Pedro reapareció en la cocina llevando un chándal blanco y negro. Era de firma, Paula sabía por los años que había pasado en Boston que debía haber costado una pequeña fortuna. Pero claro, él se lo podía permitir. Hacía años que había oído que se había hecho rico con el mercado inmobiliario de los ochenta. Todo el mundo en Lenape Bay se había sorprendido. Siempre habían dado por supuesto que la única ropa de diseño a la que Pedro podía aspirar era el traje de presidiario.
Lo observó mientras él abría el frigorífico para buscar una cerveza. Llevaba el espeso pelo rubio cortado a la moda, de punta, dejando la frente despejada. Paula notó por primera vez que tenía barba de más de un día. Se quedó mirando las subidas y bajadas de la nuez mientras bebía.
—¡Ah! Así está mejor.
Paula dio otro sorbo, necesitaba averiguar el motivo de su regreso, qué estaba haciendo en su casa. Y tenía que hacerlo sin provocarle. Le recordaba lo bastante bien como para saber que no diría otra cosa que lo que le interesara. Había demasiados temas pendientes entre ellos, demasiadas preguntas sin respuesta, preguntas que era mejor no hacer. Paula creía que su vida era buena ahora, completa y feliz. Ni quería ni necesitaba que Pedro la perturbara y sabía de sobra que era perfectamente capaz.
—¿Qué tal te ha ido, Pedro?
Él se sentó en un poyo de fórmica arruinado y la estudió un momento, como si tratara de decidir si su pregunta era sincera.
—Bien, me ha ido bien.
—Hace años nos enteramos de que vivías en California, ¿sigues allí?
—Tengo una casa. Allí es donde está mi negocio.
—Inmobiliarias, ¿no?
—Estás muy bien informada —dijo él, sonriendo.
Paula apartó la mirada. Recordaba aquellos ojos inquietantes y helados, y lo hondo que podían penetrar.
—Ya conoces las ciudades pequeñas. Nos chifla el chismorreo.
—Sobre todo si el tema soy yo.
—Siempre has conseguido animar la vida del pueblo.
—Eso no es cierto.
—¿A qué has venido, Pedro? ¿Por qué estás en esta casa, mi casa?
Pedro se secó los labios con el dorso de la mano y se recostó contra el poyo en una postura relajada.
—Ya no es tu casa. Paula —dijo haciendo una pausa para observar el efecto de sus palabras—. La he comprado.
El corazón naufragó en el pecho de Paula. Sintió un vacío en el estómago al ver confirmadas sus sospechas.
—¿Tú? —preguntó tragando saliva—. ¿Cuándo?
—Esta misma mañana cerré el trato. El corredor ya ha firmado los documentos.
—No tenía ni idea. Pablo no me comentó que hubiera alguien interesado.
—Pablo tampoco lo sabe. El corredor me ha dicho que hoy estaba fuera en Boston. Sin embargo, me dijo que ella estaba autorizada a efectuar la transacción. ¿Es verdad?
—Sí, pero… ¿No le has echado un vistazo a la casa?
—Lo hice cuando tenía siete años. Desde la carretera, nunca me invitaron a entrar.
—Pedro…
—Esta mañana le eché otro vistazo y la compré. Conocía la casa. Conocía a los propietarios. No puede decirse que fuera una decisión precipitada, ¿no? He pagado en efectivo. Ya me conoces, pequeña.
Sí, lo conocía. Impulsivo, arrogante, conflictivo.
—De modo que no has cambiado, ¿no es cierto, Pedro?
Él entornó los párpados antes que sus labios esbozaran una sonrisa.
—Pues sí. He cambiado. No puedes hacerte una idea de cuánto.
—¿A qué has venido?
—No hay nada como ir directo al grano —dijo él riendo y apartándose del poyo.
—Ya me conoces, Pedro —dijo ella en el mismo tono que él había empleado.
—Sí. Bueno, digamos que sentía nostalgia. Quería volver a mis raíces y todo eso.
—No te creo.
Pedro alzó las cejas y se llevó una mano al corazón, una expresión burlona de horror apareció en su cara.
—Me destrozas, mujer. Puede que quiera volver a ver el sitio donde nací. ¿Qué tiene de raro?
—Nada. Pero podías haberte alojado en un hotel del pueblo y no comprar la casa de mi familia, si lo que querías era saciar tu nostalgia. ¿Cuánto planeas prolongar esta visita?
—¿Quién ha dicho que esté de visita?