Se trataba de un hombre de cuerpo atlético que todavía no debía haber cumplido ni los treinta. Su piel bronceada contrastaba duramente con su bata blanca. Una hermosa mata de pelo oscuro enmarcaba un rostro de facciones duras. Aquel hombre se movía con una gracia viril que le hacía parecer un vaquero o un pistolero del oeste. Cualquier cosa menos un médico. Para completar el cuadro, bajo la bata llevaba unos vaqueros y unas botas de cuero.
Se detuvo a corta distancia de Paula y le dirigió una amable mirada. No dijo nada y pareció un tanto sorprendido al verla.
¿Por qué se habría sorprendido?, se preguntó Paula. Ella era la única que tenía que estar asombrada. La temperatura de la habitación parecía haber subido algunos grados con su sola presencia... debido quizá a la potente virilidad que aquel hombre irradiaba.
—Soy el doctor Pedro Alfonso —se presentó con una voz profunda y aterciopelada que encontró eco en el mismísimo corazón de Paula. Sin sonreír, se acercó todavía más a ella y le tendió la mano—. Y tú debes de ser Paula.
Paula asintió en silencio y le estrechó la mano. Una mano cálida, callosa e incuestionablemente fuerte. Y aunque no podía recordar a nadie de su pasado, sabía que no había conocido un hombre más atractivo en toda su vida.
Cuando el médico le soltó la mano, Paula fue repentinamente consciente de que estaba sentada en una camilla con solo una fina bata sobre su cuerpo desnudo.
—¿Dónde está el doctor Brenkowski? —consiguió preguntar, cruzándose instintivamente de brazos.
—En Europa. Ahora estoy atendiendo a sus pacientes y a los míos. Pero tú no eras paciente suya, ¿verdad?
—No.
El médico arqueó una ceja con expresión interrogante, pero Paula no le ofreció ninguna explicación. El médico miró entonces su carpeta. La joven comprendió que estaba leyendo su informe con el ceño ligeramente fruncido. Pero cuando alzó la mirada del papel, el ceño había desaparecido para ser sustituido por una profesional sonrisa que consiguió acelerar el pulso de Paula.
La joven sentía la habitación cargada de electricidad.
—Gladys ha escrito que tuviste un accidente. ¿Fue muy grave?
—No demasiado —contestó prudentemente. Esperaba que no se le ocurriera pedir informes a sus médicos anteriores pues había escrito nombres y direcciones falsas en aquella sección del formulario.
El médico se dirigió hacia un pequeño armario y tras tomar algún instrumental médico se acercó de nuevo a ella.
—¿Qué tipo de daños sufriste?
—Costillas rotas, arañazos, una herida en la cadera izquierda y... —balbuceó cuando el médico comenzó a recorrer su cuerpo con la mirada, como si pretendiera adivinar las secuelas que habían dejado aquellas lesiones—... y una ligera conmoción cerebral.
—¿Perdiste la consciencia? —su mirada empezaba a causarle a Paula problemas para respirar.
—Brevemente.
—¿Y tuviste alguna pérdida de memoria?
—No —respondió muy tensa.
El médico la miró un tanto sorprendido.
—¿Ninguna? ¿Recuerdas entonces cómo fue el accidente?
—La mayor parte.
—Bien —encendió una diminuta linterna y le apartó el pelo de la cara para iluminar el interior de su oído—. ¿Sucedió en Sugar Falls?
Al sentir su mano en la oreja, Paula se estremeció débilmente.
—¿Perdón?
—El accidente —se dirigió hacia el otro oído—. ¿Tuvo lugar aquí, en Sugar Falls?
—Oh, no, no.
El médico le examinó el oído derecho y la tomó después por la barbilla para hacerle volver la cabeza de lado a lado.
—Me lo imaginaba. No había oído comentar que hubiera habido ningún accidente por aquí. Mira hacia el frente.
Paula obedeció y el médico le examinó los ojos. Estaba tan cerca de ella que Paula sentía reaccionar su pituitaria al recibir la fresca y boscosa esencia que emanaba de su piel.
Por ridículo que pudiera parecer, aquella proximidad estaba causando estragos en su corazón. El médico apagó la linterna y le tanteó con sus propios dedos los oídos. Aunque sus gestos eran impecablemente profesionales, la reacción de Paula estaba siendo estrictamente personal. Su fragancia, su cercanía, su contacto... todo ello le infundía una dulce sensualidad.
—¿Te están causando problemas?
—¿Quién? —preguntó Sarah, mirándolo aterrada.
—Las heridas —parecía haber enronquecido mientras deslizaba los dedos por su rostro.
—Algunos.
El médico la miró divertido. Un brillo suavizó la dureza de sus ojos castaños.
—¿Siempre eres tan habladora?
—No, nunca.