lunes, 18 de mayo de 2020

MI DESTINO: CAPITULO 11



A la mañana siguiente, cuando Paula llegó al hotel, coincidió con él en el ascensor. ¿Por qué se lo encontraba siempre? ¿Acaso la seguía? 


Sólo se saludaron con una rápida mirada que a ella la acaloró.


Aquel hombre tan serio, tan alto y tan interesante le hacía sentir algo que nunca había experimentado e, inevitablemente, al final se tuvo que dar aire con la mano. Pero el ascensor se llenó de gente y Pedro, en actitud protectora, se colocó a su lado. Necesitaba aquella cercanía.


A Paula, el olor de su colonia y de su piel le inundó las fosas nasales y, cuando segundos después los nudillos de sus manos se rozaron con más intensidad de la necesaria, no pudo evitar temblar.


¿Qué le estaba ocurriendo? Y, sobre todo, ¿qué estaba haciendo?


Pedro, al llegar a la planta donde tenía la oficina, se bajó del ascensor con aplomo y sin mirarla y, tras él, las puertas se cerraron; entonces tuvo que pararse unos instantes para tranquilizarse. 


Paula, sin saberlo, lo estaba volviendo loco.


Aquella tarde, tras pasar el día intentando mantenerse alejado de ella, vio, a través de la cristalera del ventanal de su despacho, cómo un joven con pintas modernas la recogía en una moto.


¿Sería el mismo chico de la tarde anterior?


¿Tendría novio?


Ver cómo ella le sonreía y cómo posteriormente se agarraba a su cintura para alejarse lo llenó de frustración.

MI DESTINO: CAPITULO 10





Al día siguiente, Paula se levantó y se marchó a trabajar; a pesar de la incertidumbre de si la despedirían, sintió cierto júbilo en su interior al llegar al hotel. Observar a aquel maduro hombre caminar por el establecimiento se había vuelto como una necesidad. Sólo con verlo sentía que el corazón le galopaba a toda mecha y, si encima la miraba, ya se quería morir de felicidad.


Sobrecogida, intentaba entender qué le ocurría. 


No era su tipo. A ella le gustaban los chicos más jóvenes y, a ser posible, de su mismo rollo en vestimenta y gustos, y sobre todo divertidos y alocados... y aquél, de divertido y alocado, tenía lo que ella de monja de clausura.


La noche anterior, cuando llegó a su casa, había indagado sobre él en Google. Allí descubrió que el hotel pertenecía a su familia y que él era la tercera generación en regentarlo. Tenía treinta y seis años. Doce más que ella. Estaba recién separado de una rica heredera inglesa, no tenía hijos y había cursado nada menos que tres carreras universitarias, además de poseer otros hoteles en Inglaterra, Miami y California.


Saber todo aquello la acobardó. Nunca había conocido a nadie con tanto poder y, al recordar cómo lo había tratado con anterioridad, intuyó que tarde o temprano tendría problemas con él.


Pero, sin saber por qué, comenzó a fantasear con Pedro y eso la fastidió. ¿Por qué pensar en un hombre que era todo lo opuesto a ella?


De lo que ella no se había dado cuenta era de que él, cada mañana a la misma hora, se plantaba ante la cristalera del que fue el despacho de su padre para observar el aparcamiento donde Paula solía dejar el coche. 


Le gustaba contemplarla cuando ella no se percataba y disfrutaba extraordinariamente con cada paso o cada gesto de la muchacha al reencontrarse con sus compañeros y sonreír.


Una vez que la veía entrar en el hotel, bajaba al restaurante y, pacientemente, esperaba a que ella apareciera en el comedor y, con su galantería habitual, le daba los buenos días. Ella le sonreía al verlo y después comenzaba a trabajar sumida en mil preguntas inquietantes.


Pedro, por su parte, buscó información sobre ella a través de la documentación que el hotel poseía. Saber que sólo tenía veinticuatro años le hizo entender su manera loca y desenfadada de vestir y de moverse, y el descaro que tenía al hablar. Comparándolo con él, ¡era una niña!


Cuando la veía llegar con los pantalones vaqueros caídos y las zapatillas de cordones de colores, le chirriaban los ojos, pero un extraño regocijo se instalaba en su interior y no podía dejar de buscarla con la mirada.


A la hora de la comida, bajó al restaurante a almorzar y allí, parapetado tras una cristalera, escuchó a la joven comentar a uno de sus compañeros que esa noche pensaba ir al cine con sus amigos. Cuando Paula pasó por su lado, la llamó.


—¡Señorita!


Al oír aquella voz, se encogió. Él.


Se dio media vuelta y lo miró.


—Sería tan amable de traerme una botella de vino tinto de Altos de Lanzaga de 2006 —pidió amablemente.


—Por supuesto, señor.


Con paso presuroso, se dirigió hacia donde tenían aquel maravilloso rioja español y regresó con él. Pedro extendió la mano para cogerlo y
ella le entregó la botella. Durante unos segundos, él miró la etiqueta y finalmente preguntó:
—¿Lo has probado?


Paula negó con la cabeza. Los vinos no la volvían loca; él continuó.


—Esta maravilla es fruto de unos viñedos de más de setenta años; en su proceso de elaboración, este vino ha sido altamente mimado para que se disfrute al beberlo.


Acalorada por aquellas simples palabras dirigidas al caldo, que ella se tomó como propias, asintió. Cuando él le devolvió la botella y ella estaba a punto de cogerla, le preguntó:
—He oído que esta noche quizá vayas al cine con unos amigos.


Sorprendida por su curiosidad, murmuró abriendo la botella para decantarla:
—Puede...


De pronto, el jefe de sala se acercó hasta ellos y, quitándole a la joven la valiosa botella de vino de las manos, le ordenó:
—Yo me ocuparé, Paula. Regresa a tu trabajo.


La chica asintió y, sin mirar a un ofuscado Pedro, se marchó. Debía continuar con sus tareas.


Aquella tarde, al salir del trabajo, la muchacha esperaba en la puerta del hotel fumándose un cigarrillo cuando oyó a sus espaldas:
—Fumar perjudica la salud.


Al volverse, sorprendentemente se encontró de nuevo con el hombre que no podía quitarse de la cabeza; ella, sin hablar, asintió. Cuanto menos
hablara con él, mejor.


Durante unos segundos ambos permanecieron callados, hasta que él añadió:
—¿Has acabado tu turno?


—Sí.


—¿Sabes qué película vas a ver?


Ella negó.


—No. Llegaremos a un consenso entre todos los colegas.


Pedro, algo jorobado por saber que ella se marchaba con sus amigos, fue a hablar cuando un coche con la música a toda leche paró ante ellos.


—Uoooolaaaa, Pau —saludó alegremente el Garbanzo desde el interior.


Ella sonrió y apagó el cigarrillo, y Pedro, sin dejar de escudriñar al chico que iba dentro del vehículo, preguntó con curiosidad:
—¿Qué le pasa en las orejas?


«Otro antiguo como mi madre», pensó resoplando y, sin contestar a su pregunta, se despidió.


—Hasta mañana, señor.


Pedro farfulló también una despedida y, ante sus ojos, aquel joven arrancó el vehículo y ella se marchó.


Para Pedro, perderla de vista era decepcionante, por lo que se dio la vuelta y decidió volver al trabajo. Para eso estaba en Madrid.


Esa tarde Paula lo pasó de muerte con sus amigos e intentó olvidarse de su encorsetado propietario de hotel, aunque no lo consiguió. 


Aquel hombre tenía un magnetismo especial y fue incapaz de quitárselo de la cabeza. Se fueron a tapear por la plaza Mayor y, al final de la tarde, decidieron aparcar el cine e irse a tomar unas cervecitas a un local de unos colegas.


MI DESTINO: CAPITULO 9




Media hora después, Paula, ya repuesta de su desmayo, andaba junto a Tamara cuando vio que Pedro entraba en el hotel. Él aceleró el paso para acercarse hasta ella y, cuando estuvo a su lado, le preguntó mirándole a los ojos:
—¿Te encuentras bien, Paula?


Tamara, sorprendida porque aquel caballero conociera el nombre de su amiga, la miró.


¿Desde cuándo Paula se tuteaba con aquel hombre?


La joven, atosigada por la mirada de ambos, murmuró:
—Sí, señor. Gracias.


La compañera, al intuir que sobraba por cómo la miraba él, se excusó para alejarse.


—He de regresar ¡urgentemente! a la cocina.


Una vez que se quedaron solos, él, sin quitarle el ojo de encima a la joven, dijo:
—Sin duda, ves una gota de sangre y te mareas. Nunca te podremos contratar como enfermera.


A ella aquello le hizo gracia y, mirándolo, cuchicheó:
—Siento lo del café. Fue una tontería y...


—Francamente estaba asqueroso —la cortó—. No es algo que una camarera que se precie de trabajar en este hotel deba hacer. Pero —sonrió
—, si eso ha hecho que me vuelvas a sonreír, habrá merecido la pena ese sorbo de café con sal.


Ambos sonrieron. Paula se sentía muy acalorada por cómo la contemplaba y trató de escabullirse.


—He de regresar al trabajo. Gracias por todo.


Con rapidez, él se movió y, tras cogerle la mano, se la besó con delicadeza. Aquel gesto tan caballeroso que su padre siempre hacía cuando le presentaban a una mujer le hizo gracia y, tras guiñarle un ojo, se marchó. Debía continuar trabajando.


Cuando entró en las cocinas, Tamara fue a su encuentro, la asió de la mano que él acababa de besar y le preguntó:
—¿Qué me tienes que contar?


Al oír aquello, Pau sonrió y, antes de poder decir nada, Tamara insistió.


—¿De qué os conocéis? ¿Por qué sabe tu nombre?


La joven se encogió de hombros y respondió:
—Anoche, cuando me despedí de ti e iba hacia Paco, un coche casi lo atropella... y yo lo salvé.


—¿Que lo salvaste?


Paula asintió y siseó para que nadie la oyera.


—Me lancé contra él como si fuera un jugador de rugby y el resultado fue que sigue vivo y coleando y yo me destrocé un codo — explicó enseñándole el apósito que se había puesto después de ducharse.


Incrédula, Tamara murmuró:
—Eso es fantástico.


—¿Es fantástico tener el codo así? —se mofó.


Tamara, todavía sorprendida por aquello, indicó:
—Eso te habrá hecho ganar muchos puntos con ese increíble caballero.


—¿Puntos? ¿Para qué?


—Para que no te despidan. Ya sabes que están haciendo reestructuración de plantilla y tú eres de las últimas en llegar.


Al recordar lo que había hecho con el tema del café con sal, susurró:
—Lo dudo.


—No digas tonterías —insistió Tamara y, al ver que ella la miraba, preguntó—: ¿No me digas que no sabes quién es ese trajeado inglés? —
Paula negó con la cabeza y Tamara cuchicheó—: Es el dueño del hotel, ni más ni menos.


Al oír aquello, Paula se agarró a la mesa más cercana.


No sólo había llamado hortera a los padres de aquel tipo, entre otras lindezas, además le había dado aquel maldito café con sal; mirando a su amiga, murmuró convencida de su corto futuro allí:
—Creo que, ahora que sé quién es, tengo todos los puntos para que me despidan la primera.








domingo, 17 de mayo de 2020

MI DESTINO: CAPITULO 8




Pedro, al ver que se marchaba, caminó hacia su mesa y se sentó.


Había ansiado el momento de volver a verla, cosa que parecía que en el caso de ella no había sido así. Sonó su móvil y rápidamente contestó.


Mientras hablaba, vio a la joven salir otra vez de las cocinas y la siguió con la mirada.


Aquella manera de andar y su descaro al contestar le atraían. Aquélla era la mujer más real que se había acercado a él en su vida. 


Cuando colgó el teléfono, vio entrar a unos chicos en el comedor que no dejaban de mirarla, por lo que en un tono alto y claro, para que todo el mundo lo oyera, le pidió:
—Señorita, por favor, sería tan amable de traerme un café con leche.


Molesta al ver que su jefe de sala la miraba e indicaba con la cabeza que hiciera lo que aquel cliente pedía, Paula dejó lo que estaba haciendo, se encaminó hacia la mesa donde estaban las tazas y el café y, tras servirle uno y añadirle leche, se lo dejó sobre la mesa.


—Su café con leche, señor.


—Gracias —dijo y, mirándola con sorna, preguntó—: ¿Le ha echado usted azúcar?


—No.


Sin dejar de sonreír ante el gesto de la chica, añadió:
—Entonces, por favor, ¿sería tan amable de acercarme un sobrecito? O mejor—se corrigió entregándole la taza—, échemelo usted.


Pau deseó cogerlo de la cabeza y arrancársela.
¿Por qué no se ponía él el puñetero azúcar?


Observó a su jefe y vio que atendía a otros clientes y después salía del comedor. Eso la tranquilizó. Luego miró a ese hombre que parecía disfrutar incomodándola; con servilismo, cogió la taza que le tendía y murmuró:
—Por supuesto, señor, ahora mismo.


Entre refunfuños internos, caminó hacia la mesa en la que estaban la mermelada, la mantequilla y el azúcar, mientras la música que sonaba suavemente por los altavoces del restaurante le hizo canturrear.


Al escuchar aquella canción, Puedes contar 
conmigo,sonrió. Le encantaba el grupo musical La Oreja de Van Gogh, y pensar que en unos días iría a uno de sus conciertos privados en Madrid, le alegró el momento.


Al llegar a la mesa cogió el sobre de azúcar, pero de pronto el demonio interno de Pau la Loca, ese que le hacía cometer disparates de vez en cuando, le hizo soltarlo y canturrear:
—Un café con sal...


Con disimulo, observó al tipo estirado y, sin dudarlo, cogió un sobrecito de sal, lo abrió y, sin pensar en las consecuencias, lo echó en el café y lo removió.


A continuación, caminó hacia la mesa donde él la esperaba tranquilamente ojeando el periódico y, cuando dejó la taza ante él, murmuró:
—Su café con leche, señor, ¡que le aproveche!


Pedro la miró y vio cómo el gesto pícaro de ella se esfumaba al ver entrar de nuevo a su jefe en el restaurante y dirigirse directamente hacia ellos.


«Joder... joder... ¡me ha pillado!», supuso desconcertada.


Instantáneamente se arrepintió de su acción. 


Pero ¿qué bicho le había picado para echarle sal en el café? ¿Se había vuelto loca?


Pensó en cómo arrebatárselo antes de que el estropicio llegara a más, pero el jefe de sala se acercaba hasta ellos y ya nada se podía hacer para remediar el inminente desastre.


—¿Todo bien por aquí, señor Alfonso? —preguntó parándose cordialmente junto a la mesa.


Pedro, que en ese instante acababa de dar un sorbo, notó el sabor de aquel brebaje y quiso escupir. Aquello parecía matarratas... Sin embargo, al ver que la joven estaba descompuesta mirándolo, intentó controlar su gesto y, deglutiendo la bazofia que le había servido, respondió con seguridad.


—Todo perfecto.


Paula se quiso morir. El trago que acababa de darle al café con sal tenía que haberle sabido a rayos y centellas y, cuando su jefe se alejó, se mordió el labio inferior y, arrepentida por lo que había hecho, susurró llenándole un vaso con agua fresca:
—Aiss, Dios míooooooo... Lo siento... lo siento...


—¡Cállese! —siseó él.


—Se me nubló la mente y salió Pau la Loca. Perdí la razón por un instante y yo... le eché sal en vez de azúcar y... Oh, cielossssss..., lo sientooooooooooo de todo corazón y le pido millones de disculpas.


Con mal sabor en la boca, el hombre se levantó y rechazó el vaso de agua que ella le ofrecía. Lo que acababa de hacerle era una falta muy grave, intolerable.


Paula, asustada y arrepentida por su mala acción, se encogió, y él, mirándola desde su impresionante altura, le advirtió mientras se agachaba hacia su cara:


—Aléjese de mí antes de que haga que la despidan.


—Lo sientooooooooooo.


—Fuera de mi vista o le juro que...


Pero no pudo continuar. En ese momento se oyó un estruendo en la sala. Su jefe se había resbalado y estaba espatarrado en el suelo. 


Sin tiempo que perder, los dos acudieron en su ayuda y Pedro, al ver que aquél tenía sangre en la frente, dijo:
—Paula, no mires.


—¿Por qué? —Y al hacerlo murmuró—: Oh, Diosssssssssssssssss... Tiene... tiene... sang...


Pedro la asió de la cintura con celeridad antes de que cayera desplomada. Era la segunda vez que la sostenía entre sus brazos en menos de veinticuatro horas. Durante unos instantes, le miró su delicado rostro y finalmente, al ver al hombre en el suelo, la llevó hasta uno de los sillones.


Instantes después aparecieron en el comedor varios camareros.


—Llamen a una ambulancia —pidió Pedro. Luego miró a Tamara, la amiga de la joven, que se les acercaba y añadió—: Ocúpese de ella mientras yo me encargo de él.


Tamara asintió.


—Sí, señor.



MI DESTINO: CAPITULO 7




Cuando llegó al hotel, eran las siete menos diez. Rápidamente, se cambió de ropa en el vestuario frente a las taquillas, se puso su uniforme y corrió al restaurante, donde comenzó a servir desayunos mientras tarareaba la suave música que sonaba por los altavoces.


Su trabajo le gustaba, aunque a veces, cuando hacía algún extra como el de la noche anterior, al día siguiente estaba agotada.


—Buenos días...


Aquella voz la sacó de su ensimismamiento y, al mirar, se encontró con el guapo y apuesto hombre de la noche pasada. Pero ¿no le había dicho que no estaba alojado en el hotel?


Sin muchas ganas de confraternizar con nadie, Paula asintió con la cabeza y, aún molesta porque, en cierto modo, el día anterior él la había llamado fea en su cara, cogió una bandeja vacía y, sin mirar atrás, entró en las cocinas.


Allí se sentía a salvo. Pero cinco minutos después tuvo que salir.


Aquél era su trabajo y él continuaba sentado a la misma mesa que minutos antes. Lo miró de reojo. Estaba muy elegante, vestido con aquel traje oscuro, la camisa celeste y corbata. 


Demasiado elegante para su gusto. Él, al verla, se levantó y caminó hacia ella con decisión.


Sin querer darse por enterada de que iba a su encuentro, suspiró cuando oyó a su lado:
—Buenos días, Paula.


Incómoda por la familiaridad con que la trataba en el trabajo, murmuró:
—Buenos días, señor.


Sin más, se separó rápidamente de él. Tenía que seguir preparando mesas para los comensales, pero él la siguió y le preguntó:
—¿Has descansado?


—Sí, señor.


Al ver la distancia que la muchacha marcaba entre ellos, a pesar de que el comedor estaba prácticamente desierto, murmuró:
—Te he llamado por tu nombre. ¿Qué tal si me llamas por el mío?


—Señor, estoy trabajando y le rogaría que me dejara hacerlo.


Ahora era ella la que marcaba las distancias y con rapidez se separó de él, pero a los dos segundos ya volvía a tenerlo detrás. Tras comprobar que nadie los observaba, le siseó:
—¿Qué pasa? ¿Qué quiere ahora?


—¿No te permiten hablar con los huéspedes del 
hotel? —le preguntó divertido.


Con ganas de degollarlo, clavó sus ojos en él y murmuró:
—Mire, señor, dejemos algo claro: yo trabajo aquí y usted, al parecer, se aloja aquí. Creo que, con ese simple matiz, ya se lo he dicho todo. —Pedro sonrió y ella añadió—: Por lo tanto, una vez aclarado ese detalle, haga el favor de regresar a su mesa para que yo pueda seguir con lo que tengo que hacer o mi jefe de sala me llamará la atención y yo pagaré algo que usted ha iniciado.


—¿Cómo está tu herida del codo? —se interesó él haciendo caso omiso a su comentario.


—Bien.


—Pero, bien, ¿cómo?


—Y daleeeeeeeeeee... ¿Es que no me ha oído? —Y al ver que esperaba una contestación, agregó—: Está perfecta. Es usted perfecto curando... ¿Contento con la respuesta?


—Sí.


—Pues me alegro.


De nuevo se alejó de él. Se dirigía hacia las bandejas calientes para revisarlas cuando oyó:
—¿Por qué estás de tan mal humor?


«Dios mío, dame pacienciaaaaaaaaaaaaaa», pensó cerrando los ojos.


Y, cuando los abrió, sin mirarlo, insistió en que la dejara en paz al ver entrar a su jefe de sala en el restaurante.


—Haga el favor de regresar a su mesa, señor. Mi jefe acaba de entrar y no quiero líos. Si necesita cualquier cosa, pídamela y yo se la llevaré a la mesa encantada.


De nuevo se alejó, esta vez en dirección a las cocinas.


«¡Vaya un pesadito!»