martes, 29 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 36

 


El corazón galopaba en su pecho sólo con recordar lo mucho que había deseado tenerla de nuevo en sus brazos. Y ya que por fin lo había conseguido, no estaba dispuesto a soltarla.


Los zapatos que llevaba hacían que resultara casi tan alta como él. Sus ojos estaban a la misma altura que los suyos, o lo estarían si se dignara a mirarlo. De repente se le ocurrió. A pesar del sexo, mucho y fantástico, que habían compartido, ella nunca lo había mirado a los ojos. Aceptaba el placer que le proporcionaba, ardía bajo sus caricias, pero se negaba al más sencillo gesto de intimidad.


–Paula –sentía una repentina necesidad de llegar a ella–. No te alejes.


–¿Cómo?


–Mírame.


Sabía que su madre los estaba observando. Y su padre también. Pero no le importaba lo que pensaran, sólo quería estar con ella.


Sabía que había disfrutado con la boda. La había mirado durante la ceremonia y la había visto sonreír. En aquellos momentos su rostro resplandecía. Sí, aquello le gustaba. Seguramente querría algo parecido para ella misma algún día. ¿Cómo estaría con el tradicional vestido de novia? ¿Con un vaporoso velo cubriéndole la cabeza y ocultando el resplandor que florecía en el rostro de toda novia?


La atrajo hacia sí sin ninguna dificultad y sintió el suave cuerpo contra el suyo. Una de las piernas de Paula se enganchó… demasiado cerca, y el corazón latió con renovados y erráticos bríos. Aquella mujer iba a ser su muerte. La abrazó con más fuerza y desistió de marcar el paso. Lo único que podían hacer era quedarse quietos y balancearse al ritmo de la música. Paula había vuelto a cerrar los ojos, pero a él no le importó pues sabía bien el porqué. Lleno de masculino orgullo, supo que el deseo le impedía mantenerlos abiertos.


Decidió darle un respiro y se concentró en el brazo tatuado. Parecía chocolate fundido derramado sobre la piel de color caramelo. Se moría de ganas de saborearla, de recorrer el intrincado diseño con la punta de la lengua. Cierto que se alegraba de que no fuera permanente, pero por el momento resultaba divertido. Como el resto de ella, ¿no?


Diversión para un momento. Sin embargo, la suya ya había terminado. Se suponía que habían dejado atrás la lujuria, en África.


–Paula.


–¿Sí?


–No me estás mirando.


–Estoy mirando tu barbilla.


–Mírame a los ojos.


–¿Quieres hipnotizarme o algo así?


En parte le gustaría hacerlo. No tenía ni idea de qué quería esa mujer de él. ¿Quería besarlo del mismo modo que él deseaba besarla a ella? ¿Con la misma desesperación? Se moría de ganas por saber qué pensaba. Qué pensaba y qué sentía por él.


Aunque a lo mejor no quería saberlo, por si acaso no era lo que se esperaba.


Sus pensamientos estaban divagando, de modo que se rindió y se contentó con pegarse a ella y perderse en los ojos azules y la dulce invitación de sus labios.


¿Terminado? ¿A quién quería engañar?


Paula estaba mareada y la cabeza le daba vueltas. El beso había sido increíble, dulce y tierno, pero no había bastado. Quería más, lo quería todo. Sin embargo, el vals había terminado. Quería que volviera la música. Quería que volvieran sus brazos.


No obstante, Pedro dio un paso atrás, interrumpiendo el contacto. Pisando el freno.


Además estaba su madre, acechándoles como un águila. Igual que su padre. Paula consiguió mostrarse educada, pero por dentro estaba a punto de estallar. No se había acabado, maldita fuera. ¿Se acabaría alguna vez el deseo que sentía por él?


Era evidente que Pedro se había dado cuenta. Jugaba con ello y lo aprovechaba en su propio beneficio. Invadía cada centímetro de su espacio y las manos jamás abandonaban su cuerpo, ya fuera tomándole de la mano, apoyando una mano en la parte baja de su espalda o rodeándola por los hombros. Mientras hablaban con el novio o sus amigos, la pierna de Pedro presionaba en todo momento la suya. Y la miraba de un modo… como si fuera la mujer más bella del planeta.


Le hacía sentir como una hechicera, tanto que le gustaría lanzar un conjuro que la transportara a un cuento de hadas.


Menuda estupidez. Ya sabía que el poder para convertir su vida en algo especial estaba en sus manos. La decisión era suya.


De modo que renunció a las burbujas y se dedicó al agua mineral en un intento de recobrar la cordura. Sin embargo no le ayudó a rebajar la temperatura corporal. Tenía más calor de lo que había tenido en África y se alegraba de haberse puesto ese vestido.


–¿Quieres que nos marchemos? –Pedro buscó sus miradas.


–Cuando quieras –ella apartó la vista del fuego.


Pedro se despidió de todos y en poco menos de diez minutos estuvieron fuera de allí.


–¿Te lo has pasado bien? –preguntó él mientras conducían de regreso a su casa.


–Sí –admitió ella con sinceridad–. ¿Y tú?


–Sí. Hubo algún momento realmente bueno.


Aparcó casi en la puerta del edificio de Felipe y Mauricio.


Paula se sentía algo desilusionada, pues no había recibido ninguna invitación para regresar con él al apartamento. Quizás fuera cierto que todo había terminado. A pesar de haber flirteado con ella, o robado un beso, llegado el momento de la verdad no parecía dispuesto a correr riesgos.


–Gracias por acompañarme –él apagó el motor del coche–. Sin ti no habría ido.



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