miércoles, 25 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: EPILOGO




Cuatro meses después…


El tiempo era perfecto para el primer día de cosecha del manzanar Alfonso. Pequeñas nubes blancas salpicaban el cielo azul. La temperatura rondaba los veinte grados y el fuerte viento del día anterior se había convertido en una leve brisa fresca.


Y lo mejor de todo: Los campos que rodeaban la antigua casa de labor hervían de gente. Dolores se encargaba de pesar las manzanas, entreteniendo a la vez a los grupos de chicos que esperaban su turno, divertidos. Las mesas de la cata de la sidra estaban llenas y perfectamente atendidas por Ana, ya recuperada del todo, y por la charlatana Mattie. Mientras tanto, Henry y Bruno se dedicaban a vender los cestos de manzanas rojas y las jarritas de sidra casera de Pedro.


Pedro estaba en todas partes, respondiendo a las numerosas preguntas que le hacían sobre el cultivo ecológico de manzanas. Y Kiara y Mackie, los relaciones públicas oficiosos de la fiesta, correteaban sin cesar.


—Esto de las manzanas se le da muy bien a Pedro —comentó Bob Eggars, acercándose a donde estaba Paula.


—Lo sé. Mi marido es una constante fuente de sorpresas.


—¿Crees que lo echará de menos?


—Un poco, pero creo que será diferente de lo que le pasó con vosotros, los chicos de la Agencia. Y no pensamos vender el manzanar, sino dejar el negocio en manos de Henry y de Bruno. Seguiremos viniendo aquí por vacaciones y para ayudar con las cosechas.


—¿Qué te parece que Pedro vuelva a trabajar con nosotros?


—Mis sentimientos son contradictorios… No me gusta que ande por ahí enfrentándose a gente como Abigail Hoyt Harrington, pero sé lo importante que es para él ese oficio.


—Un oficio que podrá desempeñar sin restricciones ahora que su pierna está casi por completo curada. Y todo gracias a ti.


—Fue Pedro quien puso la fuerza de voluntad suficiente para soportar la operación de cirugía, la dolorosa recuperación y el proceso de rehabilitación —le recordó Paula—. Y eso que sólo había un cincuenta por ciento de posibilidades de que pudiera recuperar la movilidad completa de la pierna.


—Cierto, pero tú estuviste a su lado en cada momento. No me extraña que piense que eres lo mejor que se ha inventado desde el análisis del ADN.


—¿Desde el análisis del ADN? ¡Vaya, esa frase suena tan a FBI…! Pero yo no he renunciado a mi trabajo, sólo lo he pospuesto. Un día de estos volveré a la universidad, claro está. Por cierto, yo animé a Pedro a que se sometiera a la operación, pero no tuve que insistir. Pedro Alfonso no es de los que reciben órdenes.


—Ya lo sé. Supongo que fue por eso por lo que dejó el FBI. Demasiadas reglas. Pero ha madurado mucho desde entonces. La Agencia es muy afortunada de poder volver a contar con él.


—Y hablando de la Agencia, ¿qué es lo último que se sabe del proceso judicial contra Abigail?


—Los jueces están escandalizados. No es para menos, tratándose de una pediatra que asesinaba bebés.


—Y enterró al menos a uno vivo.


—Ese acto fue el que selló su destino, aunque incluso Wesley dice que se trató de un accidente. El niño sufría ataques de epilepsia casi constantemente, y cuando cayó en coma después de uno particularmente grave, las guardianas lo dieron por muerto. Cuando llamaron a Abigail, ella les dijo que lo enterraran.


Paula sacudió la cabeza.


—Irresponsabilidad a todos los niveles. Así era Meyers Bickham. Con un guardia de seguridad que se dedicaba a enterrar niños en el sótano.


—Hasta que dio la casualidad de que tus amigas y tú bajasteis al sótano la noche en que enterraron a aquel bebé, el único que fue emparedado vivo. Porque no hubo más. Si no hubieras escuchado sus gritos, quizá nadie habría descubierto jamás que todos esos cuerpos estaban allí.


Pedro dice que Abigail fue la instigadora de todo el asunto, al falsificar las fichas de adopción.


—Pero Claudio Arnold le siguió el juego, y también el senador Marcos Hayden y su esposa Sheila, que en aquel tiempo también estaban trabajando allí —repuso Bob—. Al parecer formaban todo un equipo. Un equipo sin escrúpulos.


—Y todos prosperaron. Uno se convirtió en senador, el otro en juez federal y Abigail en una profesional de prestigio.


Pedro se acercó en ese momento y le rodeó los hombros con un brazo, acariciándole el vientre levemente hinchado con la otra.


—Parecéis los dos un poco tristes. Espero que no le estés llenando a mi esposa la cabeza con esos cuentos de horror del FBI.


—¿Yo? —Bob simuló una expresión de estupor—. ¡Si sólo le estaba pidiendo la receta de su tarta de manzana!


—¡No me digas!


—En realidad estamos hablando de cómo la sociedad suele recompensar la miseria y la depravación moral… —le explicó Paula—. Como evidentemente sucedió con Marcos Hayden, Abigail Harrington y Claudio Arnold.


—Todo depende de cómo se mida el éxito social. Dudo que cualquiera de esos tres, haya sido tan feliz como lo soy yo en este mismo momento, con una esposa que no me la merezco, una hija adorable y un hijo en camino. Y durmiendo cada noche con la conciencia tranquila, sabiendo que no he vendido mi alma por unos pocos dólares.


—Visto de esa manera, la ambición del éxito social a cualquier precio puede convertirse en el máximo fracaso. Esa es la moraleja de esta historia.


—Por cierto, ¿qué tal va la instrucción del juicio? —preguntó Pedro.


—Abigail es con mucho la que acumula más cargos. Dejó morir a aquellos bebés que luego fueron enterrados en el sótano, al privarlos de la asistencia médica adecuada. Y fue ella quien pagó a los sicarios que acabaron con el juez Arnold.


—Pero Pedro dijo que fue el juez Arnold quien atacó a Ana.


—Sí, contratando a un tipo para que lo hiciera. El problema es que no hizo bien los deberes que le dictó Abigail. Creyó que todavía seguías viviendo en el apartamento, y quiso darte un buen susto para que te mantuvieras callada, al igual que haría después en Dahlonega en el servicio de señoras, cuando te siguió a ti y a Pedro. Luego, al parecer, se asustó tanto que se planteó la posibilidad de contarlo todo. Fue entonces cuando Abigail se lo quitó de en medio. Además, también estamos jugando con la posibilidad de que asesinara a una de las antiguas guardianas de Meyers Bickham, que falleció hace unos años en su casa, víctima de un sospechoso incendio.


—¿Nicolas Wesley estuvo en todo momento conchabado con ella? —quiso saber Paula.


—Desde luego, sabía lo de los bebés, ya que los enterraba él mismo. Abigail y Claudio compraron su silencio ayudándole a que lo eligieran sheriff. Cuando los cadáveres fueron encontrados, su objetivo fue borrar todas las huellas que pudieran incriminarlos hasta que el FBI se hiciera cargo de la investigación. Creo que seguía empeñado en aquella tarea cuando Abigail le ordenó que matara a Pedro. Pero el tipo se arrepintió en ese momento, y lo llamó precisamente para avisarlo…


—Bueno, ya basta de hablar de estas cosas —lo interrumpió Pedro, besando a Paula en la nuca.


—Al final no me he enterado de la receta de la tarta de manzana —se quejó Bob, y todos se echaron a reír.


Poco después se alejaba hacia la mesa de la cata de la sidra.


—Ya no estás nerviosa, ¿verdad? —le preguntó, una vez que se quedaron solos.


—Un poco —admitió—. No he visto a Jesica ni a Daphne, que ahora se llama Carolina, en veinte años. ¿Y si hemos cambiado tanto que nos quedamos mirándonos como tontas, sin saber qué decirnos? ¿Y si ni siquiera podemos llegar a imaginar por qué alguna vez fuimos tan amigas?


—¿Tú, Paula Chaves, quedándote sin palabras? Me cuesta creerlo.


—De todas formas, quizá el hecho de invitarlas hoy aquí haya sido un completo desastre.


—Un completo desastre, no. Por lo menos nos comprarán manzanas…


—¡Miserable…! —se volvió para darle un puñetazo de broma, pero Pedro la estrechó en sus brazos y la besó.


Todavía seguía aturdida por el efecto del beso cuando Pedro le susurró al oído:
—No mires ahora, pero creo que tus amigas acaban de llegar.


Paula se giró en redondo, mirando fijamente a las dos parejas que caminaban hacia ellos: Jesica y Carolina con sus respectivos maridos, Carlos y Samuel. Incluso aunque no hubiera recibido las fotos que les enviaron por correo electrónico, las habría reconocido en cualquier parte…


Mientras corría hacia ellas, sus anteriores dudas se desvanecieron de golpe. Se abrazaron, chillando y riendo a carcajadas como si tuvieran de nuevo diez años. Se abrazaban como hicieron aquella noche en el lóbrego sótano de Meyers Bickham, pero sin el terror de aquel entonces.


Tres amigas del orfanato que se habían reencontrado en un mundo hermoso y rebosante de amor. En aquel instante, Paula tuvo la irreprimible sensación de que sobre sus cabezas, un pequeño ángel que antaño había llorado en un oscuro y frío sótano las estaba mirando, sonriente.


La justicia, la amistad y el milagro del amor habían acallado por fin su llanto.


Fin




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 65




Transcurrieron varias horas antes de que pudieran regresar a casa de Pedro. De camino se detuvieron en una clínica. El médico de guardia le curó a Paula los arañazos de rata que tenía en los brazos y piernas, y le administró un antibiótico contra posibles infecciones.


Afortunadamente, las heridas eran minúsculas y la ropa la había protegido bien. El médico también se ocupó de Kiara. La habían sedado nada más sacarla de la sala de espera del hospital. Adormilada, se había despertado precisamente en la sala de curas, de buen humor y felizmente inconsciente del peligro que había corrido.


En aquel momento se había vuelto a dormir. Pedro entró en la casa con ella en brazos y entre los dos la acostaron. Después de darle un beso de buenas noches, salieron sigilosamente de la habitación.


En el mismo pasillo, se abrazaron. Faltaba muy poco para que amaneciera y sabía que estaba cansada, pero Pedro necesitaba decirle algunas cosas. Y que ella las escuchara.


—Hoy te has portado como una valiente. La mujer más valiente del mundo.


—No quería serlo. Yo sólo quería escapar…


—Pues hiciste lo que tenías que hacer. No solamente te enfrentaste con tu pasado, sino que te mantuviste firme a pesar de todo. Sólo siento haberte fallado. Falté a mi promesa de protegerte.


—No habrías podido evitarlo. Es como si todo hubiera estado destinado a suceder. Como si me hubiera estado reservado desde aquella noche, cuando oí el llanto del bebé. Hasta que me encontré cara a cara con la verdad.


—Quedarte encerrada en aquella bodega debió ser horrible…


—No más que las pesadillas con las que conviví durante veinte años.


—Espero de todo corazón que nunca más vuelvas a tenerlas.


—Yo confío en ello. Es más, creo que finalmente el llanto de aquel bebé cesará por completo —se apartó para mirarlo detenidamente—. ¿Y tú, Pedro? ¿Serás capaz tú también de dejar atrás el pasado y seguir adelante con tu propia vida?


Pedro soltó un profundo suspiro, consciente de que aquel era el momento de la verdad y que tenía que ser absolutamente sincero.


—Creo que jamás me perdonaré a mí mismo por haber permitido que la hija de María fuera asesinada. Eso es algo que no se puede olvidar. Pero lo de la vida de ermitaño ha terminado. Ahora quiero mirar hacia el futuro.


Hacía tan sólo unos minutos, Paula se había sentido tan cansada que apenas había podido andar. Pero ahora no.


No estaba muy segura de la naturaleza de su relación, pero sabía que amaba a Pedro y que aquel era el momento que siempre había esperado.


Se puso de puntillas y le dio un beso antes de mirarlo fijamente a los ojos.


Incluso a la débil luz del pasillo, podía ver algo distinto en ellos. Menos tristeza. Pero su mirada era tan atractiva y magnética como siempre.


—Ya sé que estás cansada, Paula.


—No tanto. Vamos a la cama, Pedro. Necesito pasar esta noche en tus brazos. Una noche para sentirte. Y para no pensar ni en Meyers Bickham, ni en los fantasmas del pasado.


—Que sean mejor un millón de noches. 
Concédeme a mí ese deseo.


—¿Sabes lo que me estás pidiendo, Pedro? —inquirió, estremecida.


—Sí, sé exactamente lo que te estoy pidiendo y lo que quiero. Te quiero a ti y a Kiara.


—Te complicaremos la vida.


—Eso espero. Quiero complicaciones. Responsabilidades. Y amor.


—Pues lo vas a tener. Puedes estar seguro…


Pedro la levantó en brazos y la llevó a la cama para inaugurar la primera de aquel millón de noches. Cuando volvió a besarla, Paula comprendió que la maldición de Meyers Bickham había terminado. Y que una vida entera de amor estaba a punto de comenzar.



martes, 24 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 64




Pedro condujo como un loco rumbo hacia el Norte, hasta que al fin llegó al condado del Noroeste de Georgia donde Nicolas Wesley era sheriff. No sabía por qué había ido allí. La policía del estado llevaba tres horas peinando la zona y el sheriff no había aparecido por ninguna parte.


Aparcó en una gasolinera para rellenar el depósito. Estaba a punto de volver a subir a la moto cuando sonó su móvil.


—¿Diga?


—Ella está en Meyers Bickham.


—¿Wesley?


—Sí. Será mejor que lleves cuidado. Dudo que salgas vivo, pero la elección es tuya.


—¿Quién…?


Pero la llamada se cortó. Meyers Bickham. 


Probablemente se trataba de alguna especie de juego sádico, de consecuencias mortales. Pero no tenía otro remedio. Y estaba cerca. Muy cerca. Era casi como si el destino lo hubiera atraído hasta aquel lugar.


Sólo que hacía hora y media que la policía del estado había revisado precisamente la zona de Meyers Bickham. Deberían haber visto algo si Paula o Kiara habían estado allí… Aun así, llamó a Bob Eggars para darle el aviso. Su antiguo jefe prometió mandarle refuerzos. Sin perder el tiempo arrancó de nuevo y salió disparado hacia el antiguo orfanato. Sabía que se dirigía hacia una trampa. Pero no le importaba si eso significaba alguna posibilidad, por mínima que fuera, de salvar a Paula y a Kiara.


Nada más llegar, apagó el motor y continuó a pie entre los árboles. De repente distinguió el capó de un coche, iluminado por la luna. Había una furgoneta negra al lado. Ambos vehículos se encontraban a unos treinta metros de distancia. 


Aceleró el paso, maldiciendo su cojera. Fue entonces cuando oyó el grito. Un chillido que le desgarró el corazón como si le hubieran clavado cien cuchillos en el pecho.


El grito no procedía del lugar donde estaban aparcados los vehículos, sino de la dirección opuesta. A unos veinte metros descubrió el resplandor de una luz. Ocultándose entre los árboles, se acercó lo suficiente para distinguir a dos hombres en la ladera de una colina, provistos de linternas y pistolas.


Caminaban hacia él. Antes de que continuaran avanzando, Pedro salió de entre las sombras:
—Levantad las manos y soltad las armas si no queréis morir ahora mismo.


Uno de ellos se negó a obedecer. De un certero disparo, Pedro lo obligó a soltar la pistola antes de que tuviera posibilidad de apuntarle. El hombre aulló y se puso a dar pequeños saltos, agarrándose la mano herida y maldiciendo a voz en grito. El otro dejó caer su arma al suelo y se la acercó a Pedro con el pie.


—Bien hecho. Ahora tenéis dos segundos para decirme dónde está Paula antes de que apriete el gatillo.


—Está en la vieja bodega —masculló uno de ellos—. Colina arriba.


Pedro recogió las dos pistolas y salió corriendo hacia allí mientras un segundo grito cortaba el aire de la noche. Agarró la puerta y tiró con fuerza. Estaba cerrada con llave. Y probablemente la llave la tendrían aquellos tipos, que a punto estarían de subir a sus vehículos.


No esperó a escuchar otro grito. Disparó en ángulo contra la cerradura, evitando que la bala atravesase la puerta. Nada más abrirla, golpeó a una enorme rata que se había encaramado al hombro de Paula y la sacó a toda prisa de la bodega.


—No he vuelto a ver a Kiara desde que me secuestraron en el hospital —le informó, apresurada—. Tenemos que encontrarla, Pedro. ¡Tenemos que encontrarla ahora! ¡Ya!


—¿Tienes alguna idea de dónde puede estar?


—No.


—Entonces salgamos de aquí.


—No lo creo.


Pedro se giró en redondo para encontrarse de bruces con el cañón de una pistola plateada.


—Bienvenido a la fiesta, señor Alfonso. Es una pena que no se fijara en mí cuando llegó hasta aquí y desarmó a mis hombres. Estaba haciendo mis necesidades. Qué oportuno por mi parte, ¿no le parece?


—Desde luego. Ahora… ¿Por qué no baja esa pistola y se rinde, dado que sus dos subordinados han salido corriendo dejándola sola?


—Me temo que eso no redundaría en mi interés. Veo que ha destrozado la cerradura de la puerta de la bodega, señor Alfonso. Ahora no tendré más opción que matarlo de un tiro. Aunque creo que tú deberías ser la primera, Paula. De esa manera tu amante tullido te verá morir…


«Ahora o nunca», se dijo Pedro. De ninguna manera podía quedarse de brazos cruzados, esperando a que los mataran. La miró a los ojos.


Evidentemente quería matarlos, pero también distinguió un brillo de incertidumbre. Tenía que hacer que siguiera hablando. Luego empujaría a Paula al suelo y echaría mano de su pistola.


—¿Por qué mató al juez Arnold?


—Porque era un maldito cobarde incapaz de mantener la boca cerrada.


Por el rabillo del ojo, Pedro captó el movimiento de una gran rata gris. Había escapado de la bodega y se estaba acercando al pie de Paula.


—Ni se te ocurra moverte. Al menor movimiento, te mato.


Pero Paula negó con la cabeza, justo en el instante en que la rata trepaba a su pie.


—Lo dudo, Abigail.


Lanzó una patada y la rata salió volando hasta caer en la cara de Abigail. Pedro se lanzó delante de Paula justo en el instante en que la mujer hacía fuego. Por suerte no pudo apuntar bien, ocupada como estaba en quitarse el animal de encima. La bala se estrelló en la puerta de la bodega.


Abigail soltó la pistola, que se apresuró a recoger Paula. Levantándose de un salto, le apuntó a la cabeza. Para entonces la rata ya la había soltado y se alejaba corriendo.


—Esta es mi chica —pronunció Pedro, admirado.


—Yo no soy una asesina… Pero si no quieres que apriete ahora mismo el gatillo, será mejor que hables, y rápido. ¿Dónde está mi hija?


—Hay una niña pelirroja que se parece mucho a usted durmiendo en la parte trasera del coche que está aparcado más abajo.


Los tres se volvieron al escuchar la voz.


—Ya era hora de que vinieras, Bob.


—¿Ha visto a Kiara? ¿Se encuentra bien?


Paula le entregó el arma a Pedro antes de salir corriendo hacia el coche.


—Déjala —le dijo Bob a Pedro al ver que se disponía a seguirla—. He revisado el pulso de la niña. Se encuentra perfectamente, sólo está dormida. Además, los refuerzos ya están llegando.


Pedro distinguió las luces entre los árboles.


—Parece que has estado muy ocupado por aquí… —comentó su antiguo jefe en tono de broma, mientras sacaba sus esposas.


—He tenido algunos problemas con las ratas. Ésta que camina a dos patas es culpable del asesinato de un juez y de un número indefinido de niños. No sé qué más ha hecho, pero ya con esto basta para que se pase el resto de su vida en la cárcel.


—Su amigo el sheriff probablemente le hará compañía durante unos cuantos años.


—Si es que lo encuentras…


—Me llamó justo después que tú. Está arrepentido y dispuesto a contarlo todo a cambio de una sentencia más benévola. Mira, ahí llega Bilks. Anda, vete de aquí, que ya nos ocupamos nosotros… —le sugirió, mientras esposaba a Abigail.


La mujer soltó una retahíla de insultos.


—Toda tuya —pronunció Pedro antes de alejarse.





ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 63




—Espera un momento. He vuelto a oír ese ruido —dijo Jesica—. Y no es una rata.


—Yo también lo he oído. Viene de aquella pared.


—Es un bebé. Un bebé fantasma.


—Tomémonos de las manos —dijo Paula.


Se tomaron de las manos, pero el bebé seguía llorando. Y no parecía ningún fantasma.


—Es un bebé de verdad.


—Tengo miedo. Quiero volver a mi habitación.


—Tomémonos de las manos con fuerza —insistió Paula—. Con mucha fuerza, formando un círculo. Los fantasmas no pueden romper un círculo de amigas.


Los recuerdos volvieron, tan claros como si todo aquello estuviera sucediendo en aquel preciso instante. Jesica y Daphne estaban a su lado. 


Las tres habían bajado al sótano después de que se apagaran las luces, y había sido justo en aquel momento cuando oyeron el llanto del bebé fantasma. Si lo hubiera recordado antes, tanto Pedro como ella habrían buscado a sus amigas para preguntarles al respecto…


Pero aún recordó más. Jesica y Daphne no habían visto la procesión. Eso había ocurrido otra noche…


—Es nuestra última noche juntas —dijo Jesica—. No quiero marcharme. No quiero irme a una casa de acogida. Quiero quedarme con vosotras.


—No puedes quedarte conmigo —objetó Daphne—. Yo no estaré aquí. Ellos no quieren que siga. Me iré a la Casa de las Niñas de la Gracia, que no sé dónde está. Allí probablemente me odiarán. No tendré amigas.


—Y yo me marcharé de aquí —terció Paula—. Me fugaré.


—No lo hagas, Paula. Te agarrarán y te lo harán pasar muy mal. Prométeme que no lo harás.


—Yo no les tengo miedo a esas viejas guardianas. No le tengo miedo a nada.


—Pero tenías miedo aquella noche, cuando oíste llorar al bebé fantasma —le recordó Jesica.


—Pero no huyó —apuntó Daphne—. Consiguió que nos quedáramos allí y nos tomáramos de las manos, y tenía razón. Nada puede romper un círculo de amigas. Prometamos ahora mismo ser amigas para siempre.


—¡Atención, oigo algo! —exclamó Daphne—. Y no es un bebé fantasma.


Paula escuchó unas voces hablando por lo bajo, y el paso de una rata correteando por el suelo.


—Son fantasmas. Sé que son fantasmas. Vienen a por nosotras porque hemos infringido las reglas…


—Yo me vuelvo —dijo Daphne—. Yo no soy tan valiente como tú, Paula. Tengo miedo.


—Vuelve con nosotras —le suplicó Jessica—. ¡Vuelve con nosotras!


Pero Paula no se movió. Se quedó donde estaba, viendo alejarse a sus amigas. Porque sus amigas se marcharían, dejándola atrás. 


Porque ella tendría que quedarse en Meyers Bickham.


No le importaban los fantasmas. No le importaba que se la llevaran. Cualquier cosa sería mejor que quedarse en Meyers Bickham sin sus amigas. Cualquier cosa sería mejor que quedarse tan horriblemente sola… Otra vez.


Aunque ya estaba sola. Y los fantasmas se estaban acercando. En fila de a uno. Tres parecían llevar su ropa para lavar, aunque eso era absurdo. Se quedó allí, agazapada entre las sombras, observando, esperando a que la agarrasen y le hiciesen lo que solían hacer a los vivos cuando los sorprendían en su mundo.


Una rata le rozó un pie y la ahuyentó de una patada. Uno de los fantasmas se volvió hacia ella y la enfocó con su linterna. La habían visto. 


Ahora sí que se la iban a llevar.


Corrió sin detenerse hasta que subió las escaleras y se encontró de nuevo en su cama. 


Pero era demasiado tarde. Los fantasmas la habían visto y un día volverían a por ella… Para arrastrarla para siempre a aquel frío y oscuro sótano. Aquel día había llegado.



****

—Sacadla de allí —ordenó Abigail—. A Paula le tengo reservado un destino mucho mejor.


Uno de los hombres bajó por la pendiente y la obligó a subir a empujones.


—Así que eras tú… —pronunció Paula, acercándose a ella—. Tú me descubriste aquella noche y luego me convenciste de que todo había sido una pesadilla.


—Debiste haber dejado el asunto tal cual, Paula. Lo único que tenías que hacer era callar.


—No te saldrás con la tuya. Pedro Alfonso te descubrirá. Él te las hará pagar todas juntas.


—Eso es lo mejor de todo, Paula. Él también morirá. Nicolas Wesley se encargará de él.


Paula tropezó con un ladrillo suelto y cayó de rodillas. Abigail se cernía sobre ella, con una pistola plateada en la mano. Sus sicarios también iban armados. El falso policía se acercó a ella y le puso el cañón de su arma en la nuca. Iban a asesinarla, a no ser que encontrara alguna forma de escapar. Eran tres contra uno. 


Tenía todas las apuestas en contra.


De repente, el haz de una linterna enfocó la puerta de una antigua bodega tradicionalmente utilizada como almacén, colina arriba. Ya la conocía. Era negra como la noche y olía a tierra putrefacta. Si la encerraban allí, tardaría días en morir. Sin comida, ni agua, sólo… Grandes ratas grises.


Se abalanzarían sobre ella. Le morderían, le arrancarían la carne… Y agonizaría durante días, llorando, llorando…


De repente fue como si todo se aclarara de golpe.


—No había un bebé fantasma llorando detrás de aquellos muros, ¿verdad, Abigail? Era un bebé… Emparedado vivo.


Y ahora iban a matarla a ella de la misma manera. Nunca volvería a ver a Kiara. Ni a Pedro. Jamás llegaría a confesarle que lo amaba.


—Abrid la puerta —ordenó Abigail.


Uno de sus ayudantes así lo hizo, mientras el otro empujaba a Paula escalones abajo. Cuando las enfocó con la linterna, las ratas se apartaron, corriendo en círculos.


Sin duda alguna Abigail las había colocado allí como castigo. Pedro había tenido razón todo el tiempo. Aquel asunto había sido mucho más que un problema de desvío de dinero público y tumbas anónimas.


—Tú no solamente enterraste a esos niños, Abigail. Los asesinaste. ¿Qué clase de monstruo repugnante eres?


—Yo no los maté. Simplemente los dejé morir. Era lo mejor para ellos.


—¿Cómo puedes decir eso? Tú eres médico.


—Tú precisamente deberías comprenderlo mejor que nadie, Paula. Estaban condenados. Nadie quería adoptarlos. Nadie los quería.


—Tampoco nadie me quería a mí, Abigail. Pero yo quería vivir.


—Nadie nos quería a los dos, cierto, pero ni tú ni yo estábamos condenadas. No teníamos lesiones, ni minusvalías. Pero ahora nada de eso importa. Baja esos escalones, Paula. Tu tumba está esperando. ¿O prefieres que te metamos a la fuerza?


—A Kiara no le hagas nada, Abigail, te lo suplico. Ella no sabe nada que pueda perjudicarte, así que no le hagas nada… Por favor, no le hagas nada…


—Baja los escalones.


No tuvo tiempo de dar ni un paso, porque la arrojaron a la bodega de un violento empujón. 


Las ratas empezaron a rondarla. No tardarían en saltar sobre ella, acosándola…


Sintió la primera mordedura en una pierna.


Y chilló. Chilló tan alto que apenas oyó el estruendo de la puerta al cerrarse, dejándola en la más absoluta oscuridad.


Pedro la encontraría. Estaba seguro de ello. Nicolas Wesley no acabaría con él. La encontraría, desde luego… Sólo que para entonces ya sería demasiado tarde.