lunes, 3 de agosto de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 49




La brisa que se había levantado con el crepúsculo soplaba con mayor fuerza, transportando un olor a algas y pescado procedente de la costa. Sicilia se perdía poco a poco en el horizonte. Si cerraba los ojos, Paula casi podía retrotraerse a su infancia, volver a sentirse la niña que había sido, navegando en el bote pesquero de su padre.


Aunque el aire era más cálido, el olor del mar le recordaba lo suficiente al de su infancia para regalarle un momento de tranquilidad. De paz. 


Pero Fedorovich le estropeó la sensación clavándole el cañón de la pistola en las costillas.


—Ya ha pasado más de media hora —murmuró en ruso.


Lágrimas de dolor le nublaron la vista. Parpadeó varias veces para enfocar la mirada.


—Por favor, no me mate. Concédale unos minutos más. Vendrán, estoy segura de ello.


Fedorovich la agarró del otro brazo, obligándola a sentarse más erguida en el banco, y se inclinó para escupir al suelo. Paula sintió una náusea al ver que el escupitajo le salpicaba un pie, pero no hizo ningún intento por apartarse. Tenía que convencer a Fedorovich de que era una cobarde, de que estaba tan aterrada que haría cualquier cosa que le pidiera. Incluyendo llamar a Pedro para que acudiera a verla con su sobrino, que era lo que acababa de hacer hacía media hora. La vida de Sebastian dependía de su capacidad para controlarse.


Así que se contuvo para no escupirle a su vez a la cara. En lugar de sacarle los ojos con las uñas, se las clavó en las palmas de las manos. Controlaría el impulso de pegarle, patearlo… Era lo más duro que había tenido que hacer en su vida.


Pero lo hacía por Sebastian. Necesitaba contener sus emociones. Actuar con lógica. Ponerse en el lugar de Pedro e intentar pensar como él.


Tenía que haberla entendido. Tenía que haberse dado cuenta de lo que había intentado decirle. No había podido hacer otra cosa con Fedorovich al lado escuchando la conversación. 


Pero Pedro era un hombre inteligente.


Miró una vez más a su alrededor sin ver rastro alguno de la policía italiana o del servicio de seguridad del crucero. Fedorovich le había dicho que habían cancelado las medidas de seguridad porque lo estaban buscando en Moscú y no en el barco. Pero Paula sabía que no: tenían que estar allí, tomando posiciones. Y ella tenía que conseguir que Fedorovich no se moviera de aquel banco hasta que estuvieran listos para actuar.


Lo malo era que no sería fácil llegar hasta ellos sin llamar la atención. Fedorovich había escogido bien el lugar. Aunque no había nadie en la pista de minigolf y en las canchas de tenis, la cubierta no estaba desierta. De vez en cuando la brisa arrastraba retazos de conversación de la gente que paseaba por la borda. Pero nadie se acercaba al banco disimulado por las sombras donde Fedorovich la mantenía cautiva.


Era el mismo banco donde Paula se había sentado con Pedro la semana anterior, mientras veían jugar a Sebastian. El centro infantil se encontraba a oscuras. Dos maceteros de plantas los ocultaban. Cualquiera que pasara cerca pensaría que se trataba de una pareja mirando las estrellas.


Pero Fedorovich no estaba concentrado en el cielo, sino en los puntos de acceso al puente.


—¿Por qué no nos deja en paz de una vez? —le preguntó. El temblor de su propia voz le asustó: no era fingido.


—Porque soy un hombre de honor —se inclinó para escupir de nuevo—. Y eso es algo que usted nunca entendería.


El esputo estaba teñido de sangre. Paula reprimió otra náusea.


—Usted asesinó a mi hermana.


—Sí, murió rápidamente. Se rompió el cuello cuando volcó el coche. Tenía poca sangre. El hombre tenía mucha más: el volante le partió el pecho en dos.


Paula intentó no escuchar las palabras mientras el asesino continuaba describiéndole los detalles más escabrosos.


—El chico tenía que haber muerto hace nueve meses —añadió—. Yo sólo soy el instrumento de su muerte.


—¿Cuánto le pagan? Si le perdona la vida, le doblaré la cantidad.


—Claro. Tú eres uno de esos novye russkie. La gente como tú arruinó nuestro país al anteponer el dinero al honor, como en los países capitalistas.


—¿Qué honor puede haber en asesinar a un niño inocente? Donde hay honor es en la misericordia, en la piedad…


—¿La piedad? —le soltó el brazo para agarrarla del pelo, acercándola hacia sí.


Una barba oscura le cubría buena parte de la cara. Por eso no lo había reconocido inmediatamente cuando coincidió con él en los ascensores. Para cuando se dio cuenta, ya tenía el cañón de su pistola clavado en las costillas.
La barba no alcanzaba a ocultar del todo su distintiva cicatriz. Una gruesa línea blanca que le llegaba hasta el pómulo.


—El niño al que una vez salvé la vida no era mayor que el de los Gorsky. Estaba pastoreando cabras cerca de su pueblo y vio mi patrulla. Lo dejé en paz porque en aquel entonces yo no era más que un estúpido sensiblero. Ese niño avisó a los guerrilleros que acabaron con mis hombres y me dejaron esto —le acercó la cabeza a la mejilla de la cicatriz—. No cometeré ese error una segunda vez.


Paula no quería escuchar aquello, pero cuanto más tiempo consiguiera entretenerlo allí, más posibilidades tendría de que acudieran en su ayuda. Locatelli le había dicho que Fedorovich había estado en Afganistán. Debía de ser eso lo que le estaba describiendo.


—Aquello era una guerra. Esto no lo es.


—Las lecciones son las mismas. Cuando volví a aquel pueblo, no le perdoné la vida a nadie. Ni al niño ni a sus hermanas ni a las ancianas que gritaban por las esquinas. No dejé nada vivo en aquel valle, ni siquiera las cabras. Después de aquello, me ascendieron a coronel.


Estaba completamente loco, pensó Paula. Un psicópata. Si no lo detenían ahora, Sebastian jamás estaría a salvo.


—Nueve meses he esperado para cumplir con mi deber. Por fin ha llegado el momento.


—¿Y por qué ha esperado tanto?


—El niño desapareció. Le seguí el rastro hasta el orfanato, pero no pude localizarlo. Entonces tú lo hiciste por mí.


—¿Qué?


—Tengo muchos ojos y oídos que te estuvieron espiando mientras buscabas a tu sobrino. Me enteré de que lo habías encontrado y te seguí hasta el barco.


Paula tardó unos segundos en asimilar lo que acababa de escuchar. Fedorovich la había seguido. Ella misma lo había llevado hasta el Sueño de Alexandra. Lo había llevado hasta Sebastián.


De todos los horrores que el asesino le había descrito, aquél era el peor. Era por su culpa por lo que el monstruo estaba allí. Su propio amor por su sobrino lo había puesto en peligro.


—Tú me llevaste hasta él. Y ahora tú me lo traerás. Ya está.


Paula giró la cabeza en la dirección en la que Fedorovich estaba mirando. Un hombre alto y moreno entró en el círculo de luz que proyectaban las canchas de tenis y se detuvo en el puente, como si se estuviera orientando.





CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 48




Se cortó la comunicación. Pedro colgó el teléfono y recogió sus muletas. Paula acababa de pronunciar las palabras que él tanto había querido escuchar una semana atrás.


Pero esa vez no constituían motivo alguno para alegrarse. El miedo tensaba sus músculos y le secaba la garganta. Era un frío que le helaba los huesos y que jamás antes había experimentado.


Se había equivocado. Esperar a que Fedorovich apareciera en Estados Unidos no era el peor escenario de los posibles. Se giró hacia Locatelli.


—Fedorovich está aquí. Tiene a Paula.


—¿Se lo ha dicho ella?


—No explícitamente. Pero el mensaje era alto y claro.


—¿Qué le ha dicho exactamente la señorita Chaves?


—Me ha pedido que vaya a verla con Sebastián. Fedorovich estaba escuchando. La ha obligado a llamarme.


Locatelli intercambió una mirada con Gallo, que acababa de entrar en la suite. Era casi idéntica a la expresión de Gabriel cuando Pedro le habló la primera vez del monstruo de Sebastian. Se le revolvió la sangre en las venas.


—Llame a Gabriel. Que sus agentes vayan ahora mismo a la cubierta Helios.


—Señor Alfonso, la policía rusa nos ha dicho que Fedorovich está en Moscú.


—No me importa lo que diga la policía rusa. 
Paula está en peligro. Fedorovich quiere utilizarla para llegar hasta Sebastián.


—Me doy cuenta de que está usted sometido a una enorme presión, señor Alfonso, pero…


—Escúcheme. Yo conozco a esa mujer. Acaba de decirme que renunciará a reclamar la custodia de Sebastian, cuando lo cierto es que lo quiere con locura. Sería capaz de dejar que yo me lo llevara a Estados Unidos con tal de ponerlo a salvo: eso ya me lo ha dejado demostrado. Pero jamás renunciaría a pelear por su custodia. Ella sabe que yo lo sé. Por eso estoy absolutamente convencido de que algo marcha mal.


Las palabras brotaron de sus labios sin pensar.


Como si durante todo el tiempo hubiera sabido la verdad y no hubiera sido consciente de ello.


Había estado engañándose a sí mismo pensando que podría ganar. Ahora sabía que jamás conseguiría convencer a Paula de que renunciara a su reclamación sobre la custodia de Sebastian. Ni en diez días en aquel crucero ni en diez años en un tribunal judicial. Y eso era demasiado tiempo.




CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 47




Pedro miró su reloj y caminó cojeando hasta la terraza donde Locatelli estaba conversando con uno de los guardias. Estaba harto de ser paciente. Hacía media hora que el barco había abandonado el puerto. Ya casi había anochecido y Paula todavía no había regresado.


—¿Qué está pasando? —preguntó—. ¿Dónde está?


Locatelli alzó un dedo pidiéndole silencio mientras se llevaba una mano al auricular. 


Escuchó por unos segundos antes de volverse hacia él.


—Todavía no la hemos localizado.


—¿Cómo se le puede perder el rastro a una mujer como ella? Vestía de rojo. Se veía a kilómetros.


—Señor Alfonso…


—Debería haber ordenado al capitán que esperara. Puede que aún siga en Palermo.


—No, el agente que le asigné me confirmó que la escoltó de vuelta al barco. Perdió su pista después de embarcar.


—¿Y cómo pudo sucederle algo así? Es un policía entrenado.


—Aparentemente, se produjo un tumulto en el vestíbulo del hotel. Alguien afirmó haber encontrado unas cerámicas griegas en un macetero. Tendremos que hacer pruebas para comprobarlo, pero si son auténticas, podría haber un traficante de antigüedades a bordo.


Pedro apretó los dientes.


—¿Está sospechando de Paula?


—Mientras nuestro agente se detenía para incautarse de las cerámicas, la señorita Chaves se alejó para ayudar a una joven madre con un carrito de bebé y luego desapareció. Es posible que decidiera estar un rato a solas y se marchara a dar un paseo. No lo sabemos.


Sí, pensó Pedro, eso era posible. Cualquier cosa era posible con Paula. Era terca e impulsiva. Pedro había sido testigo de lo mal que había soportado su confinamiento en el camarote. Se había pasado todo el día hecha un manojo de nervios.


Pero sabía que la culpa de esos nervios no la había tenido solamente el asunto de Fedorovich. También había tenido que ver con lo que había estado a punto de suceder entre ellos la noche anterior.


Paula no había vuelto a tocarlo desde entonces. Y había rehuido su mirada. Pedro había estado intentando decirse que eso era lo mejor, pero lo cierto era que se había acostumbrado a su compañía. La quería a su lado, a toda costa.


Se pasó una mano por el pelo, intentando mantener el control. Sabía que estaba perdiendo la batalla. La calma la había perdido desde el momento en que descubrió que Paula se había arriesgado tanto. Se volvió hacia el agente Gallo.


—No debió haberle permitido salir de la suite.


—La señorita Chaves se mostró muy insistente en ayudar. Legalmente no podía impedírselo.


—Entonces debería haberme avisado inmediatamente. Yo la habría detenido, puede estar seguro de ello.


—El agente Gallo no tiene ninguna culpa —intervino Locatelli—. En principio, la idea de la señorita Chaves de atraer a Fedorovich fuera de su escondite no era tan mala: merecía la pena intentarlo. Estuvo constantemente vigilada y nosotros sabíamos que ella no era su objetivo.


—Ya, pero…


—Seguir con esta discusión no tiene sentido, señor Alfonso. Pese a los esfuerzos de la señorita Chaves, me temo que nuestro operativo estaba condenado a fracasar desde el principio.


—¿Qué quiere decir?


—El señor Dayan acaba de recibir nueva información de las autoridades rusas. Uno de nuestros informantes en Moscú ha afirmado que Fedorovich llegó allí esta misma mañana. Parece que se dio cuenta de que no podría acceder al niño durante el crucero.


Pedro no podía alegrarse demasiado. Eso significaba que la inmediata amenaza había desaparecido, pero Sebastián seguía encontrándose en peligro.


—¿Qué sucederá ahora?


—Continuaremos garantizándole a su hijo toda la protección posible. Sin embargo, una vez en Estados Unidos, esa misión pasará a manos del FBI y de las autoridades locales de Burlington.


Era el peor escenario de los posibles. ¿Cómo podría llevarse a su hijo a casa y proporcionarle una vida normal cuando el asesino seguía suelto? ¿Y qué sucedería con el resto de la familia Anderson y con sus alumnos del instituto? Fedorovich ya había matado a varias personas en su intento por llegar hasta Sebastián. Nadie que estuviera cerca se encontraría a salvo.


De repente sonó el teléfono. Pedro se giró en redondo sobre su pierna sana y se apresuró a contestar.


—¿Pedro?


Se sintió inundado por una inmensa oleada de alivio.


—Maldita sea, ¿dónde te has metido? ¿Te encuentras bien?


—Sí. Lamento haberte preocupado. Decidí salir a dar un paseo.


Era lo que Locatelli había sugerido. Pedro aspiró profundamente un par de veces antes de volver a hablar.


—Sebastián estuvo preguntando por ti.


—¿Está bien?


—Sí —miró el sofá del salón. El niño estaba acurrucado en una esquina, viendo una película de dibujos animados en la gran pantalla de televisión. Tenía los párpados entornados—. Se está quedando dormido. Estaba a punto de acostarlo.


—Quiero verlo.


—¿Es la señorita Chaves? —inquirió Locatelli, entrando en la suite—. Me gustaría hablar con ella.


Pedro escuchó un ruido ahogado al otro lado de la línea.


—No —se apresuró a negar Paula—. Pedro, no quiero hablar con él. Sólo quiero hablar contigo. Tú eres el padre de Sebastián.


Pedro frunció el ceño y alzó una mano para detener a Locatelli.


—Cierto.


—Tú eres el padre legal de Sebastian. Ambos lo sabemos.


—Ya hablaremos de ello cuando vuelvas.


—No, mi camarote está lleno de policías. Quiero hablar de este asunto contigo en privado.


El alivio que Pedro había experimentado nada más escuchar su voz empezó a desvanecerse. Aquello era muy raro. Paula estaba utilizando el mismo tono que cuando discutían delante de Sebastian y ella no quería que el niño sospechara nada.


—¿Qué pretendes?


—Quiero hablar contigo en la cubierta Helios. Sólo tú, Sebastián y yo. Estamos lejos del puerto, el barco es seguro. Ya no necesitamos a los guardias.


—Paula…


—Estaré esperando en la puerta del centro infantil, donde estuvimos antes.


—¿Ahora mismo?


—Sí. Hace una mañana magnífica. Ha pasado demasiado tiempo encerrado y el aire le sentará bien.


—Paula…


—No quiero discutir, Pedro. Tenías razón en todo.


—¿Qué?


—Sebastián es tuyo. Tú eres su padre. Sólo déjame verlo esta noche. No te pido más.


—Está bien, Paula. Allí estaremos.


—Gracias, Pedro. Sabía que lo comprenderías.






domingo, 2 de agosto de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 46


Mauricio se humedeció los labios resecos mientras se asomaba al Club del Emperador. Una copa en la barra lo habría ayudado a calmar los nervios, pero en aquel momento tenía negocios más urgentes que atender. Acababa de ver a Gabriel cerca del ascensor y desvió su camino para interceptarlo.


—He visto a unos policías de paisano vigilando la terminal del crucero cuando volvía —le dijo—. ¿Qué está pasando?


Para variar, Gabriel no estaba mirando a las mujeres sino a un par de tipos que acababan de pasar por delante del bar. Tomó a Mauricio del codo y se internó por el pasillo que corría paralelo a cubierta.


—Tenemos problemas. ¿Recogiste esa cosa?


Aquello no alivió en modo alguno su nerviosismo. Necesitaba una copa. Forzó su habitual sonrisa de Padre Connelly en beneficio de los pasajeros que pudieran reconocerlo y apretó el paquete contra su pecho.


—Un plato de la época helenística. Intacto.


—Dámelo, yo me desharé de él.


—Tengo una factura falsa.


—No es suficiente. Hay policías por todas partes. No solamente en el muelle, sino también aquí.


—¿Aquí? ¿Quieres decir a bordo? ¿Por qué?


—Los ha avisado la Interpol.


Las palmas de las manos le empezaron a sudar. La Interpol podía informar a la policía de cada puerto.


—Yo creía que el jefe tenía contactos. Debería habernos advertido.


—Puede que no se haya enterado. Corre el rumor de que todo esto tiene algo que ver con aquel niño cuyo padre sufrió el atropello. Probablemente los habrás visto. El niño ruso y el tipo grande con muletas.


Mauricio comprendió inmediatamente lo que quería decir Gabriel. Aquella pareja habría llamado la atención en medio de una multitud.


—Ya. Suelen ir acompañados de una mujer alta y rubia.


—Por lo que he oído, un pistolero ruso anda detrás de ellos. La seguridad del barco está en máxima alerta.


—Oh, diablos.


—Y que lo digas —Gabriel lanzó una mirada por encima del hombro y se detuvo cerca de la entrada de la biblioteca, donde había menos gente—. Si la policía decide peinar el barco…


—Las piezas auténticas están a salvo disimuladas entre mi colección. Los polis andan buscando asesinos, no traficantes de antigüedades.


—Eso es lo que se dice.


—¿Es que tú no te lo crees?


—¿Y si esa historia del pistolero es una cortina de humo y realmente nos están buscando a nosotros? No quiero arriesgarme a estropearlo todo en el primer viaje del verano. Ya he sacado todas las piezas de tu camarote. Me desharé de ellas junto con el plato. Ya conseguiremos otras para compensar las pérdidas.


—¿Conseguiremos, dices? Soy yo quien las consigue. Ése es mi trabajo.


—Y el mío asegurarme de que las piezas lleguen a manos de nuestro comprador. Tu idea de disimularlas entre las falsas era absurda. Si te las hubieran encontrado, no habrías tenido ninguna coartada.


Mauricio desvió la mirada hacia la biblioteca.


—Exhibo mis piezas cada vez que doy una conferencia.


—No habrás usado todavía ninguna de las auténticas, ¿verdad?


—No, pero quizá debería depositarlas en la caja de seguridad del barco.


—No te hagas el listo, Mauricio —masculló Gabriel, dando media vuelta—. Si te agarran, tendrás que arreglártelas solo.


CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 45





Ilya permaneció inmóvil mientras otro guardia de seguridad pasaba a su lado sin fijarse en él. 


Nadie esperaba verlo allí. Todo el mundo estaba concentrado en el muelle y en la terminal de crucero de Palermo, tal como llevaban haciendo desde que el barco atracó aquella mañana. A esas alturas, Ilya ya no tenía ningún problema en identificar a los policías italianos que habían tomado posiciones en el puerto. Se habían disfrazado de turistas. Los muy estúpidos confiaban en atraparlo cuando seguían buscándolo en el lugar equivocado…


Una mancha roja cerca de la parada de taxis llamó inmediatamente su atención. Acodado en la barandilla del barco, Ilya distinguió a Chaves discutiendo con el policía que se había pegado a ella como una sombra. Sin duda estaba discutiendo su orden de volver a abordar el crucero. Estuvo a punto de soltar una carcajada. 


Aquella mujer llevaba media hora paseando de un lado a otro del muelle en una estrategia que resultaba patéticamente transparente, producto de la frustración más que del razonamiento. 


Quienquiera que estuviera dirigiendo aquella operación no habría sobrevivido en una campaña militar.


Era precisamente por eso por lo que Ilya acabaría venciendo. Sin perder de vista en ningún momento a Chaves, enteramente vestida de rojo, cambió de posición para trasladarse a una zona menos iluminada del puente. Era una lástima que el sacerdote que lo había visto en Alghero no hubiera sido más alto: su atuendo habría constituido un excelente camuflaje. De cualquier forma, se había conformado con uno de los marineros que habían vuelto al barco y cuya estatura y fisonomía se había asemejado bastante a la suya. De hecho, había sido una suerte que tuviera barba.


El tipo había sangrado como un cerdo. Por un instante, el rojo del vestido de Chaves le recordó el charco de sangre que se había extendido a sus pies. El marinero había tenido una muerte magnífica. Ilya le había disparado cuidadosamente para prolongar lo máximo posible su agonía. Que había durado el tiempo suficiente para aliviar su dolor… O casi.


Se mordió la cara interior de la mejilla, calmándose con el sabor de su propia sangre. 


La tarjeta de identidad que había robado al cadáver le había servido para subir a bordo, pero no habría resistido los controles de vigilancia que se habían establecido aquel día.


Había cometido un error al confiar en Mauro. El marinero ruso obviamente había informado a alguien sobre la operación. O quizá alguien lo había reconocido en Nápoles. En cualquier caso, nadie lo reconocería en ese momento. 


Aunque le desagradaba la sensación de tener algo en la cara, aquella falsa barba le iba muy bien para pasar desapercibido en una multitud.


Y su estrategia estaba funcionando de maravilla. 


Nada más subir a bordo, se había dedicado a explorar el barco para familiarizarse con su nuevo territorio. Una vez que descubrió los controles de seguridad y las localizaciones de las cámaras de videovigilancia, no había tenido mayor problema en elegir los itinerarios más seguros. Una breve visita al servicio de lavandería del barco le facilitó la ropa adecuada para mezclarse con los demás pasajeros, de manera que hasta el momento había pasado completamente desapercibido.


Hasta que el día anterior, nada más poner un pie en el comedor, el chico lo había reconocido y se había escondido debajo de la mesa. Lo cual, sin embargo, no debería haber sido más que un contratiempo temporal. Porque desde allí se fue directamente al camarote de Chaves para esperar al hombre y al niño. Había planeado matarlos a los dos en sus camas, siguiendo el plan que había concebido originalmente, cuando Mauro le pasó la lista de pasajeros. Los había esperado allí hasta la medianoche, en vano, para luego dirigirse a la suite de Chaves.


Había confiado en sorprenderlos haciendo el amor: una actividad mucho más interesante que la discusión de la que había sido testigo en Nápoles. Con los dos adultos distraídos, nada habría sido más sencillo que eliminarlos a los tres. Pero al final se había encontrado con dos agentes armados en el pasillo.


Hundió una mano en el bolsillo del pantalón y acarició el cañón de la pistola. Demasiadas veces había planeado aquel asesinato: estaba empezando a impacientarse. La mera existencia de aquel niño significaba un insulto a su talento.


Pero aquella noche terminaría todo. Se desharía de los cuerpos en el mar y al día siguiente volvería a mezclarse con los pasajeros y bajaría a tierra. Sería sencillo: el servicio de seguridad estaba demasiado confiado en su propia infalibilidad.


Escondiendo su rostro a las cámaras de la cubierta y del ascensor, bajó al vestíbulo del hotel y se confundió con la multitud de pasajeros que acababan de regresar de tierra. Era una suerte que a Chaves le gustara tanto vestirse de rojo. Le resultaría fácil localizarla entre los rezagados.