Las manos recorrieron su cuerpo victoriosamente. Su sexo pugnaba por liberarse de la prisión de los pantalones. Se los desabrochó e introdujo la mano. Estaba duro, ardiente, hinchado.
—Paula.
—Me amas, Pedro. Lo sabes. No podrías estar así si no fuera verdad.
—No es amor, pequeña. Es sexo.
—Demuéstramelo.
Los ojos azules se oscurecieron ante el desafío. La alzó en brazos para subirla al mostrador. En menos de un minuto su ropa interior se apilaba en el suelo y el estaba entre sus piernas. Con un impulso salvaje entró en ella.
Paula se regocijó ante su urgencia. Le echó las manos al cuello y, rodeando su cintura con las piernas, hizo que se recostara encima de ella.
Los documentos se desparramaron sobre el suelo mientras ellos hacían el amor de una manera frenética, como si fueran las únicas personas sobre la tierra y supieran que jamás volverían a encontrarse.
Entonces, de repente, todo se tranquilizó. Adoptaron un ritmo suave en el que los besos de Pedro eran una lluvia cálida sobre su rostro. Le abrió la blusa para besarle los pechos. Cuando la miró a los ojos descubrió que estaba llorando. Un pequeño arroyuelo que se perdía en sus cabellos.
—Te amo —dijo ella cuando le secó las lágrimas.
Estaba decidida a que lo supiera por mucho que se negara a creerla. Pedro cerró los ojos ya que no podía hacer oídos sordos a sus palabras. Le hizo el amor con toda la ternura que había estado atesorando en el fondo de su alma. Había estado escondida tanto tiempo que había olvidado la sensación de dar libremente tanto cariño y perdió la noción del tiempo, de la razón, de sí mismo.
Pedro se incorporó arrastrándola consigo. Paula se balanceó en el borde del mostrador. La colmaba al ritmo de una música interna y erótica que surgía de las entrañas de sus cuerpos y tuvo que aferrarse a sus hombros para no caer. Pronto estuvo fuera de control, su cuerpo se debatía por estar más cerca, por sentirle más dentro. Ahogó sus gemidos en el hueco de su cuello.
Aquellos gemidos le volvían loco, acercándole a su propio clímax. Sintió que Paula se apretaba contra él mientras los espasmos sacudían su cuerpo como si fuera un pelele. Sus labios se buscaron con una emoción que había tardado quince años en crecer. Gritó su nombre y se dejó ir dándole todo lo que poseía, su corazón, su alma, su esencia misma.
Cuando todo terminó, no se movió. No podía. Los recuerdos antiguos y los sentimientos del presente giraban como un torbellino en su cabeza. Necesitaba tiempo para pensar. Tenía que salir de allí, alejarse de ella. Dejar la ciudad sería lo mejor. La vieja Casa de Claudio era el último lugar del mundo en el que quería estar.
Miró a Paula y descubrió que ella le estaba estudiando. Esperaba a que dijera algo. Pedro le acarició el rostro y le besó suavemente los labios.
En una cosa, Paula tenía razón. La amaba. Sin embargo, creerla era bien distinto. No estaba preparado, quizá no lo estuviera nunca. Se apartó de ella para recoger sus ropas.
—Esto no debería haber pasado —dijo él.
—¿Por qué? Es lo que pasa siempre que estamos a solas. Nos amamos. ¿Por qué debería ser diferente esta noche?
—No importa que no amemos o no, Paula. La farsa ha terminado.
Paula sintió que el corazón le bailaba en el pecho. No lo había negado.
—Nunca fue una farsa. Si lo que dices es cierto, mi padre nos engañó a los dos.
Pedro sacudió la cabeza incapaz de aceptar lo que estaba oyendo.
—Afortunadamente para ti, Claudio está muerto. No puede responder a nuestras preguntas.
—Pero Pablo no. Yo no estaba en la casa aquella mañana, Pedro. Iba a reunirme contigo.
Pedro volvió a sacudir la cabeza. Por mucho que quisiera creer en sus palabras, los viejos hábitos tardan en desaparecer. Si lo que decía era verdad alteraría lo que le había impulsado a seguir vivo durante quince años.
Pero, ¿podía ser verdad? ¿Había querido realmente reunirse con él en la cabaña? ¿Podían haber sido tan ingenuos como para dejar que otros decidieran sus vidas aquel día?
No. No podía aceptarlo. Sin decir una palabra. Fue hacia la puerta pero se volvió en el último momento.
—Si no eras tú la que estabas en la ventana de tu habitación esa mañana. ¿Quién era entonces?
—No lo sé —respondió ella.
«Pero pienso averiguarlo».