lunes, 28 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 34

 


Rubia natural, ojos azules y una dentadura deslumbrantemente blanca completaba una amplia y bonita sonrisa.


Paula pestañeó e intentó disimular la envidia que sentía hacia aquella mujer. Los finos hombros sujetaban un delicado cuello. Era bajita, lo suficiente para que cualquier hombre pudiera tomarla en brazos con facilidad. Y era tan femenina, tan encantadora… Tan todo lo que ella no era.


–¡Pedro! –la criatura élfica se arrojó al cuello de Pedro–. ¡Qué alegría verte!


Paula vio las manos de Pedro rodearle la cintura, abarcándola casi por completo. Llevaba un top escotadísimo y una falda ajustadísima. Era una completa y genuina belleza.


De repente la torpe, desgarbada y excesivamente alta adolescente que llevaba dentro desgarró la superficie de la adulta madura y segura de sí. Y supo que si intentaba siquiera dar un paso al frente, tropezaría y se golpearía contra la esquina de una mesa. Y si se le ocurría hablar, diría alguna estupidez.


La rubia ni siquiera la miró. Al menos no mientras estuvo ocupada inclinándose hacia Pedro con su deslumbrante sonrisa. Señorita Efervescencia en acción. Y entonces giró la cabeza, sin apartarse de Pedro, y le dedicó a Paula una sonrisa totalmente diferente. Una sonrisa alegre, pero desprovista de todo flirteo y provocación. La pequeña piraña había hincado los dientes en su presa y no iba a soltarla.


–Paula, te presento a Carla. Carla, Paula.


–¿Paula? ¡Encantada de conocerte!


¿Acaso se podía ser más chispeante? Paula sintió retorcerse cada una de sus células, aunque consiguió sonreír mientras esperaba pacientemente a que aquella mujer soltara a Pedro.


Enseguida comprendió que iba a tener que esperar mucho, mucho tiempo.


–Ha pasado demasiado tiempo, cariño –Carla le daba unos golpecitos en el pecho a Pedro. En realidad lo acariciaba–. Deberías divertirte más –hubo un destello en su mirada. El destello de una navaja–. ¿Cuándo nos vamos otra vez de copas? ¿Esta noche?


Pedro sonreía con su encantadora sonrisa.


–Esta noche no, Carla. Esta boda ya es bastante emoción por un día.


Paula observó el gesto de desilusión y luego la brillante sonrisa mientras Carla intentaba asegurarse una pareja aquella noche. ¿Sería un pulpo? Sus manos estaban por todas partes.


–Lo siento –él sacudió la cabeza–. ¿Me disculpas? Tengo que posar para unas fotos.


¿Fotos? En esos momentos Paula estaba celosa, por las fotos y por muchas otras cosas. Más le valía no dejarla sola con esa depredadora.


–Vosotras dos tenéis mucho en común –anunció Pedro tras lograr arrancar la mirada, y las manos, de la encantadora rubia–. Carla adora los accesorios.


Pedro se marchó, regodeándose sin duda en su maldad. Paula lo miró fijamente antes de volverse hacia su competidora.


–¿Hace mucho que conoces a Pedro? –la pequeña piraña no tardó en empezar a interrogarla con su bonita sonrisa.


–Sí –contestó Paula con cautela–. Hace bastante.


–Nosotros desde hace muchísimo tiempo. Somos íntimos.


–Qué bonito –a Paula no le cabía la menor duda de lo íntimos que eran.


–Tienes un bronceado precioso para esta época del año. Yo jamás me expondría al sol de esa manera. No me gustaría estropearme la piel.


–¿En serio? Qué pena –Paula sonrió con dulzura–. Acabamos de regresar de África –«y te aseguro que ha merecido la pena estropearme la piel, querida», añadió para sus adentros.


–¿África? –la criatura entornó los ojos–. ¿Con Pedro?


–Sí –desesperada por ponerla en su sitio, Paula no pudo reprimirse–. De luna de miel.


–¿¡Vuestra luna de miel!?


Durante un segundo, Paula saboreó el triunfo absoluto. Desgraciadamente, enseguida dio paso a un remordimiento tan enorme que tuvo náuseas. Deseaba retractarse y se apresuró a apurar la copa antes de escapar a los lavabos. Sin embargo, cuando regresó a la fiesta cinco minutos después, vio a la rubita hablando muy seriamente con la madre de Pedro.


La mirada glacial de la madre se fundió con la suya y Paula se sintió enrojecer mientras observaba desesperadamente cómo esa mujer interrumpía la sesión de fotos de Pedro.


Fue por puro milagro que los cristales de las ventanas no estallaran ante el alarido que hizo que todos los rostros se volvieran al mismo lugar.


–¡Te has casado! –la voz de Lily resonó alta y clara.


Pedro, de pie a la derecha de su padre, se volvió hacia Paula, que levantó la cabeza, mirándolo desafiante, decidida a mantener su postura.


Y de repente, se vio atrapada entre Pedro y su madre, que disparaba una pregunta tras otra.


–¿Cuándo?


Pedro miró a Paula, forzándola a contestar.


–Hace un tiempo ya.


–¿Dónde?


–En un juzgado.


–¿En un juzgado? ¡Pedro! –la otra mujer parecía espantada–. Déjame adivinar: sin testigos, sin invitados, sin fiesta. Nunca te gustaron las celebraciones – lo recriminó.


–No nos apetecía a ninguno de los dos –murmuró Paula.


Pedro, ¿cómo has podido?


–Sin ningún problema –contestó Pedro al fin–. Pensé que entre papá y tú ya había suficientes bodas. No hacía falta añadir otra más a la agenda.


Paula observó la expresión en los ojos de la madre y, por primera vez, se le ocurrió que su desastroso matrimonio podría haber hecho daño a alguien más aparte de a ella misma.


–¿Me disculpáis un momento? –Paula necesitaba otra visita a los aseos, para dejarles a solas unos minutos. Para escapar de la energía que emanaba de Pedro… una energía furiosa.


Un error. Un enorme error.





SIN TU AMOR: CAPITULO 33

 


Paula aparcó delante de un antiguo palacio, uno de esos lugares en que se celebraban bodas y banquetes. Tenía un precioso jardín y muros de piedra.


–Fuera de aquí. Volveré en dos o tres horas.


Pedro la miró perplejo.


–¿En serio pensabas que iba a boicotear la boda de tu padre? –ella sonrió.


–Si no entras, yo tampoco –él no le devolvió la sonrisa.


Pedro, esto es por tu padre. Es una de esas cosas que, sencillamente, debes hacer.


–O entras o no voy.


–No puedo. No estoy invitada.


–Te estoy invitando yo –Pedro la miró con expresión imperturbable.


Pedro, no puedo ir vestida así… –respiró hondo–. Por el amor de Dios, ¡no llevo sujetador!


–Cariño, eso ya lo sé –él soltó una carcajada–. ¿Qué problema hay? En África no llevaste sujetador ni un solo día.


–Aquello era diferente. Llevaba biquini.


–De todos modos ya te has paseado por la tienda abarrotada vestida así y todo el mundo te miraba por lo excitante que resultabas. Ahora sal del coche y acabemos con todo esto.


Aquello era horrible. Se había vestido así únicamente para conseguir que acudiera a la boda, pero sin la menor intención de acompañarlo.


–Si no sales del coche ahora mismo, no respondo de mí.


A pesar del frío y miserable invierno londinense, Paula sudaba a mares.


–Ya no estamos en África, Pedro –al fin quitó la llave del contacto y se la entregó–. Vamos.


Salió del coche y se envolvió en la toquilla en un intento de cubrirse tanto los pechos como el tatuaje. Pedro caminó junto a ella, apoyando una mano en su espalda. La boda era mucho más elegante de lo que había esperado y se alegró de llevar el rostro «retocado», de los tacones y del vestido de diseño. Pero sobre todo agradeció el echarpe. La gente sonreía a Pedro y la miraba con interés cuando la presentaba como su «amiga».


–¡Cariño! –una mujer se acercó a ellos.


–Mi madre –murmuró él al oído de Paula.


¿Su madre en la boda? ¿No resultaba un poco raro?


–Hace meses que no te veía. ¿Qué has estado haciendo? Estás más delgado –la mujer miró a Paula como si ella fuera la culpable.


–Madre, te presento a Paula. Paula, ésta es mi madre, Lily.


¿De modo que aquélla era su suegra? Paula sonrió y se ajustó el echarpe. Aquello era una locura, pero los ojos de Pedro brillaban y era evidente que se divertía de lo lindo.


Pedro, serás el padrino –Lily se dirigió a su hijo.


–Otra vez –refunfuñó Pedro.


–No la fastidies –le advirtió Paula.


–No lo haré –él enarcó las cejas y sus miradas se fundieron.


–Paula –anunció la madre de Pedro con autoridad–, tú te sentarás a mi lado.


Incapaz de ignorar la orden, Paula miró a Pedro con gesto espantado que él contrarrestó con una sonrisa que le decía claramente que se lo tenía merecido.


Pero en cuanto la ceremonia comenzó, olvidó todas sus inquietudes. La novia, que tenía unos pocos años más que Pedro, llevaba un traje de pantalón blanco. Los votos fueron sencillos y las sonrisas enormes. A Paula le pareció muy dulce.


De repente vio al altísimo hombre de pie junto a su padre y que la miraba fijamente. Pedro no sonreía y en cuanto terminó la ceremonia, se acercó a ella.


–Parecen realmente felices –observó Paula en un intento de animarle.


–Sólo por un tiempo limitado.


–Qué negativo eres.


–¿Y por qué iba a durar este matrimonio más que los anteriores?


–Algunos sí que duran, Pedro –Paula se mostró irritada–. Estás tan empeñado en ponerte en lo peor que me sorprende que alguien tan competitivo sea tan derrotista.


Durante un segundo, Pedro pareció sobresaltarse, pero enseguida lo disimuló.


Bueno, aunque él no fuera a divertirse, ella estaba dispuesta a hacerlo. Miró al camarero que paseaba con una bandeja y retiró de ella una copa de champán.


–¿Aprovechándote de la bebida gratis? –Pedro al fin sonrió.


–¿No es lo que se hace en las bodas? –además no le vendría mal una ayudita artificial.


–Cierto –él optó por un vaso de zumo–, pero yo no podría con ello.


–Mejor así. Tú podrás conducir y yo podré quitarme los tacones.


–Fantástico. Puedes desinhibirte a gusto.


–¿No temes que monte un espectáculo y te avergüence? –preguntó ella con gesto travieso.


–Casi espero que lo hagas –él le recorrió el cuerpo con la mirada.


Paula aguantó durante unos segundos la embestida de calor. Volvían a flirtear peligrosamente, pero merecía la pena por ver esa sonrisa en el rostro de Pedro.


Desvió la mirada y vio a la madre de Pedro abrazar al novio y luego a su última sustituta.


–Creía que la relación entre ellos era muy mala.


–Y lo es, pero lo ocultan bajo una capa superficial de amabilidad –él la miró con sarcasmo–. Todo por mi bien, por supuesto. Jamás abrirían fuego delante del niño.


–¿Tan malo es o acaso eres tú el que se siente incómodo con la situación?


–¿A qué te refieres?


–Mira, Pedro, no te culpo por estar resentido. No te culpo por sentirte herido. Pero, ¿por qué no les das una oportunidad? Te niegas a creer en ellos, ¿verdad?


–No existe la felicidad eterna, Paula –contestó él secamente–. Ya lo han demostrado varias veces y no sé por qué se empeñan en seguir intentándolo.


Paula no pudo soportar la dureza del habitualmente atractivo rostro y desvió la mirada, encontrándose con una criatura que parecía sacada de un cuento de hadas.




SIN TU AMOR: CAPITULO 32

 


La deseaba. Desesperadamente.


Y los demás, que miraran. Ya no le importaba.


Bueno, quizás la mayoría de las miradas femeninas fueran destinadas a él, y desde luego todas las sonrisas. Paula se dejó guiar, casi sin aliento y excitada ante la idea de explorar las posibilidades de los zapatos que llevaba. Sexo de pie. No lo habían practicado en Mnemba, algo increíble dado que habían probado prácticamente todas las demás posturas. Una oleada de puro erotismo la inundó y celebró la libertad que la acompañaba. Era dueña de su cuerpo, su carrera, sus atributos y, sobre todo, de su corazón. Y era capaz de manejar a Pedro.


Tras sentarse en el coche y abrocharse el cinturón, comprobó los espejos y arrancó.


Sentía la mirada de Pedro fija en ella, veía la sensual sonrisa y lo excitado que estaba.


–¿Qué? –preguntó mientras lo miraba a los ojos.


–Encajas muy bien sentada al volante –contestó él con voz adormilada y sensual.




domingo, 27 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 31



Paula no necesitó mirarse al espejo para saber que estaba roja como un tomate. La dependienta, obviamente, estaba convencida de que Pedro era una especie de Pigmalión y ya había avisado a una de las chicas de la sección de maquillaje.


–Enseguida habré terminado con los retoques.


¿Retoques?


–¿Forma parte del servicio?


–Nos gusta cuidar de nuestros mejores clientes –la dependienta sonrió.


Debía estar gastándose una fortuna.


Paula se sentó en la silla del espacioso probador y se dejó «retocar». Tras unos segundos se miró al espejo, sorprendida de que pudiera conseguirse ese efecto con unos cuantos brochazos. El tono elegido para el carmín era perfecto.


–Necesitará uno para más tarde.


–Claro que sí –contestó Paula–. Añádalo a la cuenta.


–Estaría bien que terminaras hoy –exclamó Pedro al otro lado de las cortinas.


–No le haga caso –susurró Paula a la dependienta–. Haga como yo.


Tardó otros diez minutos más en terminar de arreglarse y armarse del valor necesario para salir del probador. Se moría de ganas de ver la reacción de Pedro.


–¿Qué estás comprando? –preguntó mientras contemplaba un paquete envuelto en papel de seda que la dependienta metió en una bolsa junto a otra completamente llena.


–Nada –él le dedicó una sonrisa traviesa–. Un regalo de boda.


–¿Vas a regalarle a la nueva esposa de tu padre unas braguitas con volantes?


Paula no lo miró a la cara, pero no le pasó desapercibido el detalle del puño cerrado.


–¿Qué le ha pasado a tu brazo? –preguntó él sin rastro de humor en la voz.


–Nada –maldito fuera, lo había visto a través del echarpe.


–Entonces, ¿para qué la tirita?


Era la más fina que había encontrado, pero también era grande y cuadrada.


–De acuerdo –Paula rezó para que reaccionara con fría indiferencia–. Tengo un tatuaje.


–¿Qué? –Pedro le retiró el echarpe y levantó el borde de la tirita–. ¿Desde cuándo?


–Me lo hice en Mnemba.


–¿Mnemba? –preguntó él perplejo–. No vi ninguna tienda de tatuajes en la isla.


–Pues la había. Allí había de todo. Me lo hice el último día cuando me fui a dar un masaje mientras tú estabas nadando.


–Un tatuaje. Agujas. ¿Paula? ¿En África? –Pedro la agarraba con fuerza.


–Es de henna, Pedro –Paula puso los ojos en blanco–. Se borra con el tiempo.


–Entonces, ¿por qué te lo tapas? –él dejó escapar el aire mientras sus mejillas enrojecían.


–No es precisamente muy elegante mostrarlo en la boda de tu padre.


–La boda de papá no es elegante.


Le arrancó la tirita y ella se frotó instintivamente el brazo mientras esperaba que, por algún milagro, se hubiera borrado. Sin embargo, por la impenetrable máscara en que se había convertido el rostro de Pedro, supo que no había habido suerte.


Eran todo un espectáculo para las dependientas, discretas e impecablemente arregladas, pero incapaces de disimular sus sonrisas o su interés. Hubo un prolongado silencio durante el que las plantas que decoraban la tienda crecieron visiblemente, gracias al calor que irradiaba de su cara.


–¿Qué significa? –al fin Pedro habló.


–Sudáfrica.


Sus iniciales se enroscaban en el centro de un complejo torbellino y un diseño floral con forma ovalada cubría casi todo el brazo.


–Me parece que estás mal informada, no estuvimos en Sudáfrica sino en Tanzania.


–Fue idea de la chica –balbuceó ella–. El diseño… –aquello resultaba muy embarazoso–. Pensaban que estábamos de luna de miel.


–Porque yo se lo dije –contestó él en un susurro casi inaudible.


–Pensé que no sería más que un bonito dibujo –los balbuceos cesaron al sentir los dedos de Pedro deslizarse por las letras. La sonrisa había desaparecido por completo de su rostro.


–Me colocaré la tirita otra vez.


–Déjalo así.


–Llevo el echarpe… lo cubrirá. De todos modos hace frío y el vestido es demasiado corto.


–El vestido es espectacular.


–Será mejor que te quites la alianza –ella no le escuchaba –. ¿Por qué la llevas puesta?


–Porque en el trabajo soy el señor Hombre Casado. ¿Por qué no te has quitado la tuya?


–Lo hice. Hace varios meses.


–Mentirosa –él le tomó la mano–. Aún se ve la marca.


–Me la puse porque el guía sugirió que sería conveniente para una mujer que viajaba sola.


Pedro soltó un bufido que evidenciaba su incredulidad.


Paula lo fulminó con la mirada, olvidándose de las dependientas. Ajena a todo salvo a la cercanía del cuerpo de ese hombre que la miraba fijamente, acariciándola con los ojos.


–Esos zapatos son ridículos –observó él al fin.


–¿Demasiado altos? –apenas les separaban dos centímetros y medio, tanto en altura como en distancia.


–No –Pedro le rodeó la cintura con un brazo y la atrajo hacia sí.


Paula se ruborizó nuevamente ante la sensación de su cuerpo.


–La altura es perfecta –susurró él con los labios casi pegados a los suyos.


Se apartó bruscamente y la arrastró con él fuera de la tienda.


Normalmente, Paula habría asociado esa prisa con azoramiento, pero Pedro nunca se azoraba. La gente los miraba mientras atravesaban la tienda. Pero eso también era normal. A ella siempre la miraban. Cosas que sucedían cuando se era más alta que la mayoría de los hombres. No obstante, con ese vestido, los zapatos y el carmín, se sentía espectacular. Y todo por la pasión que había visto en los ojos de Pedro.




SIN TU AMOR: CAPITULO 30

 


Mientras él desaparecía por las escaleras, echó una ojeada al apartamento. No tenía nada que ver con el que había conocido un año antes. Había sido remodelado y modernizado. Luminosa y espaciosa, la cocina era espectacular.


–¿Qué te parece? –preguntó Pedro.


–Felipe ha hecho un buen trabajo.


–Desde luego –se acercó a ella vestido únicamente con una toalla alrededor de la cintura.


–¿Qué haces? –Paula lo miró fijamente. Se había afeitado y duchado. Y estaba fantástico.


Las gotas de agua caían por el pecho, marcando aún más los tonificados músculos. Paula se derretía por dentro. No había nada comparable a la combinación de Pedro y agua.


–Necesito plancharme la camisa –Pedro parecía sorprendido ante la pregunta.


«No resulta sexy. Ver a un hombre vestido con una toalla y planchando no resulta sexy».

 

Sin embargo, ni los pechos ni el centro íntimo de Paula estaba recibiendo el mensaje.


–Voy a familiarizarme con tu coche –tenía que salir de allí.


Encontró las llaves y se dirigió al coche aparcado en la calle. Arrojó la bolsa que contenía el vestido y los zapatos a la parte trasera y buscó el limpiaparabrisas.


–Allá vamos –Pedro se sentó a su lado con una traviesa sonrisa dibujada en el rostro.


Paula mantuvo la mirada fija en la carretera. Hacía tiempo que no había visto a Pedro vestido de traje y si lo miraba en esos momentos tendrían un accidente. Mortal.

 

Pedro parecía haber resucitado y cuando pararon en la tienda de lencería, todo rastro de resaca había desaparecido. Se movía a sus anchas entre las prendas de seda y raso y levantó un par de ella en alto, mostrándose sorprendido ante el gesto airado de Paula.


–¿No podrías quedarte avergonzado en un rincón como cualquier hombre normal?


–¿Y perderme todo esto? De eso nada –Pedro rió al ver cómo se sonrojaba Paula–. De acuerdo, iré a echar un vistazo a los biquinis. ¿Contenta?


Diez minutos después, Paula suspiraba en el interior del probador. Imposible. No había ningún sujetador en el mundo que pudiera llevarse bajo ese vestido. Iría al descubierto.


Afortunadamente, el vestido llevaba un echarpe.Paula se volvió hacia la dependienta.


–Me siento fatal por no comprar…


–No se preocupe, su marido está ahí fuera comprando toda la tienda.


–¿En serio? –¿su «marido»?


–Desde luego no tiene la menor duda sobre su talla –la mujer asintió.



SIN TU AMOR: CAPITULO 29

 


Al fin se durmió y sólo despertó cuando oyó a Felipe apremiando a Mauricio para que se apresurara. Miró la hora y vio que eran más de las diez. Los chicos se iban un par de días a Mánchester para visitar a la familia de Mauricio y les aguardaba un largo trayecto en coche.


Se vistió y bajó las escaleras sonriendo ante el aspecto de Felipe.


–¿Has trasnochado?


–Resaca –gruñó él.

 

Paula le acompañó hasta el coche. Mauricio intentaba encajar una enorme maleta y otras veinte bolsas mientras protestaba por la cantidad de equipaje que Felipe se empeñaba en llevar.


–En el fondo le gustan mis gustos caros –Felipe suspiró.


–Pues claro –Felipe tenía gustos caros, pero también era muy divertido–. Que lo paséis bien.


–No vuelvas a desaparecer –habitualmente, Felipe tenía un gesto muy risueño, pero en aquella ocasión la miró muy serio.


Durante los meses que había pasado en el sur, no había contactado con él, pero Felipe no se lo había reprochado. Simplemente le había abierto su puerta para dejarla entrar.


–No lo haré –le aseguró Paula con intención de cumplir la promesa.


–¿Vas a despertar al Bello Durmiente? –el brillo regresó a los ojos de Felipe.


–Supongo –contestó ella.


–No hagas nada que yo no haría.


Felipe le guiñó un ojo y ella lo despidió con la mano antes de regresar al apartamento y contemplar el tronco inmóvil que seguía durmiendo en el sofá rodeado de botellas vacías.


Puso en marcha la cafetera, sirvió una taza de café bien fuerte y regresó al salón.


–Despierta, Pedro –lo llamó mientras sujetaba la taza bajo la nariz del durmiente.


–Esto es un sueño –él abrió un ojo y lo cerró enseguida.


–No, no lo es.


–Es verdad –Pedro volvió a abrir los ojos–. Si estuviera soñando, tú estarías desnuda.


Pedro, tienes que levantarte. Llegarás tarde a la boda de tu padre.


–No voy a ir –gruñó él.


–¿Cómo?


–Escucha –Pedro suspiró–, no tengo ningún interés en ver cómo mi padre se casa de nuevo.


Pedro –ella sacudió la cabeza–. ¿No eres el padrino?


–Ya lo he sido. En dos ocasiones. No voy a repetir.


Pedro, es tu padre –ella no podía creerse que fuera a faltar. Lo lamentaría. Estaba segura.


–¿Y? No conozco a la familia de la novia y no habrá casi nadie de la mía. No será divertido, Paula, y todo habrá acabado en un año, dos como mucho. ¿Qué sentido tiene?


–No se trata de divertirse. Se trata de estar allí –Paula hizo una pausa.


–No voy a ir –Pedro levantó la cabeza del sofá, junto con la voz–. Resultan muy irritantes.


–Deberías dar gracias por tener unos padres que te irriten.


–Tenías que recurrir a ese golpe tan bajo, ¿verdad? –él volvió a apoyar la cabeza.


–Sí –Paula le ofreció la taza–. Tómatelo. Te llevaré a tu casa y luego a la boda.


–Soy perfectamente capaz de conducir.


–¿Con todo lo que debiste beber anoche? ¿Tanto como para no poder caminar tres manzanas hasta tu casa? No creo que lo hayas eliminado aún de tu sangre.


–No bebí tanto. En cualquier caso no lo suficiente.


–Pues por cómo hueles, creo que superaste tu límite.


Pedro gruñó, incapaz de ocultar su diversión. Cierto que apestaba, pero por culpa de la copa de whisky escocés que se había derramado por encima. Una lamentable pérdida. Phil había insistido en continuar la velada hasta tarde, el muy zorro. ¿Se había dado cuenta de que no tenía ninguna gana de regresar a su casa? Le había echado una manta por encima, diciéndole que hacía demasiado frío, o humedad, o que era tarde, para regresar a su casa a pie. Y había dormido mejor en el pequeño sofá de lo que había hecho desde hacía días en su enorme cama. Sólo con saberla cerca y que volvería a verla por la mañana…


–Volveré a mi casa andando –necesitaba aclarar sus ideas. Algo no iba bien en su cabeza.


–Te acompaño.


–¿Por qué? –Pedro se sintió inexplicablemente más animado.


–Porque tengo la sensación de que no aparecerás por la boda y creo que sería un error.


–¿Y cómo piensas impedírmelo? –él la miró adormilado. La boda le importaba un bledo.


–Te voy a llevar.


–¿Te estás invitando a la boda de mi padre? –el corazón de Pedro dejó de latir.


–Pues sí –ella alzó la barbilla–. ¿Por qué no?


¿Por qué no? Esa mujer no tenía idea de lo poco que había faltado para que cediera a sus instintos básicos y la tomara en brazos. El corazón dio un par de inestables latidos antes de tomar velocidad mientras el cerebro procesaba la idea de pasar un día entero con ella.


–¿Quieres ser testigo de la locura?


–¿De verdad es una locura, Pedro?


–Un infierno –él cerró los ojos y pensó en algo mucho más excitante–. ¿Qué vas a ponerte?


–Pues resulta que tengo unos cuantos vestidos increíbles. ¿Te gustaría ayudarme a elegir?


–De acuerdo –por supuesto que le gustaría.


–Iré a buscarlos.


–No te pongas nada negro –gritó mientras ella desaparecía escaleras arriba.


–No hay nada negro –un minuto después, Paula regresó con un vestido–. ¿Qué te parece?


–¿Alguna vez te lo has puesto en público? –Pedro contempló la prenda y sintió cómo su cuerpo reaccionaba, agradecido por seguir tapado por la manta.


–No.


Él casi consiguió reír.


–¿Qué te parece?


Los ojos de Paula estaban desmesuradamente abiertos y se mordía el labio inferior. Pedro se obligó a dirigir la mirada de nuevo sobre el vestido. Era verde, o quizás azul, de una tela vaporosa y con tirantes. Y era corto. Demasiado corto.


–No puedes ponerte eso –sin miramientos, expresó su opinión.


–¿Por qué no?


–Porque parece más propio de un dormitorio.


–¿Eso crees? –ella sonrió–. La mujer de la tienda me aseguró que era un vestido de noche. Lleva un echarpe, de modo que no pasaré frío –contempló la prenda pensativamente–, pero no puedo ponerme sujetador, se verían los tirantes.


–Ponte uno sin tirantes –Pedro casi se atragantó.


–No tengo –Paula frunció el ceño antes de sonreír–, pararemos de camino en una tienda de lencería–. Tampoco puedo llevar bragas… se notarían las costuras.


–Eh… –tenía que estar haciéndolo a propósito.


–Un tanga.


–De acuerdo –asintió él con voz ronca–. Suena bien.


–¿Irás a la boda entonces?


–Sí –¿qué elección tenía?


Paula apenas pudo contener la risa mientras lo acompañaba hasta el apartamento. La expresión de su rostro no había tenido desperdicio. ¿Sin sujetador? ¿Sin bragas? Jamás había conseguido que nadie se derritiera a sus pies y le había resultado divertido, y embriagador. Pero Pedro debía ir a la boda y si tenía que atarle una soga al cuello y llevarlo a rastras, lo haría. Aunque tuviera motivos para sentirse dolido, tenía unos padres que lo amaban. Y donde había amor había esperanza, ¿no?



sábado, 26 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 28

 


–Suéltalo ya, Paula –Felipe estaba sentado en el sofá junto a Mauricio.


–Felipe, ya hablará si le apetece.


–Soy su más viejo y querido amigo. Tengo derecho a saber.


–Sólo lo que ella…


–No estoy pidiendo todos los detalles, sólo…


–Cuando esté dispuesta a contártelo.


–¿Por qué no te vas a fregar los platos? A solas conmigo se sincerará.


–A lo mejor prefiere hablar con alguien que tenga unas orejas de verdad, no sólo pintadas.


–¿Puedo decir algo? –aquella noche, las habituales chanzas no le hacían gracia a Paula.


–Claro –contestaron al unísono.


–Voy a acostarme temprano –Paula se puso en pie.


–Por supuesto, debes estar agotada después de las «calurosas» noches africanas –observó Felipe con más sarcasmo que simpatía.


–El vuelo fue muy largo –ella intentó dar por acabada la discusión.


–Apuesto a que viajasteis en clase preferente.


–En primera. Sobraba espacio –era mentira. La cercanía de Pedro había resultado asfixiante.


–Venga ya, Paula. Ese tipo te ha seguido por medio mundo. Algo habrá que contar.


–Lo digo en serio –insistió Paula–, aquello no significó nada.


–De modo que hubo un «aquello» –Felipe saltó de inmediato–. Define «aquello».


–¿Por qué tienes tanto interés en saberlo?


–Porque me preocupas –Felipe apoyó las manos en los hombros de Paula–. Pareces agotada.


–Ya te he dicho que ha sido un vuelo muy largo.


–Es por algo más.


–Bueno, en cualquier caso ya ha terminado –Paula se dirigió hacia la puerta.


–Pero…


–Déjalo, Felipe –intervino Mauricio.


–Pensaba que regresarías más contenta –Felipe no estaba dispuesto a dejarlo.


–¿Qué quieres decir? –ella lo miró extrañada.


–Pensé… –él frunció el ceño–. Paula, es evidente que hay algo entre Pedro y tú.


–Algo. Sí. Volvimos a acostarnos juntos… ¿era eso lo que querías saber?


–¿Y ahora qué? –su amigo parecía confuso.


–Y ahora, nada –dijo ella–. Ha acabado.


–La última vez que estuvisteis juntos –Felipe la siguió hasta la puerta–desapareciste durante meses. Ahora has vuelto a pasar una semana con él…


–No sucederá nada, Felipe. Sólo hemos… terminado lo que dejamos inacabado.


–¿Las mujeres son capaces de eso?


–¿De qué?


–Bueno, siempre pensé que os resultaba más difícil desligar el sexo de las emociones.


–A cualquiera le resulta difícil separar las emociones del amor –intercedió Mauricio.


–¡Por favor! –Paula puso los ojos en blanco–. No fue amor. Sólo lujuria, placer, desahogo físico. Nada más.


Felipe y Mauricio la miraron en silencio con gesto escéptico.


–Buenas noches, chicos –Paula suspiró y se encaminó hacia el dormitorio, obsesionada con una única cosa: dormir, poner la mente en blanco.


Durante el día se mantenía ocupada con el trabajo. Miraba escaparates y se sumergía en los olores, sonidos e imágenes de la gran ciudad, llenando los sentidos con tanta información que la playa, la arena, el silencio y el sexo no tenían cabida en su mente.


Pero por la noche daba tumbos en la cama mientras se repetía que ya no sentía nada.


El viernes entró en la cocina y encontró a Felipe y a Mauricio abriendo una botella de vino.


–Vamos a cenar fuera. Invito yo.


–¿En serio? –la miraron encantados.


–Sí –Paula les mostró un par de zapatos que pensó que nunca se pondría–. Necesito salir, pero si me veis hablar con algún extraño alto, moreno y guapo, dadme una bofetada.


–Trato hecho –Felipe rió–. Necesitas presumir de bronceado.


Pedro se dio cuenta en cuanto apareció. Cierto que había tenido la mirada fija en la entrada, pero aun así, fue como si el cuerpo lo presintiera un segundo antes de que abriera la puerta. La adrenalina aullaba en sus venas y no hubo la menor duda de que ella también lo había visto. Enarcó las cejas y sus ojos emitieron un destello, aunque no tuvo tiempo de interpretarlo pues de inmediato desvió la mirada.


Sin embargo, se acercó hasta él con una sonrisa dibujada en el rostro.


–No esperaba encontrarte aquí. ¿No te dedicabas sólo a maratones y bicicletas?


–Y yo pensaba que estarías demasiado ocupada poniendo en marcha tu negocio como para salir por ahí –él la miró por encima del borde de la copa.


–Eso no me impide llevar una vida social. Vine bastante fresca de África.


Desde luego lo parecía, mientras que él no había dormido bien desde su regreso.


–Voy a pedir algo –Paula vio el vaso medio vacío de Pedro–. ¿Necesitas otra?


Él sacudió la cabeza mientras Paula se dirigía a la barra del bar y era sustituida por Felipe.


–Gracias por el mensaje –Pedro lo miró de reojo.


–No te equivoques, Pedro –Felipe no sonreía–. Paula es amiga mía.


–También es amiga mía –más o menos.


De todos modos había pensado acudir a ese local. Sabía que era el bar de copas preferido de Felipe y Mauricio y que si salían con ella, la llevarían allí.


–¿Cenas con nosotros? –preguntó Felipe–. Estamos esperando mesa en el tailandés.


–No creo que sea una buena idea –Pedro no pudo evitar mirar a Paula.


–Pensé que Paula y tú erais amigos. Estoy seguro de que a ella no le importará.


Eso era lo que le preocupaba: que sintiera tan poco por él como para que no le importara.


–De acuerdo –cedió sin poder resistirse a la tentación.


«Hada madrina Felipe». Paula miró furiosa a su amigo. Era mejor que mirar a Pedro, porque cada vez que lo hacía sentía retorcerse algo en su interior, una cierta incomodidad. Pedro tenía un aspecto lamentable. Parecía cansado y, al igual que ella, no estaba comiendo.


–¿No estás con tu padre esta noche? –ella no pudo resistirse a provocarlo un poco.


–No celebra ninguna despedida de soltero si es eso lo que preguntas.


–¿A qué hora es la boda?


Pedro se encogió de hombros y frunció el ceño. Los ojos reflejaban tristeza a pesar de compartir risas con Mauricio y con Felipe. Era evidente que todo el asunto de la boda lo estaba destrozando. Una ridícula necesidad de consolarlo la asaltó y quiso abrazarlo.


Y a medida que avanzó la velada, esa necesidad de consolarlo no hizo más que aumentar. Al fin se encaminaron bajo la llovizna a casa de Felipe y Mauricio. Los chicos insistieron en que Pedro subiera a tomar una última copa, Felipe abrió la botella de whisky y los tres hombres se sentaron en el salón. Paula intentó unirse al grupo y se preparó un chocolate caliente, pero al cabo de un rato sólo quería salir huyendo.


Se tumbó en la cama mientras oía las masculinas voces de fondo. A pesar de las risas que llegaban desde la planta inferior, no pudo evitar imaginárselo con el gesto de dolor en el rostro. Sólo había aparecido durante un instante, pero ella había percibido su intensidad.