El sol se ponía con rapidez, como siempre en esa época del año. Pisó el acelerador en una carrera hasta su puerta con el atardecer. Como siempre echó un vistazo a la vieja casa victoriana que dominaba la bahía. Claudio le llamaba «el Elefante Rosa», imposible de mantener e imposible de alquilar. Con todos sus problemas financieros, la habían puesto a la venta poco después del fallecimiento de su padre.
Sin embargo, Paula le tenía cariño porque había crecido allí. Aunque no lo había discutido con Pablo, abrigaba la esperanza secreta de que nadie la comprara hasta que ella pudiera reunir el dinero suficiente como para restaurarla y habitarla otra vez.
Estaba a punto de volver su atención hacia la carretera, cuando vio algo que le hizo pisar el freno a fondo. El coche se detuvo en medio de una nube de polvo irrespirable que la hizo estornudar.
Se restregó los ojos y contempló la luz encendida del salón delantero. No pudo apreciar ningún movimiento, pero había un Jaguar verde aparcado en el camino de acceso. Soltó el pedal del freno y dio marcha atrás para echar un vistazo más de cerca. La casa estaba envuelta en silencio. Dejó el coche en el camino de grava, bajó y se acercó al porche con movimientos ágiles, llenos de gracia. La pesada puerta de madera estaba abierta de par en par y sólo una rejilla sucia y deteriorada le impedía el paso.
—¿Hola? —llamó.
Nadie contestó. Se preguntó quién podía estar en la casa a esas horas. Quizá el corredor de fincas. Pero la casa sólo había despertado un muy ligero interés al principio de salir al mercado. Ahora se erguía solitaria, dominando la bahía, castigada por los elementos, necesitando más trabajo del que Pablo o ella podían afrontar. Para muchos se había convertido en una monstruosidad acechante de cuatro pisos, un caserón Victoriano con la pintura gris y rosa descascarillada que dormitaba sobre sus pilotes, adentrándose en el agua.
Paula echó un vistazo hacia atrás y el corazón le dio un vuelco. El cartel de Se vende había desaparecido. Llamó a la puerta. Dentro no se oía el menor ruido, la menor respuesta. Sobreponiéndose a su inquietud, abrió la mosquitera y entró. Se dijo a sí misma que tenía derecho a estar allí, aunque sólo fuera para ayudar a la venta.
La casa estaba vacía. Revisó las habitaciones de la planta baja llamando, pero no obtuvo respuesta. No pudo evitar la tentación de acariciar los muebles cubiertos de sábanas mientras pasaba. Habían decidido venderla tal y como estaba, no tenían corazón para deshacerse de los muebles viejos, pero tampoco disponían de sitio para guardarlos.
Se detuvo. Oyó un sonido distante, parecido al motor de una lancha. La puerta trasera estaba abierta, tan sólo la mosquitera estaba cerrada. Salió al embarcadero, caminando con cuidado sobre la madera rota y crujiente, hacia el malecón que se adentraba en la bahía.
El sonido se hizo más intenso, aunque Paula no veía ningún barco. Se protegió con la mano los ojos de los últimos rayos del sol. Entonces vio una figura oscura contra la luz cegadora de la gran bola naranja que se sumergía. Llevaba un moto de agua que viró expertamente, primero a la izquierda, luego a la derecha, para terminar dirigiéndose directamente al embarcadero, a ella.
El motor rugió por última vez antes de detenerse junto al malecón. El instinto le dijo a Paula que debía irse mientras tenía la oportunidad. Se dio la vuelta para meterse en la casa, pero se detuvo cuando el hombre desapareció bajo el agua. El silencio absoluto duró lo que un latido de su corazón. Paula contuvo el aliento.
De pronto, como Neptuno alzándose sobre las olas, salió del mar. El sonido que produjo era más ominoso que el del motor. Subió al embarcadero delante de ella, sacudiendo la cabeza y salpicando agua en todas direcciones.
Paula se quedó paralizada. Intentó verle la cara pero no pudo, el cielo iluminado a sus espaldas se lo impedía. Él tampoco pareció verla mientras el agua le corría por todo el cuerpo. El hombre alzó una mano y se secó la cara. Con la derecha bajó lentamente la cremallera de su traje de agua. El sonido hirió la quietud mientras la mirada de Paula seguía su descenso.
Fue entonces cuando él reparó en su presencia. La mano se detuvo a mitad del recorrido y todo su cuerpo entró en tensión. Le echó un vistazo rápido para relajarse visiblemente a continuación.
Una sonrisa apareció en su rostro, los dientes blancos brillaron en la creciente penumbra. Aceptó su presencia con un movimiento de cabeza casi imperceptible.
Paula tragó saliva y le respondió con el mismo gesto. El hombre parecía esperar a que ella dijera algo. No lo hizo, no podía. Tenía la boca seca, su respiración era agitada, si trataba de intimidarla, lo estaba consiguiendo.
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