lunes, 3 de agosto de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 47




Pedro miró su reloj y caminó cojeando hasta la terraza donde Locatelli estaba conversando con uno de los guardias. Estaba harto de ser paciente. Hacía media hora que el barco había abandonado el puerto. Ya casi había anochecido y Paula todavía no había regresado.


—¿Qué está pasando? —preguntó—. ¿Dónde está?


Locatelli alzó un dedo pidiéndole silencio mientras se llevaba una mano al auricular. 


Escuchó por unos segundos antes de volverse hacia él.


—Todavía no la hemos localizado.


—¿Cómo se le puede perder el rastro a una mujer como ella? Vestía de rojo. Se veía a kilómetros.


—Señor Alfonso…


—Debería haber ordenado al capitán que esperara. Puede que aún siga en Palermo.


—No, el agente que le asigné me confirmó que la escoltó de vuelta al barco. Perdió su pista después de embarcar.


—¿Y cómo pudo sucederle algo así? Es un policía entrenado.


—Aparentemente, se produjo un tumulto en el vestíbulo del hotel. Alguien afirmó haber encontrado unas cerámicas griegas en un macetero. Tendremos que hacer pruebas para comprobarlo, pero si son auténticas, podría haber un traficante de antigüedades a bordo.


Pedro apretó los dientes.


—¿Está sospechando de Paula?


—Mientras nuestro agente se detenía para incautarse de las cerámicas, la señorita Chaves se alejó para ayudar a una joven madre con un carrito de bebé y luego desapareció. Es posible que decidiera estar un rato a solas y se marchara a dar un paseo. No lo sabemos.


Sí, pensó Pedro, eso era posible. Cualquier cosa era posible con Paula. Era terca e impulsiva. Pedro había sido testigo de lo mal que había soportado su confinamiento en el camarote. Se había pasado todo el día hecha un manojo de nervios.


Pero sabía que la culpa de esos nervios no la había tenido solamente el asunto de Fedorovich. También había tenido que ver con lo que había estado a punto de suceder entre ellos la noche anterior.


Paula no había vuelto a tocarlo desde entonces. Y había rehuido su mirada. Pedro había estado intentando decirse que eso era lo mejor, pero lo cierto era que se había acostumbrado a su compañía. La quería a su lado, a toda costa.


Se pasó una mano por el pelo, intentando mantener el control. Sabía que estaba perdiendo la batalla. La calma la había perdido desde el momento en que descubrió que Paula se había arriesgado tanto. Se volvió hacia el agente Gallo.


—No debió haberle permitido salir de la suite.


—La señorita Chaves se mostró muy insistente en ayudar. Legalmente no podía impedírselo.


—Entonces debería haberme avisado inmediatamente. Yo la habría detenido, puede estar seguro de ello.


—El agente Gallo no tiene ninguna culpa —intervino Locatelli—. En principio, la idea de la señorita Chaves de atraer a Fedorovich fuera de su escondite no era tan mala: merecía la pena intentarlo. Estuvo constantemente vigilada y nosotros sabíamos que ella no era su objetivo.


—Ya, pero…


—Seguir con esta discusión no tiene sentido, señor Alfonso. Pese a los esfuerzos de la señorita Chaves, me temo que nuestro operativo estaba condenado a fracasar desde el principio.


—¿Qué quiere decir?


—El señor Dayan acaba de recibir nueva información de las autoridades rusas. Uno de nuestros informantes en Moscú ha afirmado que Fedorovich llegó allí esta misma mañana. Parece que se dio cuenta de que no podría acceder al niño durante el crucero.


Pedro no podía alegrarse demasiado. Eso significaba que la inmediata amenaza había desaparecido, pero Sebastián seguía encontrándose en peligro.


—¿Qué sucederá ahora?


—Continuaremos garantizándole a su hijo toda la protección posible. Sin embargo, una vez en Estados Unidos, esa misión pasará a manos del FBI y de las autoridades locales de Burlington.


Era el peor escenario de los posibles. ¿Cómo podría llevarse a su hijo a casa y proporcionarle una vida normal cuando el asesino seguía suelto? ¿Y qué sucedería con el resto de la familia Anderson y con sus alumnos del instituto? Fedorovich ya había matado a varias personas en su intento por llegar hasta Sebastián. Nadie que estuviera cerca se encontraría a salvo.


De repente sonó el teléfono. Pedro se giró en redondo sobre su pierna sana y se apresuró a contestar.


—¿Pedro?


Se sintió inundado por una inmensa oleada de alivio.


—Maldita sea, ¿dónde te has metido? ¿Te encuentras bien?


—Sí. Lamento haberte preocupado. Decidí salir a dar un paseo.


Era lo que Locatelli había sugerido. Pedro aspiró profundamente un par de veces antes de volver a hablar.


—Sebastián estuvo preguntando por ti.


—¿Está bien?


—Sí —miró el sofá del salón. El niño estaba acurrucado en una esquina, viendo una película de dibujos animados en la gran pantalla de televisión. Tenía los párpados entornados—. Se está quedando dormido. Estaba a punto de acostarlo.


—Quiero verlo.


—¿Es la señorita Chaves? —inquirió Locatelli, entrando en la suite—. Me gustaría hablar con ella.


Pedro escuchó un ruido ahogado al otro lado de la línea.


—No —se apresuró a negar Paula—. Pedro, no quiero hablar con él. Sólo quiero hablar contigo. Tú eres el padre de Sebastián.


Pedro frunció el ceño y alzó una mano para detener a Locatelli.


—Cierto.


—Tú eres el padre legal de Sebastian. Ambos lo sabemos.


—Ya hablaremos de ello cuando vuelvas.


—No, mi camarote está lleno de policías. Quiero hablar de este asunto contigo en privado.


El alivio que Pedro había experimentado nada más escuchar su voz empezó a desvanecerse. Aquello era muy raro. Paula estaba utilizando el mismo tono que cuando discutían delante de Sebastian y ella no quería que el niño sospechara nada.


—¿Qué pretendes?


—Quiero hablar contigo en la cubierta Helios. Sólo tú, Sebastián y yo. Estamos lejos del puerto, el barco es seguro. Ya no necesitamos a los guardias.


—Paula…


—Estaré esperando en la puerta del centro infantil, donde estuvimos antes.


—¿Ahora mismo?


—Sí. Hace una mañana magnífica. Ha pasado demasiado tiempo encerrado y el aire le sentará bien.


—Paula…


—No quiero discutir, Pedro. Tenías razón en todo.


—¿Qué?


—Sebastián es tuyo. Tú eres su padre. Sólo déjame verlo esta noche. No te pido más.


—Está bien, Paula. Allí estaremos.


—Gracias, Pedro. Sabía que lo comprenderías.






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