jueves, 5 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 6





Empezó el recorrido abriendo y asomándose a las cuatro puertas que daban al salón. No había gran cosa que ver. La cabaña era básicamente un salón cuadrado, rodeado de cuatro habitaciones sin pasillos. Asaltada por una punzada de hambre, echó un vistazo a la cocina. 


Era de gas. Los fuegos estaban cubiertos de polvo, pero limpios, sin grasa acumulada. Al parecer alguien los había limpiado antes de irse.


—Hora de cenar, Kiara. Tenemos cocina y todo.


La nevera estaba relativamente limpia. Paula se agachó para conectar el enchufe. Funcionaba.


—Quédate aquí —le dijo cuando oyó abrirse la puerta de entrada, con un crujido.


—¿Por qué no puedo quedarme en el porche, columpiándome?


—Porque hay mosquitos y aún no hemos sacado el repelente.


Paula terminó de inspeccionar la nevera. Le encantaba la mesa de la cocina, de roble macizo con sólidas patas. Y estaba colocada justo bajo la ventana desde la que se divisaban las montañas.


En la pared del fondo había un enorme armario, con cortinas de cuadros en lugar de puertas. 


Una cosa más que necesitaba lavar. Su único contenido, era un extintor de incendios. Pero el otro armario, el de encima del mostrador, estaba lleno de platos. De porcelana. Definitivamente llevaban allí mucho tiempo. Y también vasos, cubertería de acero inoxidable y un rico surtido de sartenes y cazuelas. Todo lo que Kiara y ella necesitarían durante aquel verano. Y a un precio accesible. Gratis.


Los dormitorios eran igualmente austeros. Dos camas gemelas en uno, una cama de matrimonio en el otro, y cada uno con un pequeño armario y una cómoda de cuatro cajones. Todas las camas tenían colchas de punto, que antaño habían sido blancas y ahora amarillearon de polvo.


Kiara se reunió con ella. Llevaba un libro en la mano que debía de haber encontrado en la estantería.


—Yo dormiré aquí —se sentó en una de las camas gemelas, la que estaba debajo de un ventanuco—. Así podré ver las estrellas.


—Buena idea. Cuando te ponga tus sábanas de sirenitas y tu manta amarilla, te sentirás como en casa.


—¿Dónde está el cuarto de baño?


El cuarto de baño. Seguro que tenía que haber uno, pero no recordaba haberlo visto.


—Está detrás de la cocina.


Paula se volvió para descubrir a Pedro en el umbral, con una gran maleta en cada mano. Los músculos de sus brazos se delineaban bajo la fina tela de su camisa y la oscura melena le caía sobre la frente.


—¿Cómo lo sabe? —le preguntó ella.


—Ya había revisado la cabaña antes. Creía que estaba abandonada.


—¿Cómo pudo entrar? Estaba cerrada con llave.


—La puerta sí. Pero las ventanas no. Ni siquiera tienen cerraduras. Aunque tampoco las necesita, en una zona tan aislada como esta.


Se le acercó. Su presencia parecía empequeñecer el dormitorio, y Paula volvió a experimentar otra punzada de inquietud. Sólo que esa vez, la sensación no era exactamente de miedo. No sabía lo que era. Solamente que tenía un nudo en la garganta que le costaba tragar…


—¿Dónde quiere que le ponga esto? —inquirió él, señalando las maletas con la cabeza.


—La verde aquí —procuró mantener un tono firme de voz—. Y la negra va en el otro dormitorio.


Hacia allí se dirigió. Paula aspiró profundamente y se esforzó por reflexionar racionalmente sobre su situación. No podía ser atracción lo que sentía por aquel hombre. No podía sentirse atraída por alguien a quien apenas podía ver la cara detrás de aquella melena, y cuya mirada parecía traspasarle el alma.


—Voy a ayudar al hombre de la barba —anunció Kiara.


—No —lo dijo demasiado rápidamente, sin pensarlo.


—Pero tiene una pierna mala, mami. No debería hacer él solo todo el trabajo.


—Quiero que te quedes aquí.


La niña saltó de la cama y se plantó ante ella con las manos en las caderas.


—¿Por qué? No hay que tener miedo de lo oscuro. Es lo que tú me dices siempre cuando tengo pesadillas.


—No eres lo suficientemente mayor como para cargar con cosas.


—Puedo cargar con mi bolsa de juguetes y de películas.


—Te puedes caer al agua.


—No me caeré. Soy una niña mayor.


—Creo que el señor Pedro prefiere que le dejemos trabajar solo. Pero podrías ayudarme a deshacer tu equipaje. Y decidir en qué cajones quieres que guardemos tus pijamas, tu ropa interior y tu ropa de jugar.


—Bien. Y meteré mis zapatos en el armario.


—Buena chica —le dio un fuerte abrazo—. Pero primero veamos ese cuarto de baño.


Suspiró de alivio cuando el agua parda de la ducha empezó a aclararse poco a poco. No tenía un gran aspecto, pero funcionaba. Al menos por el momento.


Para cuando volvió al salón, Pedro entró con la televisión en un brazo y una garrafa grande de agua en el otro.


—No creo que pueda sintonizar una buena cadena sin una antena parabólica.


—Sólo la pondremos para las películas de vídeo de Kiara.


—¿Quiere que la deje en la habitación de la niña?


—No, déjela ahí por el momento, gracias. De hecho, no hace falta que meta nada más en las habitaciones. Ya lo haré yo cuando haya terminado de limpiar.


El hombre asintió, mirándola detenidamente. Y Paula volvió a inquietarse bajo aquella oscura e hipnótica mirada, de expresión inescrutable.


—¿Qué edad tiene su hija?


—Cumplirá cinco años la semana que viene.


—Vigile que no se acerque demasiado al arroyo. Ahora está bajo, pero el nivel sube mucho con las lluvias.


—Lo haré.


—Y evite que se interne sola en el bosque. Podría perderse.


No dijo nada más, simplemente giró sobre sus talones y se marchó, pero aquella preocupación por su hija sorprendió a Paula. No había esperado eso de él. Aunque, la primera vez que lo vio en la puerta de la tienda, tampoco había esperado que terminaría ayudándola a descargar sus cosas en la cabaña.


Aun así, seguía habiendo algo en aquel hombre que la llenaba de inquietud. Algo que no necesitaba para nada… Sobretodo cuando estaba en medio de un bosque, en una zona tan aislada como aquella.


Por otra parte, dudaba que volviera a verlo, a no ser que se lo encontrara en la tienda de Mattie. 


Estaban solas. Kiara, ella y las arañas. Pero al menos tenían agua y la nevera funcionaba. Y no tenía clases que prepararse ni exámenes que corregir. ¿Qué más podía necesitar una mujer?




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 5





Al cabo de quince minutos de sinuosa carretera rodeada de barrancos, llegaron al final: Un tronco derribado que alguien había puesto allí deliberadamente para impedir que algún conductor incauto se internara con su vehículo en el arroyo.


Pedro se salió de la pista y torció a la derecha, de manera que su faro quedara iluminando un sendero que se internaba en el bosque. Paula aparcó al lado y también dejó las luces encendidas. No había ninguna cabaña a la vista. 


Ni pasarela tampoco.


Y estaban las dos solas con aquel extraño que seguía sin abrir la boca…


Sintió otra punzada de miedo y acarició por un instante la idea de meter la marcha atrás y alejarse a toda velocidad. En lugar de ello, sin embargo, dejó encendido el motor y bajó el cristal de la ventanilla.


—No veo la cabaña.


—Está oculta por los árboles. Pero la pasarela está a sólo unos metros, por ese sendero… O lo que queda de él. Le aconsejo que eche antes un vistazo antes de que empiece a descargar sus cosas.


—Buena idea.


Estaba impresionada… Aquel tipo había logrado pronunciar un par de frases completas. Aquello tenía que ser una buena señal. Además, al parecer sabía de lo que estaba hablando. Eso logró despejar sus miedos… Al menos lo suficiente para bajar de la furgoneta.


—¿Ya hemos llegado, mami?


—Estamos muy cerca.


Ayudó a Kiara a bajar mientras Pedro sacaba una linterna de una de las alforjas de su moto. 


Paula también sacó su linterna de la guantera. La más pesada que tenía.


Si aquel tipo intentaba algo, le golpearía en la cabeza con ella y a continuación le soltaría una patada en la entrepierna. Un truco que había aprendido durante el primer año que estuvo viviendo en las calles.


—Si le parece bien, cargaré en brazos a la niña —le propuso Pedro—. Es muy inseguro andar por aquí cuando no se tiene costumbre.


Paula habría preferido cargar ella con Kiara, pero el sendero no sólo estaba lleno de raíces y de enredaderas, también de ramas y troncos derribados. Bastante tenía con procurar no caerse. De repente sintió algo corriendo bajo sus pies y dio un pequeño salto hacia delante, con tan mala suerte que tropezó con un saliente de roca. Para colmo, una rama le azotó la cara, todo en cuestión de segundos.


—¿Está bien?


—¡Oh, sí! Estupendamente.


Pedro continuó andando con Kiara cómodamente sentada sobre sus anchos hombros. Caminaba a buen paso, aunque cojeaba ostensiblemente de la pierna derecha.


—¡Qué divertido, mami! —exclamó la niña, riendo y agarrándose fuerte al cuello de Pedro—. Estamos viviendo una aventura.


—Y que lo digas —afirmó en el instante en que una zarza le arañó la pierna—. ¡Una aventura divertida de verdad!


Kiara soltó entonces una andanada de preguntas. Pedro le respondió algunas, lacónico. Paula pensó que probablemente no habría hablado tanto en meses. Por su parte, estaba absolutamente concentrada en ver dónde ponía los pies, evitando las rocas y las serpientes que se imaginaba reptando bajo la hierba.


—Aquí está.


Estaban ante la pasarela, o al menos lo que quedaba de ella. Básicamente unas cuantas tablas de madera amarradas juntas. Con rendijas entre ellas lo suficientemente anchas como para que cupiera una persona si daba un mal paso.


—¿Eso es seguro?


Pedro levantó a Kiara y la dejó en el suelo, al lado de Paula.


—Lo comprobaré —avanzó con cuidado por la pasarela y volvió lentamente, dando fuertes tirones a las barandillas de soga.


—Se puede cruzar.


Fue entonces cuando Paula descubrió la cabaña, a unos pocos metros del puente. Soltó un suspiro de alivio. Al menos existía, y aquel adusto montañés las había llevado hasta ella. 


Encajaba perfectamente con la descripción que le había dado Ana. Rústica, rodeada de altos pinos, con un tejado que sobresalía del porche y un columpio de tabla.


—Una casa en el bosque, como en el cuento de los tres ositos —exclamó Kiara, deleitada, tirando a su madre de la mano.


—Tienes que agarrarte muy fuerte a mí cuando crucemos el puente —le advirtió Paula—. No te sueltes ni intentes correr, ¿entendido?


Pedro pasó con ellas. Una vez que llegaron al otro lado, Kiara soltó a su madre y lo tomó de la mano.


—¿Vas a quedarte con nosotras? —le preguntó.


—No —se apresuró a responder Paula por él—. El señor Pedro sólo nos ha acompañado para que encontremos la cabaña.


En uno de sus habituales despliegues de energía, Kiara echó a correr hacia el porche y se puso a empujar el columpio. Pedro se quedó a un lado mientras Paula abría la puerta. Estaba buscando el interruptor cuando una telaraña se le enredó en la cara. Al fin lo encontró.


—Esto parece Halloween —anunció Kiara, entrando y plantando la huella de su mano en la espesa capa de polvo que cubría una mesa.


Paula pensó que Halloween resultaba una expresión adecuada, sobretodo con la abundancia de telarañas y con el extraño insecto muerto que descansaba en mitad del suelo. 


Soltó un gruñido de asco.


—No parece muy acogedora —comentó Pedro.


«El comentario brillante del día», se dijo Paula. 


Apartó el insecto de una patada y examinó la habitación. Pasada la primera impresión, no tenía tan mal aspecto. Los suelos de madera de pino necesitaban un buen fregado. Había una chimenea de piedra flanqueada por dos mecedoras y un sofá tapizado, cubierto por un plástico protector. La pared del fondo estaba llena de estantes de obra, con antiguas fotografías, polvorientas cajas de juegos de mesa y gastados libros.


—Tiene su encanto —comentó Paula, decidida a sacarle el mejor partido a la situación—. Con una buena limpieza quedará estupenda.


—¿Está segura? En este parque tienen más cabañas para alquilar.


—Nosotras veníamos concretamente a ésta.


—Como quiera. Si piensa quedarse, será mejor que me ponga a descargar sus cosas.


Eso sí que la sorprendió. Había esperado que se largaría de inmediato, en el instante en que la oyera decirle que se quedaba. Y desde luego, iba a necesitar de su ayuda. Sobretodo a la hora de trasladar lo más pesado por aquel puente tan inestable.


—Tú quédate aquí —le dijo a su hija—. Siéntate en esa mecedora y no te muevas mientras el señor Pedro y yo traemos las cosas.


—Será mejor que lo haga yo solo —pronunció, saliendo de la cabaña.


Y echó a andar hacia la pasarela sin esperar su respuesta.


Paula soltó un suspiro. «Un hombre extraño… Pero servicial», pensó.


—¿Jugarás a las damas conmigo? —le preguntó Kiara, sacando una de las cajas de los estantes.
La tapa resbaló y las fichas cayeron al suelo, rodando en todas direcciones.


—Los juegos después. Ahora vamos a revisar el resto de la cabaña. Tenemos que encontrar tu dormitorio.


Si alguna dama había quedado en la caja, se cayó mientras Kiara intentaba volver a colocarla en su estante. Paula la ayudó a recogerlas, apresurándose para que Pedro no resbalara con alguna cuando entrara con su equipaje. Incluso los huraños montañeses de Georgia, podían contratar a un abogado para poner una demanda…





ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 4




Nada más salir, vaciló. La camioneta y la motocicleta seguían aparcadas en la puerta. Pedro estaba inclinado sobre la moto, mientras que Henry lo miraba apoyado en la puerta de su vehículo.


Paula guardó las compras en el coche. Luego, tomando a Kiara de la mano, se acercó al mostrador de las verduras. Henry escogió aquel momento para acercarse.


—¿Van a quedarse aquí por un tiempo?


—Sí, en la cabaña de los Jackson.


—¿Ese lugar todavía se mantiene en pie?


—Eso espero.


—¿Ya había estado antes?


—No.


—Bueno, pues no espere encontrar gran cosa en esa cabaña…


—Descuide. Ya estoy advertida.


Pedro arrancó la moto en aquel instante, prácticamente ahogando en ruido su conversación. Henry se volvió y le hizo una seña para que la apagara.


—Deberías enseñarles a estas señoritas cómo se va a la cabaña Jackson, Pedro—le sugirió, acercándose a él—. Anda, asegúrate de que la encuentren antes de que se haga de noche.


Pedro se la quedó mirando sin decir nada.


—No es necesario —objetó Paula.


—Pero podría serlo —insistió Henry—. Supongo que no querrá perderse en esos bosques. Al menos con la niña.


Eso era cierto. Pero tampoco tenía muchas ganas de internarse en el bosque con aquel montañés huraño y solitario…


—Sígame —fue lo único que dijo Pedro.


Arrancó de nuevo su moto y se puso el casco.


—No estará preocupada por Pedro, ¿verdad? —le preguntó Henry a Paula, adivinándole el pensamiento.


—Un poco —admitió.


—Pues no tiene por qué. Es un solitario, pero eso no lo convierte en una mala persona. Le gusta vivir así. No hablará mucho, eso desde luego, pero se asegurará de que usted y la niña lleguen a su destino… Sanas y salvas.


Asintió con la cabeza, todavía inquieta, pero convencida de que no había motivo alguno para desconfiar de Henry. Ni de Pedro, por cierto. 


Jamás había sido partidaria de juzgar a nadie por su apariencia. Recogió las bolsas de verduras y se dirigió a su furgoneta. Cuando terminó de abrocharle el cinturón de seguridad a Kiara, se volvió hacia la tienda.


Mattie y Henry estaban en el umbral y la saludaron con la mano, sonrientes, como dándole aún mayor seguridad de que no tenía motivo alguno para preocuparse…


Arrancó y volvió a la carretera, pendiente en todo momento de la luz trasera de la moto. Un par de kilómetros después se desvió a la derecha y lo siguió por una pista de tierra, sin señalizar. A partir de ese momento fue como internarse en una oscura bóveda de árboles que apenas dejaban pasar la luz.


Solamente estaban ella y Kiara, y aquel barbado montañés, dirigiéndose a una aislada cabaña al final de una estrecha y desierta carretera. 


Agarrando con fuerza el volante, sintió una punzada de miedo. Pero aquello era Georgia. La rural y tranquila Georgia. Estaban a salvo.


Mientras se hacía de noche, se aferró a aquel pensamiento.




miércoles, 4 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 3




Condujo durante otro par de kilómetros, ascendiendo por la montaña y buscando la carretera Delringer. A esas alturas, estaba dispuesta a preguntar a cualquiera. Sólo que se hallaba en mitad de la nada y no había una sola casa a la vista.


Estaba a punto de dar media vuelta cuando descubrió una pequeña tienda de alimentación justo delante. La tienda de Mattie. Estupendo. 


Charlatana o no, estaría encantada de ver a aquella mujer. Ahora sólo faltaba que el local siguiera aún abierto…


Había una camioneta negra llena de barro, aparcada delante. Y una moto. Dos hombres estaban frente al mostrador de las verduras. Uno de ellos era muy corpulento y llevaba un mono de trabajo. Parecía un duro y tosco granjero. A la débil luz del atardecer aún podía distinguir los tatuajes de sus abultados bíceps.


El otro llevaba vaqueros y una camiseta de polo con las mangas recogidas hasta los codos.


Tenía una espesa barba oscura y el cabello largo, greñudo, que le ocultaba medio rostro.


—Yo no quiero comprar comestibles —protestó Kiara cuando Paula apagó el motor—. Yo quiero ir a la cabaña.


—Sólo nos detendremos un momento.


—¿Tengo que salir?


—Sí, tienes que salir. Tienes que ayudarme a escoger algo para cenar.


—Pollo. Y patatas fritas.


—Eso ya lo has comido a mediodía.


—Me gusta el pollo.


—Y a mí me gusta la verdura —se relamió los labios mientras le desabrochaba el cinturón de seguridad, en un intento por convencerla.


Miró a los hombres una vez más al tiempo que ayudaba a su hija a bajar. El tipo de la barba la estaba observando fijamente. No pudo evitar una punzada de aprensión.


Kiara corrió delante de ella, con su rizada melena al viento. Tenía el pelo aun más rojo que ella. Y también había heredado sus pecas, pero ahí terminaba el parecido.


Paula se alisó su camisa amarilla de algodón antes de entrar en la tienda. Para entonces, su hija ya estaba charlando animadamente con una mujer de mediana edad y sonrisa tan afable como cariñosa.


—Su hija dice que han venido a pasar el verano.


—Sí, vamos a quedarnos en una cabaña de la carretera Delringer. Esto es, si puedo encontrarla.


—Está muy cerca. La carretera sigue hacia Dahlonega, a un par de kilómetros de aquí.


—Debo de habérmela pasado.


—Se habrá caído el letrero. Pasa siempre. Aunque tampoco hay necesidad, con el puente hundido.


La última brizna de optimismo de Paula se evaporó en el aire.


—¿El puente hundido?


—¿Qué quiere decir?


—Quiero decir que no puede pasar el arroyo con el coche. Aunque tampoco hay ninguna razón para hacerlo, desde que el tornado de hace dos veranos arrasó todas las cabañas de allí arriba, excepto la de los Jackson, que hace años que no vienen. Tengo entendido que el señor Jackson murió. Su esposa también. Los veranos ya no son lo mismo sin ellos.


—Usted debe de ser Mattie.


—Así es. Mattie Callahan. ¿Cómo lo sabe?


—Ana Jackson me habló de usted. Se supone que vamos a pasar el verano en su cabaña. ¿Hay alguna otra manera de llegar hasta allá?


—No. Sólo hay una carretera. Pero la cabaña está justo al otro lado del arroyo. De todas formas, será mejor que se dé prisa si quiere llegar esta noche. Le costará más encontrarla cuando oscurezca.


—¿De qué me servirá si no puedo cruzar el arroyo?


—Hay una pasarela para pasar a pie.


Paula se volvió al escuchar aquella voz. El hombre barbudo que había visto a la entrada estaba en aquel momento a menos de un paso de ella, aunque no lo había oído acercarse. La miraba con una extraña fijeza.


Kiara, que había estado concentrada en el muestrario de golosinas, dio media vuelta para observar con curiosidad al desconocido. Jamás tenía miedo de nada.


—¿Puedo tocarle la barba? —le preguntó, poniéndose de puntillas y alzando una mano.


Paula se apresuró a agarrársela.


—No molestes al señor, Kiara.


—No pasa nada.


Amablemente, se agachó para que la niña pidiera pasar los dedos por su espesa e hirsuta barba.


—¡Qué gracioso! Mi papá se la afeita.


—La mayor parte de la gente lo hace —comentó el hombre, irguiéndose de nuevo—. Me he llevado dos bolsas de tomates y uno de cada de pimientos y calabazas —añadió, dirigiéndose a Mattie.


—No hay problema, Pedro. Te los apuntaré en tu cuenta. Tal vez quieras saludar a esta gente. Van a ser tus vecinas durante el verano. Se quedarán en la cabaña de los Jackson.


De modo que el arquetípico montañés iba a ser su vecino… Su único vecino. Paula no sabía por qué, pero la idea no le producía el menor consuelo. Pese a todo, le tendió la mano.


—Soy Paula Chaves, y esta es mi hija Kiara.


En vez de estrecharle la mano, el hombre le lanzó una mirada que le erizó el vello de la nuca.


Pedro —pronunció al fin, antes de dar media vuelta y salir de la tienda.


—No es muy hablador —le comentó Paula a Mattie.


—La verdad es que no. Se apellida Alfonso. Pedro vive solo, dedicado a su manzanar. Cultiva unas manzanas magníficas. Con quien más habla es con Henry. Y supongo que también hablará algo con ese chico de Dahlonega que tiene trabajando para él.


—¿Henry?


—Mi marido. Probablemente lo verías al entrar. Un tipo grande. La gente de por aquí lo llama Gran Perro Guardián, porque nadie se atreve a meterse con él. Excepto yo, claro. Y nuestra hija Dorinda. Lo tiene comiendo de su mano, al pobre. Ya la conocerás. Estudia en la universidad de Georgia, pero vuelve aquí todos los veranos. Quiere ser profesora.


Paula esperó a que Mattie tomara aliento para interrumpirla:
—Tengo que irme ya a la cabaña, pero antes me llevaré una bolsa de tomates y pimientos. Y algunas cosas más, para la cena de esta noche y el desayuno de mañana.


—Adelante, cariño, sírvete tú misma. Si necesitas alguna ayuda, yo estaré barriendo por aquí. Me gusta dejar la tienda bien limpia antes de cerrar. Abrimos a las diez de la mañana y…


Paula se volvió para buscar a Kiara. Estaba de nuevo ante el mostrador de las golosinas, escogiendo.


—Sólo una —le advirtió.


—¿No pueden ser dos? Me guardaré la otra para mañana.


—Sólo una… Y para después de cenar.


—Bueno, vale —cedió Kiara, a regañadientes.


La tienda era pequeña, pero parecía contar con todo lo básico: Leche, pan, queso, embutidos y verduras. Paula se apresuró a hacer sus compras, deseosa de llegar a la cabaña antes de que se hiciera de noche.


—¿Hay algo más que debería saber? —inquirió, mientras pagaba a Mattie.


—Creo que no. Simplemente lleva cuidado. Vigila a tu hija cuando salga por esos bosques, no vaya a ser que se pierda.


—Lo haré.


—Te ayudaré a meter todo esto en el coche.


—No hace falta, gracias. Me las arreglaré bien —Paula recogió las bolsas y le pasó la más pequeña a Kiara.


—No te olvides de recoger los tomates y los pimientos cuando salgas. Una vez que los pruebes, seguro que volverás a por más.


—Seguro que sí. Y a menudo.


—Me alegro. Acuérdate de que somos vecinas. Pásate cuando quieras, aunque sólo sea para charlar un rato.


—Gracias.