Después de colgar, Pedro se acercó a la ventana, pensativo. En el jardín de la casa, frente a su despacho, estaba Maria Pavia, la niñera que había contratado tras el accidente, sentada sobre una manta, cantándole a Sebastian.
Que una mujer pudiese olvidar a un marido del que estaba cansada era comprensible, aunque no muy halagador. ¿Pero cómo era posible que Paula hubiese olvidado a su hijo?
Tras él, una voz autoritaria interrumpió sus pensamientos:
—He oído lo suficiente como para saber que Paula está mejor.
Pedro se volvió para enfrentarse con su visitante. Con el pelo negro sujeto en un moño perfecto, un inmaculado vestido de color crudo y un collar de perlas al cuello, Celeste Alfonso podría haber pasado por una mujer de cuarenta y cinco años cuando en realidad estaba a punto de cumplir los sesenta.
—Pareces vestida para una fiesta, pero se supone que estás relajándote en la isla, madre.
—Estar fuera del ojo público en Pantelleria no es razón para no arreglarse... y no cambies de tema. ¿Qué te ha dicho el neurólogo?
—Que Paula ha salido del coma y espera que se recupere del todo.
—¿Entonces va a vivir?
—Intenta disimular tu desilusión —suspiró Pedro—. Después de todo, es la madre de tu nieto.
—Después de lo que ha pasado no entiendo por qué sigues defendiéndola.
—Pero ésa es la cuestión, madre, que no sabemos lo que ha pasado. De las dos personas que lo saben, una está muerta y la otra ha perdido la memoria.
—Ah, ése es su juego ahora, ¿no? Fingir que no recuerda nada, que no había intentado dejarte llevándose al niño —su madre hizo un gesto de desprecio—. ¡Qué conveniente para ella!
—Eso es una tontería y tú lo sabes. Paula no está en posición de hacer teatro y aunque así fuera, los médicos tienen demasiada experiencia como para no darse cuenta.
—¿Entonces tú crees en ese diagnóstico?
—Debo hacerlo y tú también.
—Me temo que no, hijo.
—Te aconsejo que lo pienses si quieres ser bienvenida en mi casa —replicó Pedro.
Celeste palideció.
—¡Soy tu madre!
—Y Paula sigue siendo mi mujer.
—¿Durante cuánto tiempo? ¿Hasta que decida volver a marcharse? ¿Hasta que un día descubras que Sebastian vive al otro lado del mundo y llama «papá» a otro hombre? Dime qué tengo que hacer para que veas qué clase de mujer es...
—Es la madre de mi hijo —la interrumpió él—. Y haz el favor de no repetir que no te parece una buena madre o una buena esposa.
—No tendré que hacerlo, Pedro. Paula te lo recordará enseguida.
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Los que, cuando preguntó qué le había pasado, sólo contestaban que había tenido un accidente de tráfico y que no debía preocuparse porque recuperaría la memoria tarde o temprano.
Y los que se negaban a decirle quién pagaba las facturas del hospital o enviaba las flores... todos salvo una joven auxiliar a quien se le había escapado que era «él» antes de que la jefa de enfermeras la fulminase con la mirada.
¿Quién era «él»?, quería preguntar Paula. Aunque sabía que no conseguiría respuestas.
—¿Puedo preguntar al menos dónde voy a ir cuando salga de aquí?
—Por supuesto —contestó la enfermera, adoptando el tono que usaría con un niño recalcitrante—. Al sitio en el que vivía antes, con gente que la quiere.
¿Dónde sería ese sitio y quién sería esa gente?, se preguntó Paula.
Unos días antes de que le diesen el alta los médicos le habían dicho que pasaría su convalecencia en un sitio llamado Pantelleria, del que ella nunca había oído hablar.
—¿Quién estará allí?
—Pedro Alfonso.
Tampoco había oído hablar de él.
—Su marido —dijo el médico entonces.
Y eso la había dejado sin habla.