lunes, 18 de mayo de 2020
MI DESTINO: CAPITULO 10
Al día siguiente, Paula se levantó y se marchó a trabajar; a pesar de la incertidumbre de si la despedirían, sintió cierto júbilo en su interior al llegar al hotel. Observar a aquel maduro hombre caminar por el establecimiento se había vuelto como una necesidad. Sólo con verlo sentía que el corazón le galopaba a toda mecha y, si encima la miraba, ya se quería morir de felicidad.
Sobrecogida, intentaba entender qué le ocurría.
No era su tipo. A ella le gustaban los chicos más jóvenes y, a ser posible, de su mismo rollo en vestimenta y gustos, y sobre todo divertidos y alocados... y aquél, de divertido y alocado, tenía lo que ella de monja de clausura.
La noche anterior, cuando llegó a su casa, había indagado sobre él en Google. Allí descubrió que el hotel pertenecía a su familia y que él era la tercera generación en regentarlo. Tenía treinta y seis años. Doce más que ella. Estaba recién separado de una rica heredera inglesa, no tenía hijos y había cursado nada menos que tres carreras universitarias, además de poseer otros hoteles en Inglaterra, Miami y California.
Saber todo aquello la acobardó. Nunca había conocido a nadie con tanto poder y, al recordar cómo lo había tratado con anterioridad, intuyó que tarde o temprano tendría problemas con él.
Pero, sin saber por qué, comenzó a fantasear con Pedro y eso la fastidió. ¿Por qué pensar en un hombre que era todo lo opuesto a ella?
De lo que ella no se había dado cuenta era de que él, cada mañana a la misma hora, se plantaba ante la cristalera del que fue el despacho de su padre para observar el aparcamiento donde Paula solía dejar el coche.
Le gustaba contemplarla cuando ella no se percataba y disfrutaba extraordinariamente con cada paso o cada gesto de la muchacha al reencontrarse con sus compañeros y sonreír.
Una vez que la veía entrar en el hotel, bajaba al restaurante y, pacientemente, esperaba a que ella apareciera en el comedor y, con su galantería habitual, le daba los buenos días. Ella le sonreía al verlo y después comenzaba a trabajar sumida en mil preguntas inquietantes.
Pedro, por su parte, buscó información sobre ella a través de la documentación que el hotel poseía. Saber que sólo tenía veinticuatro años le hizo entender su manera loca y desenfadada de vestir y de moverse, y el descaro que tenía al hablar. Comparándolo con él, ¡era una niña!
Cuando la veía llegar con los pantalones vaqueros caídos y las zapatillas de cordones de colores, le chirriaban los ojos, pero un extraño regocijo se instalaba en su interior y no podía dejar de buscarla con la mirada.
A la hora de la comida, bajó al restaurante a almorzar y allí, parapetado tras una cristalera, escuchó a la joven comentar a uno de sus compañeros que esa noche pensaba ir al cine con sus amigos. Cuando Paula pasó por su lado, la llamó.
—¡Señorita!
Al oír aquella voz, se encogió. Él.
Se dio media vuelta y lo miró.
—Sería tan amable de traerme una botella de vino tinto de Altos de Lanzaga de 2006 —pidió amablemente.
—Por supuesto, señor.
Con paso presuroso, se dirigió hacia donde tenían aquel maravilloso rioja español y regresó con él. Pedro extendió la mano para cogerlo y
ella le entregó la botella. Durante unos segundos, él miró la etiqueta y finalmente preguntó:
—¿Lo has probado?
Paula negó con la cabeza. Los vinos no la volvían loca; él continuó.
—Esta maravilla es fruto de unos viñedos de más de setenta años; en su proceso de elaboración, este vino ha sido altamente mimado para que se disfrute al beberlo.
Acalorada por aquellas simples palabras dirigidas al caldo, que ella se tomó como propias, asintió. Cuando él le devolvió la botella y ella estaba a punto de cogerla, le preguntó:
—He oído que esta noche quizá vayas al cine con unos amigos.
Sorprendida por su curiosidad, murmuró abriendo la botella para decantarla:
—Puede...
De pronto, el jefe de sala se acercó hasta ellos y, quitándole a la joven la valiosa botella de vino de las manos, le ordenó:
—Yo me ocuparé, Paula. Regresa a tu trabajo.
La chica asintió y, sin mirar a un ofuscado Pedro, se marchó. Debía continuar con sus tareas.
Aquella tarde, al salir del trabajo, la muchacha esperaba en la puerta del hotel fumándose un cigarrillo cuando oyó a sus espaldas:
—Fumar perjudica la salud.
Al volverse, sorprendentemente se encontró de nuevo con el hombre que no podía quitarse de la cabeza; ella, sin hablar, asintió. Cuanto menos
hablara con él, mejor.
Durante unos segundos ambos permanecieron callados, hasta que él añadió:
—¿Has acabado tu turno?
—Sí.
—¿Sabes qué película vas a ver?
Ella negó.
—No. Llegaremos a un consenso entre todos los colegas.
Pedro, algo jorobado por saber que ella se marchaba con sus amigos, fue a hablar cuando un coche con la música a toda leche paró ante ellos.
—Uoooolaaaa, Pau —saludó alegremente el Garbanzo desde el interior.
Ella sonrió y apagó el cigarrillo, y Pedro, sin dejar de escudriñar al chico que iba dentro del vehículo, preguntó con curiosidad:
—¿Qué le pasa en las orejas?
«Otro antiguo como mi madre», pensó resoplando y, sin contestar a su pregunta, se despidió.
—Hasta mañana, señor.
Pedro farfulló también una despedida y, ante sus ojos, aquel joven arrancó el vehículo y ella se marchó.
Para Pedro, perderla de vista era decepcionante, por lo que se dio la vuelta y decidió volver al trabajo. Para eso estaba en Madrid.
Esa tarde Paula lo pasó de muerte con sus amigos e intentó olvidarse de su encorsetado propietario de hotel, aunque no lo consiguió.
Aquel hombre tenía un magnetismo especial y fue incapaz de quitárselo de la cabeza. Se fueron a tapear por la plaza Mayor y, al final de la tarde, decidieron aparcar el cine e irse a tomar unas cervecitas a un local de unos colegas.
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