domingo, 2 de agosto de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 45





Ilya permaneció inmóvil mientras otro guardia de seguridad pasaba a su lado sin fijarse en él. 


Nadie esperaba verlo allí. Todo el mundo estaba concentrado en el muelle y en la terminal de crucero de Palermo, tal como llevaban haciendo desde que el barco atracó aquella mañana. A esas alturas, Ilya ya no tenía ningún problema en identificar a los policías italianos que habían tomado posiciones en el puerto. Se habían disfrazado de turistas. Los muy estúpidos confiaban en atraparlo cuando seguían buscándolo en el lugar equivocado…


Una mancha roja cerca de la parada de taxis llamó inmediatamente su atención. Acodado en la barandilla del barco, Ilya distinguió a Chaves discutiendo con el policía que se había pegado a ella como una sombra. Sin duda estaba discutiendo su orden de volver a abordar el crucero. Estuvo a punto de soltar una carcajada. 


Aquella mujer llevaba media hora paseando de un lado a otro del muelle en una estrategia que resultaba patéticamente transparente, producto de la frustración más que del razonamiento. 


Quienquiera que estuviera dirigiendo aquella operación no habría sobrevivido en una campaña militar.


Era precisamente por eso por lo que Ilya acabaría venciendo. Sin perder de vista en ningún momento a Chaves, enteramente vestida de rojo, cambió de posición para trasladarse a una zona menos iluminada del puente. Era una lástima que el sacerdote que lo había visto en Alghero no hubiera sido más alto: su atuendo habría constituido un excelente camuflaje. De cualquier forma, se había conformado con uno de los marineros que habían vuelto al barco y cuya estatura y fisonomía se había asemejado bastante a la suya. De hecho, había sido una suerte que tuviera barba.


El tipo había sangrado como un cerdo. Por un instante, el rojo del vestido de Chaves le recordó el charco de sangre que se había extendido a sus pies. El marinero había tenido una muerte magnífica. Ilya le había disparado cuidadosamente para prolongar lo máximo posible su agonía. Que había durado el tiempo suficiente para aliviar su dolor… O casi.


Se mordió la cara interior de la mejilla, calmándose con el sabor de su propia sangre. 


La tarjeta de identidad que había robado al cadáver le había servido para subir a bordo, pero no habría resistido los controles de vigilancia que se habían establecido aquel día.


Había cometido un error al confiar en Mauro. El marinero ruso obviamente había informado a alguien sobre la operación. O quizá alguien lo había reconocido en Nápoles. En cualquier caso, nadie lo reconocería en ese momento. 


Aunque le desagradaba la sensación de tener algo en la cara, aquella falsa barba le iba muy bien para pasar desapercibido en una multitud.


Y su estrategia estaba funcionando de maravilla. 


Nada más subir a bordo, se había dedicado a explorar el barco para familiarizarse con su nuevo territorio. Una vez que descubrió los controles de seguridad y las localizaciones de las cámaras de videovigilancia, no había tenido mayor problema en elegir los itinerarios más seguros. Una breve visita al servicio de lavandería del barco le facilitó la ropa adecuada para mezclarse con los demás pasajeros, de manera que hasta el momento había pasado completamente desapercibido.


Hasta que el día anterior, nada más poner un pie en el comedor, el chico lo había reconocido y se había escondido debajo de la mesa. Lo cual, sin embargo, no debería haber sido más que un contratiempo temporal. Porque desde allí se fue directamente al camarote de Chaves para esperar al hombre y al niño. Había planeado matarlos a los dos en sus camas, siguiendo el plan que había concebido originalmente, cuando Mauro le pasó la lista de pasajeros. Los había esperado allí hasta la medianoche, en vano, para luego dirigirse a la suite de Chaves.


Había confiado en sorprenderlos haciendo el amor: una actividad mucho más interesante que la discusión de la que había sido testigo en Nápoles. Con los dos adultos distraídos, nada habría sido más sencillo que eliminarlos a los tres. Pero al final se había encontrado con dos agentes armados en el pasillo.


Hundió una mano en el bolsillo del pantalón y acarició el cañón de la pistola. Demasiadas veces había planeado aquel asesinato: estaba empezando a impacientarse. La mera existencia de aquel niño significaba un insulto a su talento.


Pero aquella noche terminaría todo. Se desharía de los cuerpos en el mar y al día siguiente volvería a mezclarse con los pasajeros y bajaría a tierra. Sería sencillo: el servicio de seguridad estaba demasiado confiado en su propia infalibilidad.


Escondiendo su rostro a las cámaras de la cubierta y del ascensor, bajó al vestíbulo del hotel y se confundió con la multitud de pasajeros que acababan de regresar de tierra. Era una suerte que a Chaves le gustara tanto vestirse de rojo. Le resultaría fácil localizarla entre los rezagados.





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