miércoles, 25 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: EPILOGO




Cuatro meses después…


El tiempo era perfecto para el primer día de cosecha del manzanar Alfonso. Pequeñas nubes blancas salpicaban el cielo azul. La temperatura rondaba los veinte grados y el fuerte viento del día anterior se había convertido en una leve brisa fresca.


Y lo mejor de todo: Los campos que rodeaban la antigua casa de labor hervían de gente. Dolores se encargaba de pesar las manzanas, entreteniendo a la vez a los grupos de chicos que esperaban su turno, divertidos. Las mesas de la cata de la sidra estaban llenas y perfectamente atendidas por Ana, ya recuperada del todo, y por la charlatana Mattie. Mientras tanto, Henry y Bruno se dedicaban a vender los cestos de manzanas rojas y las jarritas de sidra casera de Pedro.


Pedro estaba en todas partes, respondiendo a las numerosas preguntas que le hacían sobre el cultivo ecológico de manzanas. Y Kiara y Mackie, los relaciones públicas oficiosos de la fiesta, correteaban sin cesar.


—Esto de las manzanas se le da muy bien a Pedro —comentó Bob Eggars, acercándose a donde estaba Paula.


—Lo sé. Mi marido es una constante fuente de sorpresas.


—¿Crees que lo echará de menos?


—Un poco, pero creo que será diferente de lo que le pasó con vosotros, los chicos de la Agencia. Y no pensamos vender el manzanar, sino dejar el negocio en manos de Henry y de Bruno. Seguiremos viniendo aquí por vacaciones y para ayudar con las cosechas.


—¿Qué te parece que Pedro vuelva a trabajar con nosotros?


—Mis sentimientos son contradictorios… No me gusta que ande por ahí enfrentándose a gente como Abigail Hoyt Harrington, pero sé lo importante que es para él ese oficio.


—Un oficio que podrá desempeñar sin restricciones ahora que su pierna está casi por completo curada. Y todo gracias a ti.


—Fue Pedro quien puso la fuerza de voluntad suficiente para soportar la operación de cirugía, la dolorosa recuperación y el proceso de rehabilitación —le recordó Paula—. Y eso que sólo había un cincuenta por ciento de posibilidades de que pudiera recuperar la movilidad completa de la pierna.


—Cierto, pero tú estuviste a su lado en cada momento. No me extraña que piense que eres lo mejor que se ha inventado desde el análisis del ADN.


—¿Desde el análisis del ADN? ¡Vaya, esa frase suena tan a FBI…! Pero yo no he renunciado a mi trabajo, sólo lo he pospuesto. Un día de estos volveré a la universidad, claro está. Por cierto, yo animé a Pedro a que se sometiera a la operación, pero no tuve que insistir. Pedro Alfonso no es de los que reciben órdenes.


—Ya lo sé. Supongo que fue por eso por lo que dejó el FBI. Demasiadas reglas. Pero ha madurado mucho desde entonces. La Agencia es muy afortunada de poder volver a contar con él.


—Y hablando de la Agencia, ¿qué es lo último que se sabe del proceso judicial contra Abigail?


—Los jueces están escandalizados. No es para menos, tratándose de una pediatra que asesinaba bebés.


—Y enterró al menos a uno vivo.


—Ese acto fue el que selló su destino, aunque incluso Wesley dice que se trató de un accidente. El niño sufría ataques de epilepsia casi constantemente, y cuando cayó en coma después de uno particularmente grave, las guardianas lo dieron por muerto. Cuando llamaron a Abigail, ella les dijo que lo enterraran.


Paula sacudió la cabeza.


—Irresponsabilidad a todos los niveles. Así era Meyers Bickham. Con un guardia de seguridad que se dedicaba a enterrar niños en el sótano.


—Hasta que dio la casualidad de que tus amigas y tú bajasteis al sótano la noche en que enterraron a aquel bebé, el único que fue emparedado vivo. Porque no hubo más. Si no hubieras escuchado sus gritos, quizá nadie habría descubierto jamás que todos esos cuerpos estaban allí.


Pedro dice que Abigail fue la instigadora de todo el asunto, al falsificar las fichas de adopción.


—Pero Claudio Arnold le siguió el juego, y también el senador Marcos Hayden y su esposa Sheila, que en aquel tiempo también estaban trabajando allí —repuso Bob—. Al parecer formaban todo un equipo. Un equipo sin escrúpulos.


—Y todos prosperaron. Uno se convirtió en senador, el otro en juez federal y Abigail en una profesional de prestigio.


Pedro se acercó en ese momento y le rodeó los hombros con un brazo, acariciándole el vientre levemente hinchado con la otra.


—Parecéis los dos un poco tristes. Espero que no le estés llenando a mi esposa la cabeza con esos cuentos de horror del FBI.


—¿Yo? —Bob simuló una expresión de estupor—. ¡Si sólo le estaba pidiendo la receta de su tarta de manzana!


—¡No me digas!


—En realidad estamos hablando de cómo la sociedad suele recompensar la miseria y la depravación moral… —le explicó Paula—. Como evidentemente sucedió con Marcos Hayden, Abigail Harrington y Claudio Arnold.


—Todo depende de cómo se mida el éxito social. Dudo que cualquiera de esos tres, haya sido tan feliz como lo soy yo en este mismo momento, con una esposa que no me la merezco, una hija adorable y un hijo en camino. Y durmiendo cada noche con la conciencia tranquila, sabiendo que no he vendido mi alma por unos pocos dólares.


—Visto de esa manera, la ambición del éxito social a cualquier precio puede convertirse en el máximo fracaso. Esa es la moraleja de esta historia.


—Por cierto, ¿qué tal va la instrucción del juicio? —preguntó Pedro.


—Abigail es con mucho la que acumula más cargos. Dejó morir a aquellos bebés que luego fueron enterrados en el sótano, al privarlos de la asistencia médica adecuada. Y fue ella quien pagó a los sicarios que acabaron con el juez Arnold.


—Pero Pedro dijo que fue el juez Arnold quien atacó a Ana.


—Sí, contratando a un tipo para que lo hiciera. El problema es que no hizo bien los deberes que le dictó Abigail. Creyó que todavía seguías viviendo en el apartamento, y quiso darte un buen susto para que te mantuvieras callada, al igual que haría después en Dahlonega en el servicio de señoras, cuando te siguió a ti y a Pedro. Luego, al parecer, se asustó tanto que se planteó la posibilidad de contarlo todo. Fue entonces cuando Abigail se lo quitó de en medio. Además, también estamos jugando con la posibilidad de que asesinara a una de las antiguas guardianas de Meyers Bickham, que falleció hace unos años en su casa, víctima de un sospechoso incendio.


—¿Nicolas Wesley estuvo en todo momento conchabado con ella? —quiso saber Paula.


—Desde luego, sabía lo de los bebés, ya que los enterraba él mismo. Abigail y Claudio compraron su silencio ayudándole a que lo eligieran sheriff. Cuando los cadáveres fueron encontrados, su objetivo fue borrar todas las huellas que pudieran incriminarlos hasta que el FBI se hiciera cargo de la investigación. Creo que seguía empeñado en aquella tarea cuando Abigail le ordenó que matara a Pedro. Pero el tipo se arrepintió en ese momento, y lo llamó precisamente para avisarlo…


—Bueno, ya basta de hablar de estas cosas —lo interrumpió Pedro, besando a Paula en la nuca.


—Al final no me he enterado de la receta de la tarta de manzana —se quejó Bob, y todos se echaron a reír.


Poco después se alejaba hacia la mesa de la cata de la sidra.


—Ya no estás nerviosa, ¿verdad? —le preguntó, una vez que se quedaron solos.


—Un poco —admitió—. No he visto a Jesica ni a Daphne, que ahora se llama Carolina, en veinte años. ¿Y si hemos cambiado tanto que nos quedamos mirándonos como tontas, sin saber qué decirnos? ¿Y si ni siquiera podemos llegar a imaginar por qué alguna vez fuimos tan amigas?


—¿Tú, Paula Chaves, quedándote sin palabras? Me cuesta creerlo.


—De todas formas, quizá el hecho de invitarlas hoy aquí haya sido un completo desastre.


—Un completo desastre, no. Por lo menos nos comprarán manzanas…


—¡Miserable…! —se volvió para darle un puñetazo de broma, pero Pedro la estrechó en sus brazos y la besó.


Todavía seguía aturdida por el efecto del beso cuando Pedro le susurró al oído:
—No mires ahora, pero creo que tus amigas acaban de llegar.


Paula se giró en redondo, mirando fijamente a las dos parejas que caminaban hacia ellos: Jesica y Carolina con sus respectivos maridos, Carlos y Samuel. Incluso aunque no hubiera recibido las fotos que les enviaron por correo electrónico, las habría reconocido en cualquier parte…


Mientras corría hacia ellas, sus anteriores dudas se desvanecieron de golpe. Se abrazaron, chillando y riendo a carcajadas como si tuvieran de nuevo diez años. Se abrazaban como hicieron aquella noche en el lóbrego sótano de Meyers Bickham, pero sin el terror de aquel entonces.


Tres amigas del orfanato que se habían reencontrado en un mundo hermoso y rebosante de amor. En aquel instante, Paula tuvo la irreprimible sensación de que sobre sus cabezas, un pequeño ángel que antaño había llorado en un oscuro y frío sótano las estaba mirando, sonriente.


La justicia, la amistad y el milagro del amor habían acallado por fin su llanto.


Fin




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