viernes, 6 de marzo de 2020
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 9
Era como la escena de una película de terror. La única diferencia estribaba en la mirada interrogante de Pedro. Paula atrajo a Kiara hacia sí, protegiéndola con su cuerpo.
—¿Qué está haciendo usted aquí?
Se detuvo, mirándola fijamente.
—Limpiando de hierbas el sendero, para que no le cueste tanto caminar por él. ¿Qué creía que estaba haciendo?
—No lo sé. Me ha asustado. No me gusta que se me acerquen sigilosamente, sin hacer ruido.
—No era esa mi intención, sino desbrozar el sendero y reforzar un poco esa pasarela. Pero me marcharé ahora mismo, si usted quiere.
—A mí no me ha asustado, mami —terció Kiara—. Él es mi amigo —se acercó a Pedro, señalando su hoz—. ¿Qué es eso?
—Es una herramienta para cortar hierbas. Pero está muy afilada, y los niños tienen que mantenerle lejos de ella —la lanzó a un lado, lejos del sendero, y se volvió nuevamente hacia Paula—. A ver si lo entiendo bien… ¿Se ha asustado porque se ha sobresaltado al verme o porque me tiene miedo?
Paula soltó un suspiro de frustración. No sabía con quién estaba más enfadada, si con Pedro o consigo misma, pero quería ser razonablemente sincera.
—Lo cierto es que todavía no lo conozco a usted. Nos encontramos anoche, en la tienda de Mattie, y nos acompañó hasta aquí. Nada más.
—Efectivamente. Y en vez de eso, pude haberla dejado que encontrara sola el camino hasta la cabaña. Y sin molestarme en descargar su equipaje. Ahora mismo, por ejemplo, no tengo ninguna necesidad de estar aquí.
Paula pensó que a aquel hombre le gustaba ir directo y al grano.
—Perdone. Supongo que he exagerado un poco.
—Entonces… ¿Quiere que termine lo que he venido a hacer o no?
—Le agradecería que lo hiciera, si es que podemos volver a hablar civilizadamente.
—No se me dan muy bien las habilidades sociales.
—Ya lo he notado —Paula miró a su alrededor—. ¿Ha venido andando hasta aquí? No he visto su moto.
—No podía transportar mi herramienta en ella. Le he pedido prestada la camioneta a Bruno.
—¿Y dónde está?
—Tomé para venir la antigua pista forestal. Sale justo detrás de la cabaña.
—¿Entonces por qué no me trajo por allí anoche?
—Dudo que su furgoneta lo hubiera soportado. Está llena de baches. No creo que le hubiese gustado quedarse atascada allí.
—No, desde luego. Con la carretera Delringer ya tengo más que suficiente.
—Necesitaré usar la red eléctrica de la cabaña para encender la motosierra. Pero no se preocupe, haré fuera la conexión. Bruno tiene una buena extensión de cable en su caja de herramientas.
—Bien. Porque allí dentro no hay nada, la cabaña está desierta —repuso Paula, exagerando.
—¿Seguro? Tuve la impresión de haber descargado un montón de cosas de su furgoneta.
Acababa de hacer una pequeña broma, con un amago de sonrisa asomando a sus labios. Aquel leve cambio lo hizo parecer mucho más joven…
Y mucho menos inquietante. Tenía una buena dentadura, blanca y muy cuidada.
Ahora que se fijaba en ello, su ropa no parecía encajar con su cabello y su barba, tan desaliñados. Sus vaqueros eran viejos, pero limpios. Y se había planchado la camisa.
—Estaré por aquí el resto del día si necesita algo —le dijo, y tomó a su hija de la mano para empezar a caminar por el sendero.
Estaba absolutamente despejado de maleza.
—Mami, me gusta Pedro —comentó Kiara—. Ha cortado las malas hierbas.
Efectivamente. Y no les había cortado el cuello, tal como había temido en el escenario de terror que había asaltado su imaginación apenas unos minutos antes. Se sentía ridícula por haber pensado algo semejante, pero aun así seguía habiendo algo en aquel hombre que la inquietaba…
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 8
Paula procuró no soltar la bolsa de la compra mientras cerraba con llave la furgoneta. Caminar por el sendero a la luz del día no resultaba tan difícil como de noche, pero fácil tampoco era. Y la pasarela constituía un gran desafío.
Sobretodo cuando iba cargada de bolsas y con la niña.
Acababa de tomar a Kiara de la mano cuando de repente se quedó inmóvil. Había escuchado claramente el rumor de unos pasos en el bosque.
Allí estaba. Pedro Alfonso. Alto, sudoroso, con el cabello cubriéndole el rostro, las botas llenas de barro. Y la mirada oscura y sombría como la noche…
Tenía una hoz en la mano derecha. Parecía un auténtico demonio sacado de la peor de las pesadillas. Sólo que Paula estaba perfectamente despierta…
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 7
La despertó un rayo de sol que se abrió paso a través de los cristales cubiertos de polvo de la ventana. Se estiró, perezosa, pensando en la larga jornada de limpieza que tenía por delante.
Había dormido sorprendentemente bien. Se había despertado solamente una vez. Sólo por un instante, la había asaltado una punzada de pánico, preguntándose si habría cometido un error al alojarse en un lugar tan aislado para pasar el verano… Pero cuando se asomó a la ventana y contempló el cielo tachonado de estrellas, sus temores se disiparon por completo.
Ya se disponía a ponerse la bata, cuando de repente cambió de idea. No había nadie cerca para verla cuando se pusiera a preparar el café en pijama. Fue a la cocina y se aprestó a la tarea con la cafetera que había llevado de casa.
Minutos después, con una taza en la mano, salió al porche y se sentó en el columpio. Una brisa fresca le acariciaba el rostro y un cuervo graznó sobre su cabeza, desde la rama más baja de un nogal. El paisaje, los sonidos, incluso los olores le resultaban familiares.
Las montañas habían constituido la mejor parte de su vida en Meyers Bickham. O más bien, lo único bueno. Se había escapado a la menor oportunidad, huyendo lejos de aquella antigua iglesia convertida en orfanato. Nunca lo suficientemente lejos.
Evocó el texto de la nota que había recibido dos días atrás: Deja en paz el pasado. Seguía sin tener la menor idea de quién la había enviado ni por qué. Si se trataba de una amenaza, no era muy explícita. Aunque tampoco le importaba. No tenía ninguna intención de hablar de su pasado, ni siquiera de pensar en él, y ese podía ser un buen momento para empezar. Hacía un día demasiado bonito para estropearlo con pensamientos tan deprimentes.
Haría un poco de limpieza y luego iría a Dahlonega para hacer más compras y recoger algunos folletos turísticos. Incluso se dejaría caer por la tienda para charlar con Mattie. Sería interesante averiguar algo más sobre su único vecino. No era que estuviera interesada en él, ni que esperara verlo de nuevo. Pero el tipo era muy extraño y tenía algo que la inquietaba…
Le gustaría conocer la historia que escondía detrás de aquellos ojos oscuros e inquietantes.
Y asegurarse de paso de que no tenía nada de que preocuparse…
****
Ni siquiera de Kiara, que se hallaba a unos metros de ella, en el mostrador de las golosinas.
Cuando la pareja se hubo marchado, Paula se acercó a la caja.
—¿Qué tal estaba la cabaña? —le preguntó Mattie.
—Llena de polvo y decorada con telarañas e insectos muertos, pero va mejorando.
—Me alegro. ¿Probaste esos tomates?
—Sí, anoche, para hacerme un sandwich. Estaban deliciosos.
—Esos que están afuera los recogió Henry esta misma mañana.
—Entonces tendré que llevarme más.
—Sírvete tú misma. ¿Qué más quieres?
Paula se volvió para asegurarse de que Kiara seguía a la vista, pero no lo suficientemente cerca como para escuchar la conversación.
—Me gustaría hacerte un par de preguntas… —le dijo en voz baja.
—Dispara. Llevo toda la vida aquí.
—Siento curiosidad por… Pedro Alfonso.
—Le pasa a la mayoría de la gente. Es un tipo extraño. Vive como un ermitaño. Henry me dijo que anoche te llevó a la cabaña. Eso me sorprendió, pero supongo que Henry se lo sugeriría. Pedro no se relaciona con nadie excepto con Henry y conmigo, y sólo lo vemos cuando se pasa por la tienda.
—Es un tipo inofensivo, ¿no?
—A mí me lo parece. Lo único que hace es ocuparse de su manzanar. Él hace casi todo el trabajo. Y sus manzanas son las mejores del condado. Hay gente que viene de Atlanta para comprarselas.
—¿Cuánto tiempo lleva viviendo allí?
—Apareció hará unos tres años, y compró la antigua casa de Delringer. El huerto de frutales y la casa estaban muy deteriorados desde que murió el viejo. Nos sorprendió que alguien quisiera comprarla. Y eso es todo lo que se sabe sobre Pedro, aunque hay muchas especulaciones…
—¿Qué tipo de especulaciones?
—Hay gente que dice que es un fugitivo de la justicia y que Pedro no es su verdadero nombre, sino un alias…
—¿Y por qué dicen eso?
—Algunos porque les gusta hablar para oírse a sí mismos. Otros porque no tienen nada mejor que hacer, que inventarse historias sobre la gente que es diferente. O que no les habla cuando intentan entablar conversación.
—¿Tú qué piensas de él?
—Mira, yo le vendo sus manzanas y él me da una generosa comisión. Es un buen trato para los dos. Generalmente yo le dejo dinero a deber. Él me compra las verduras. Solemos saldar las cuentas a finales de mes.
De repente una joven atractiva, de unos veintipocos años, aparcó su coche frente a la tienda. Kiara se puso a hablar con ella en la puerta. La niña se fiaba de todo el mundo, y Paula tenía que vigilarla constantemente.
—¿Entonces tú crees que todos esos rumores negativos que corren sobre él son infundados?
—Yo no he tenido ningún problema con él, y a Henry le cae bien. Pero es que Henry también es un tipo muy callado —alzó la mirada, sonriente, al ver a la joven—. Ahí está mi hija.
Acércate, Dolores. Déjame presentarte a la mujer que está viviendo en la cabaña de los Jackson.
Hizo las presentaciones, y Dolores siguió charlando con Kiara mientras Paula pagaba sus compras.
Cuando le estaba dando las vueltas, Mattie se inclinó hacia ella y añadió con tono confidencial:
—Creo que Pedro es un hombre que ha sufrido mucho. No soy psicóloga, pero te diré una cosa: No suelo equivocarme a la hora de juzgar a la gente.
Le dio una cariñosa palmadita en la mano como si fueran viejas amigas.
Al volverse, vio que Kiara estaba ayudando a Dolores a reponer de latas de refresco la nevera de la tienda. Una tarea que Mattie debía de haber dejado interrumpida en algún momento.
—Por cierto, si necesitas una niñera mientras estés aquí, te comunico que estoy disponible —se ofreció la joven.
—Sí, mami… ¿Podré ir a su casa?
—Hoy no, pero seguro que lo tendré en cuenta.
—Cuando quieras. Cuando no tengo nada que hacer, mi padre me pone a limpiar verduras, a reponer género o a lo que sea con tal de que me quede en la tienda. Y mucho me temo que cuando sean viejos, además tendré que hacerles de niñera —Dolores las acompañó hasta la furgoneta y ayudó a Kiara a sentarse en su asiento, abrochándole el cinturón—. ¿Es la primera vez que vienes por aquí?
—Por esta zona en concreto, sí —respondió Paula—. Pero crecí cerca, un poco más al oeste.
—Aquí tendrás mucho que hacer. Deberías visitar Helen. Parece un típico pueblo alpino. Y en el parque natural organizan actividades de conocimiento de la naturaleza para los niños cada semana. Yo suelo colaborar con ellos como voluntaria.
—Gracias. Y no me olvidaré de tu oferta. Pienso pasar la mayor parte del tiempo con Kiara, pero nunca se sabe cuándo necesitaré algún descanso.
—Sólo tienes que llamarme. Yo puedo ir a la cabaña, o tú llevar a la niña a la granja. A mi padre le encantan los niños. Le enseñará los animales que tenemos y seguro que Kiara se lo pasará estupendamente.
—En ese caso, creo que la visita es obligada.
Paula no podía alegrarse más de haber pasado por la tienda de Mattie. Dolores le recordaba a los mejores alumnos que había tenido, los más activos y motivados. Pero seguía sin saber a qué atenerse respecto a Pedro Alfonso. Alguna gente sospechaba que era una fugitivo de la justicia. Mattie pensaba que era un hombre que había sufrido mucho. Y lo único que ella sabía, era que su presencia le provocaba una extraña inquietud…
Pero con un poco de suerte, no tendría que volver a pensar en él. Si era realmente el solitario que Mattie le había dicho que era, no lo vería nunca más.
jueves, 5 de marzo de 2020
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 6
Empezó el recorrido abriendo y asomándose a las cuatro puertas que daban al salón. No había gran cosa que ver. La cabaña era básicamente un salón cuadrado, rodeado de cuatro habitaciones sin pasillos. Asaltada por una punzada de hambre, echó un vistazo a la cocina.
Era de gas. Los fuegos estaban cubiertos de polvo, pero limpios, sin grasa acumulada. Al parecer alguien los había limpiado antes de irse.
—Hora de cenar, Kiara. Tenemos cocina y todo.
La nevera estaba relativamente limpia. Paula se agachó para conectar el enchufe. Funcionaba.
—Quédate aquí —le dijo cuando oyó abrirse la puerta de entrada, con un crujido.
—¿Por qué no puedo quedarme en el porche, columpiándome?
—Porque hay mosquitos y aún no hemos sacado el repelente.
Paula terminó de inspeccionar la nevera. Le encantaba la mesa de la cocina, de roble macizo con sólidas patas. Y estaba colocada justo bajo la ventana desde la que se divisaban las montañas.
En la pared del fondo había un enorme armario, con cortinas de cuadros en lugar de puertas.
Una cosa más que necesitaba lavar. Su único contenido, era un extintor de incendios. Pero el otro armario, el de encima del mostrador, estaba lleno de platos. De porcelana. Definitivamente llevaban allí mucho tiempo. Y también vasos, cubertería de acero inoxidable y un rico surtido de sartenes y cazuelas. Todo lo que Kiara y ella necesitarían durante aquel verano. Y a un precio accesible. Gratis.
Los dormitorios eran igualmente austeros. Dos camas gemelas en uno, una cama de matrimonio en el otro, y cada uno con un pequeño armario y una cómoda de cuatro cajones. Todas las camas tenían colchas de punto, que antaño habían sido blancas y ahora amarillearon de polvo.
Kiara se reunió con ella. Llevaba un libro en la mano que debía de haber encontrado en la estantería.
—Yo dormiré aquí —se sentó en una de las camas gemelas, la que estaba debajo de un ventanuco—. Así podré ver las estrellas.
—Buena idea. Cuando te ponga tus sábanas de sirenitas y tu manta amarilla, te sentirás como en casa.
—¿Dónde está el cuarto de baño?
El cuarto de baño. Seguro que tenía que haber uno, pero no recordaba haberlo visto.
—Está detrás de la cocina.
Paula se volvió para descubrir a Pedro en el umbral, con una gran maleta en cada mano. Los músculos de sus brazos se delineaban bajo la fina tela de su camisa y la oscura melena le caía sobre la frente.
—¿Cómo lo sabe? —le preguntó ella.
—Ya había revisado la cabaña antes. Creía que estaba abandonada.
—¿Cómo pudo entrar? Estaba cerrada con llave.
—La puerta sí. Pero las ventanas no. Ni siquiera tienen cerraduras. Aunque tampoco las necesita, en una zona tan aislada como esta.
Se le acercó. Su presencia parecía empequeñecer el dormitorio, y Paula volvió a experimentar otra punzada de inquietud. Sólo que esa vez, la sensación no era exactamente de miedo. No sabía lo que era. Solamente que tenía un nudo en la garganta que le costaba tragar…
—¿Dónde quiere que le ponga esto? —inquirió él, señalando las maletas con la cabeza.
—La verde aquí —procuró mantener un tono firme de voz—. Y la negra va en el otro dormitorio.
Hacia allí se dirigió. Paula aspiró profundamente y se esforzó por reflexionar racionalmente sobre su situación. No podía ser atracción lo que sentía por aquel hombre. No podía sentirse atraída por alguien a quien apenas podía ver la cara detrás de aquella melena, y cuya mirada parecía traspasarle el alma.
—Voy a ayudar al hombre de la barba —anunció Kiara.
—No —lo dijo demasiado rápidamente, sin pensarlo.
—Pero tiene una pierna mala, mami. No debería hacer él solo todo el trabajo.
—Quiero que te quedes aquí.
La niña saltó de la cama y se plantó ante ella con las manos en las caderas.
—¿Por qué? No hay que tener miedo de lo oscuro. Es lo que tú me dices siempre cuando tengo pesadillas.
—No eres lo suficientemente mayor como para cargar con cosas.
—Puedo cargar con mi bolsa de juguetes y de películas.
—Te puedes caer al agua.
—No me caeré. Soy una niña mayor.
—Creo que el señor Pedro prefiere que le dejemos trabajar solo. Pero podrías ayudarme a deshacer tu equipaje. Y decidir en qué cajones quieres que guardemos tus pijamas, tu ropa interior y tu ropa de jugar.
—Bien. Y meteré mis zapatos en el armario.
—Buena chica —le dio un fuerte abrazo—. Pero primero veamos ese cuarto de baño.
Suspiró de alivio cuando el agua parda de la ducha empezó a aclararse poco a poco. No tenía un gran aspecto, pero funcionaba. Al menos por el momento.
Para cuando volvió al salón, Pedro entró con la televisión en un brazo y una garrafa grande de agua en el otro.
—No creo que pueda sintonizar una buena cadena sin una antena parabólica.
—Sólo la pondremos para las películas de vídeo de Kiara.
—¿Quiere que la deje en la habitación de la niña?
—No, déjela ahí por el momento, gracias. De hecho, no hace falta que meta nada más en las habitaciones. Ya lo haré yo cuando haya terminado de limpiar.
El hombre asintió, mirándola detenidamente. Y Paula volvió a inquietarse bajo aquella oscura e hipnótica mirada, de expresión inescrutable.
—¿Qué edad tiene su hija?
—Cumplirá cinco años la semana que viene.
—Vigile que no se acerque demasiado al arroyo. Ahora está bajo, pero el nivel sube mucho con las lluvias.
—Lo haré.
—Y evite que se interne sola en el bosque. Podría perderse.
No dijo nada más, simplemente giró sobre sus talones y se marchó, pero aquella preocupación por su hija sorprendió a Paula. No había esperado eso de él. Aunque, la primera vez que lo vio en la puerta de la tienda, tampoco había esperado que terminaría ayudándola a descargar sus cosas en la cabaña.
Aun así, seguía habiendo algo en aquel hombre que la llenaba de inquietud. Algo que no necesitaba para nada… Sobretodo cuando estaba en medio de un bosque, en una zona tan aislada como aquella.
Por otra parte, dudaba que volviera a verlo, a no ser que se lo encontrara en la tienda de Mattie.
Estaban solas. Kiara, ella y las arañas. Pero al menos tenían agua y la nevera funcionaba. Y no tenía clases que prepararse ni exámenes que corregir. ¿Qué más podía necesitar una mujer?
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 5
Al cabo de quince minutos de sinuosa carretera rodeada de barrancos, llegaron al final: Un tronco derribado que alguien había puesto allí deliberadamente para impedir que algún conductor incauto se internara con su vehículo en el arroyo.
Pedro se salió de la pista y torció a la derecha, de manera que su faro quedara iluminando un sendero que se internaba en el bosque. Paula aparcó al lado y también dejó las luces encendidas. No había ninguna cabaña a la vista.
Ni pasarela tampoco.
Y estaban las dos solas con aquel extraño que seguía sin abrir la boca…
Sintió otra punzada de miedo y acarició por un instante la idea de meter la marcha atrás y alejarse a toda velocidad. En lugar de ello, sin embargo, dejó encendido el motor y bajó el cristal de la ventanilla.
—No veo la cabaña.
—Está oculta por los árboles. Pero la pasarela está a sólo unos metros, por ese sendero… O lo que queda de él. Le aconsejo que eche antes un vistazo antes de que empiece a descargar sus cosas.
—Buena idea.
Estaba impresionada… Aquel tipo había logrado pronunciar un par de frases completas. Aquello tenía que ser una buena señal. Además, al parecer sabía de lo que estaba hablando. Eso logró despejar sus miedos… Al menos lo suficiente para bajar de la furgoneta.
—¿Ya hemos llegado, mami?
—Estamos muy cerca.
Ayudó a Kiara a bajar mientras Pedro sacaba una linterna de una de las alforjas de su moto.
Paula también sacó su linterna de la guantera. La más pesada que tenía.
Si aquel tipo intentaba algo, le golpearía en la cabeza con ella y a continuación le soltaría una patada en la entrepierna. Un truco que había aprendido durante el primer año que estuvo viviendo en las calles.
—Si le parece bien, cargaré en brazos a la niña —le propuso Pedro—. Es muy inseguro andar por aquí cuando no se tiene costumbre.
Paula habría preferido cargar ella con Kiara, pero el sendero no sólo estaba lleno de raíces y de enredaderas, también de ramas y troncos derribados. Bastante tenía con procurar no caerse. De repente sintió algo corriendo bajo sus pies y dio un pequeño salto hacia delante, con tan mala suerte que tropezó con un saliente de roca. Para colmo, una rama le azotó la cara, todo en cuestión de segundos.
—¿Está bien?
—¡Oh, sí! Estupendamente.
Pedro continuó andando con Kiara cómodamente sentada sobre sus anchos hombros. Caminaba a buen paso, aunque cojeaba ostensiblemente de la pierna derecha.
—¡Qué divertido, mami! —exclamó la niña, riendo y agarrándose fuerte al cuello de Pedro—. Estamos viviendo una aventura.
—Y que lo digas —afirmó en el instante en que una zarza le arañó la pierna—. ¡Una aventura divertida de verdad!
Kiara soltó entonces una andanada de preguntas. Pedro le respondió algunas, lacónico. Paula pensó que probablemente no habría hablado tanto en meses. Por su parte, estaba absolutamente concentrada en ver dónde ponía los pies, evitando las rocas y las serpientes que se imaginaba reptando bajo la hierba.
—Aquí está.
Estaban ante la pasarela, o al menos lo que quedaba de ella. Básicamente unas cuantas tablas de madera amarradas juntas. Con rendijas entre ellas lo suficientemente anchas como para que cupiera una persona si daba un mal paso.
—¿Eso es seguro?
Pedro levantó a Kiara y la dejó en el suelo, al lado de Paula.
—Lo comprobaré —avanzó con cuidado por la pasarela y volvió lentamente, dando fuertes tirones a las barandillas de soga.
—Se puede cruzar.
Fue entonces cuando Paula descubrió la cabaña, a unos pocos metros del puente. Soltó un suspiro de alivio. Al menos existía, y aquel adusto montañés las había llevado hasta ella.
Encajaba perfectamente con la descripción que le había dado Ana. Rústica, rodeada de altos pinos, con un tejado que sobresalía del porche y un columpio de tabla.
—Una casa en el bosque, como en el cuento de los tres ositos —exclamó Kiara, deleitada, tirando a su madre de la mano.
—Tienes que agarrarte muy fuerte a mí cuando crucemos el puente —le advirtió Paula—. No te sueltes ni intentes correr, ¿entendido?
Pedro pasó con ellas. Una vez que llegaron al otro lado, Kiara soltó a su madre y lo tomó de la mano.
—¿Vas a quedarte con nosotras? —le preguntó.
—No —se apresuró a responder Paula por él—. El señor Pedro sólo nos ha acompañado para que encontremos la cabaña.
En uno de sus habituales despliegues de energía, Kiara echó a correr hacia el porche y se puso a empujar el columpio. Pedro se quedó a un lado mientras Paula abría la puerta. Estaba buscando el interruptor cuando una telaraña se le enredó en la cara. Al fin lo encontró.
—Esto parece Halloween —anunció Kiara, entrando y plantando la huella de su mano en la espesa capa de polvo que cubría una mesa.
Paula pensó que Halloween resultaba una expresión adecuada, sobretodo con la abundancia de telarañas y con el extraño insecto muerto que descansaba en mitad del suelo.
Soltó un gruñido de asco.
—No parece muy acogedora —comentó Pedro.
«El comentario brillante del día», se dijo Paula.
Apartó el insecto de una patada y examinó la habitación. Pasada la primera impresión, no tenía tan mal aspecto. Los suelos de madera de pino necesitaban un buen fregado. Había una chimenea de piedra flanqueada por dos mecedoras y un sofá tapizado, cubierto por un plástico protector. La pared del fondo estaba llena de estantes de obra, con antiguas fotografías, polvorientas cajas de juegos de mesa y gastados libros.
—Tiene su encanto —comentó Paula, decidida a sacarle el mejor partido a la situación—. Con una buena limpieza quedará estupenda.
—¿Está segura? En este parque tienen más cabañas para alquilar.
—Nosotras veníamos concretamente a ésta.
—Como quiera. Si piensa quedarse, será mejor que me ponga a descargar sus cosas.
Eso sí que la sorprendió. Había esperado que se largaría de inmediato, en el instante en que la oyera decirle que se quedaba. Y desde luego, iba a necesitar de su ayuda. Sobretodo a la hora de trasladar lo más pesado por aquel puente tan inestable.
—Tú quédate aquí —le dijo a su hija—. Siéntate en esa mecedora y no te muevas mientras el señor Pedro y yo traemos las cosas.
—Será mejor que lo haga yo solo —pronunció, saliendo de la cabaña.
Y echó a andar hacia la pasarela sin esperar su respuesta.
Paula soltó un suspiro. «Un hombre extraño… Pero servicial», pensó.
—¿Jugarás a las damas conmigo? —le preguntó Kiara, sacando una de las cajas de los estantes.
La tapa resbaló y las fichas cayeron al suelo, rodando en todas direcciones.
—Los juegos después. Ahora vamos a revisar el resto de la cabaña. Tenemos que encontrar tu dormitorio.
Si alguna dama había quedado en la caja, se cayó mientras Kiara intentaba volver a colocarla en su estante. Paula la ayudó a recogerlas, apresurándose para que Pedro no resbalara con alguna cuando entrara con su equipaje. Incluso los huraños montañeses de Georgia, podían contratar a un abogado para poner una demanda…
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