razón, aunque poseo tierras en el este de Texas.
—Lo sé, pero en un sitio distinto.
Paula ya había dejado de sorprenderse de que Pedro supiera más de ella que ella de él.
—¿Viven tus padres todavía allí?
—Ojalá, pero no. Mi madre murió cuando yo tenía veintinueve años. Mi padre murió hace un par de años.
Paula sabía que debía reaccionar, pero ya que sentir pena por la pérdida de un padre era algo desconocido para ella, tuvo que recurrir a un tópico.
—Lo siento. ¿Te queda más familia en el pueblo?
—Una tía y tres primos.
—¿Y mantenéis una relación cercana?
Pedro asintió.
—Tratamos de reunimos de vez en cuando.
Era extraño, pero Paula nunca había imaginado a Pedro con familia, raíces o ataduras. Tal vez se debía al modo en que había aparecido dos años atrás, como de la nada.
—Háblame más de tus padres. ¿Qué hacían?
—Mi madre era ama de casa. Se ocupaba de mi padre y de mí, de la huerta y de enlatar los productos que obtenía de ella. Una vez incluso ganó un lazo azul en la feria del estado por su tarta de melocotón.
Paula abrió los ojos de par en par.
—Eso te lo tienes que estar inventando.
Pedro rompió a reír.
—¿Por qué dices eso?
—Porque nadie tiene una madre así.
—Lo siento, pero yo sí. Era maravillosa. Aún la echo de menos.
Paula pensó que si ella contara cómo había crecido, la mayoría de las personas tampoco la habrían creído.
—¿A qué se dedicaba tu padre?
—Tenía una ferretería. No ganaba mucho con ella, pero bastaba para nosotros tres, y eso era lo único que le importaba. Lo cierto es que mis padres eran personas buenas y sencillas que me criaron con mucho amor y me enseñaron desde pequeño la diferencia entre el bien y el mal. Tuve una maravillosa vida de niño, pero según fui creciendo aprendí que la vida también podía ser dura.
—¿Qué sucedió?
—Mi padre lo perdió todo cuando yo tenía diez años.
—¿Te refieres a la ferretería?
—A la ferretería, a nuestra casa y a la mayoría de nuestras pertenencias. Y todo sucedió porque se fió del hombre que le llevaba la contabilidad de la tienda y de nuestros gastos personales. Desafortunadamente, se equivocó fiándose de él. Cuando se dio cuenta de que algo iba mal, ya era demasiado tarde. El contable se lo había llevado todo y mi padre no tenía ahorros.
—¿Detuvieron al contable?
—Sí, pero para cuando lo hicieron ya se había gastado todo. Lo metieron en la cárcel, pero la justicia no hizo ningún bien a mis padres. Las personas con las que estaba endeudado mi padre lo llevaron a juicio para que liquidara sus bienes.
—Debió ser terrible para tus padres.
Pedro asintió.
—Lo fue. Pero, en cierto modo, estuvo bien.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Porque observando cómo se enfrentaron mis padres a la situación aprendí algunas lecciones muy valiosas sobre la vida, cosas que no habría podido aprender de otro modo.
—No estoy segura de comprender. ¿Cómo se enfrentaron a lo sucedido?
—Con gran orgullo y dignidad. Alquilamos una de las casas más pequeñas y desvencijadas del pueblo, pero mis padres jamás se mostraron avergonzados de la situación a la que se habían visto reducidos. Y debido a ello, yo tampoco. De hecho, nunca vi nada de lo que sentirme avergonzado. No habían cambiado. Seguían siendo los mismos padres amorosos de siempre.
—¿Pero cómo se las arreglaron para comprar comida y todas las cosas necesarias para vivir?
—Mamá plantó un nuevo huerto, pero tres veces más grande que el anterior, de manera que podía vender lo que sobraba a los vecinos. Y empezó a comprar ropa y otras cosas de segunda mano. También se dedicó a planchar para otros. Según me fui haciendo más y más consciente de lo que estaba pasando empecé a sentirme más y más orgulloso de mis padres. El amor que se profesaban y que me daban se fortaleció aún más en aquellas circunstancias. Muchas noches, después de acostarme, podía oír a mi madre esperando a que mi padre regresara a casa para poder servirle una comida caliente. Y muchas veces vi cómo le daba masajes en los hombros para aliviar el dolor que padecía debido al esfuerzo físico que tenía que hacer en su trabajo. Pero con mucha paciencia y perseverancia, mi padre siguió trabajando para recuperar su tienda. Tenía dos trabajos, a veces tres, pero nunca se quejaba. Finalmente, su paciencia y el trabajo duro dieron sus frutos y pudo volver a comprar la tienda.