Después de haberse aseado, regresó lentamente al dormitorio. Pedro se reunió con ella a medio camino y con suma delicadeza le quitó la camiseta y los pantalones. Ya había abierto la cama y corrido las cortinas. Las sábanas estaban frescas y la habitación a oscuras. Temblando, Paula enterró el lado afectado de la cabeza en la almohada. Notó que el colchón se hundía un poco más y emitió un suspiro al sentirle ocupar un espacio a su lado. Sin embargo, Pedro no dijo nada ni se movió más que para apoyar delicadamente un brazo sobre su cadera y acunarla contra él. Poco a poco, el calor de su cuerpo la inundó y sintió cómo el sueño se apoderaba de ella. El alivio era inmenso.
Cuando despertó, experimentó un inmenso alivio al comprobar que el dolor de cabeza había desaparecido. Mejor aún, él yacía enroscado a su lado, abrazándola para mantenerla caliente. Estaba desnudo y no ocultaba nada, ni siquiera la erección.
–¿Estás mejor? –le susurró con dulzura al oído.
–Sí.
Pedro la hizo girar hasta mirarlo de frente y la contempló con gesto grave.
–No hemos terminado –anunció con calma–. Aún no.
Ella intentó apartarse y levantarse de la cama, pero Pedro se lo impidió con el peso de su cuerpo, y con un beso que la dejó sin aliento.
–Tu migraña de ayer lo demuestra –insistió.
–¿Qué demuestra? –¿ayer? ¿Había dormido hasta el día siguiente?
–Que aún no estás preparada para marcharte. Que todo este asunto te estresa.
Por supuesto que la estresaba. Precisamente por eso tenían que terminar. Pero él no le dio la oportunidad de decirlo. Su boca le atrapó los labios silenciándola largo rato.
–Escúchame –murmuró él–. Mírame –las fuertes manos la atormentaban con sus caricias–. Si me miras, dejaré de hacerlo.
No tenía otra elección y, lentamente, levantó la vista.
–Tienes unas piernas increíbles. Largas, suaves y ahí arriba –deslizó los dedos hasta la parte interna de los muslos–, tan dulces.
¿Qué otra cosa podía hacer salvo separar las piernas?
–Y tus pechos –Pedro sonrió–. ¡Esos pechos! –se inclinó y capturó un pezón con la boca y luego el otro–. Perfectos –se acomodó encima de ella y la besó–. Y ahí –deslizó la mano hasta el centro íntimo– tienes el lugar más caliente con el que podría soñar un hombre.
La sensación era demasiado fuerte para poder soportarla y Paula tuvo que cerrar los ojos.
Sin embargo, fiel a su palabra, Pedro paró y se hizo a un lado.
–¡No! –gimió ella.
–Mírame, Paula –le ordenó él con dulzura.
Ella obedeció y se encontró con una mirada penetrante, aunque tierna.
–Si me deseas, tendrás que quedarte conmigo.
Paula se estremeció y pestañeó repetidamente.
–Conmigo –le advirtió él.
Nerviosa, ella se humedeció los labios aunque no desvió la mirada.
Sus rostros estaban prácticamente pegados y no había ni un milímetro de espacio entre los cuerpos casi fundidos. Paula admiró la masculina belleza y supo que él era capaz de leer cada uno de sus pensamientos. Jamás habían compartido tanta intimidad.
–Pero lo más hermoso de tu cuerpo son tus ojos. No, no los cierres. Déjame verlos.
Y ella le dejó mientras sus cuerpos se entrelazaban lenta y silenciosamente para luego separarse y volver a unirse aún más. Las respiraciones de ambos eran entrecortadas.
Paula quiso suplicarle que no se mostrara tan tierno porque no podría soportarlo, pero fue incapaz de hablar pues el corazón le iba a estallar. Sin embargo, no estalló sino que se expandió, llenándose del calor de la mirada azul. Y ya no pudo soportarlo más.
Pedro no volvió a hablar. Tomó el rostro de Paula con la palma ahuecada de la mano, impidiéndole desviar la mirada, aunque no hubiera hecho falta, pues ella era incapaz de apartar los ojos de los suyos. En su interior veía todo aquello que había soñado y al mismo tiempo no se atrevía a soñar. Vio que las dulces palabras eran sinceras, vio que la deseaba.
Sin embargo no se atrevía a creérselo y el esfuerzo por no hacerlo la destrozaba, hasta que ya no pudo impedir el escozor que le nublaba la vista.
–Pero aún más hermoso que tus ojos es tu alma –Pedro le besó cada una de las lágrimas.
Y con cada prolongada y lenta embestida, derribó hasta la última de sus defensas.
Paula se incorporó y tomó la preciosa boca con sus labios. El beso se prolongó mientras se abrazaban. A pesar de cerrar los ojos no pudo ocultarle nada, no cuando sentía el fuerte cuerpo flexionarse y los gruñidos que resonaban en el musculoso torso mientras aceleraba el ritmo. Lo único que podía hacer era aferrarse a él, dejar que su cuerpo se moviera libre. Tocarlo, acercarlo más a ella. Apremiarlo para que culminara.
Los dedos de Pedro se hundieron en sus cabellos, sujetándole el rostro levantado hacia él mientras interrumpía el beso e, implacablemente, se hundía dentro de ella una vez más.
–¡Por favor! –Paula necesitaba que fuera más rápido. De lo contrario, moriría.
Sin embargo, él se resistió y mantuvo un ritmo lento, lento y profundo, durante una eternidad volviéndola loca de desesperación. Los gritos de Paula eran cada vez más fuertes hasta convertirse en un aullido casi inhumano al alcanzar la cima y ser lanzada al vacío.
El clímax, de una intensidad casi brutal, continuó sin parar. Clavó las uñas en los fuertes músculos y su cuerpo se estremeció.
Pero aún no había acabado pues Pedro continuaba moviéndose, insoportablemente despacio, abrumadoramente intenso. Su rostro se ensombreció por el esfuerzo y su cuerpo se empapó de sudor. Al fin no pudo más y estalló en profundos gruñidos de placer.
Paula se estremeció con los brazos y las piernas enroscadas alrededor de su cuerpo. Sentía como si él estuviera vertiendo en su interior todo lo que ella había deseado en la vida.
Se negaba a abrir los ojos por miedo a romper el hechizo bajo el que se encontraba, la sublime y deseada sensación. Pero la realidad se abrió paso poco a poco.