martes, 11 de febrero de 2020
TE ODIO: CAPITULO 26
¿Qué había pasado?
En el asiento trasero de la limusina, con el brazo de Pedro sobre los hombros, Paula tuvo que hacer un esfuerzo para no preguntarle.
¿Por qué había querido Pedro que tomase una clase de cocina? La había chantajeado para que se convirtiera en su amante por un día y luego perdía el tiempo para satisfacer esa ilusión suya…
¿Por qué? No iba a vivir con él, no iba a hacerle la comida.
Pero se había sentido tan cerca de él en la trattoria. Riendo, tocándose, mezclando los ingredientes para la pasta, derritiendo mantequilla mientas él la animaba. Todo había sido tan alegre.
«Así debe de ser», pensó. «Ser normal, ser querida, cocinar para mi familia».
Había pensado que Pedro era un hombre frío, cruel y desleal. Entonces, ¿por qué se portaba tan amablemente con ella?
—Casi hemos llegado a casa, bella —murmuró, besándola en la frente.
«Es un truco», se dijo a sí misma. Quería algo, seguro.
Pero no sabía qué podía querer.
Durante toda la tarde había sido un caballero andante y ella se sentía como la malvada bruja que le había robado a su hijo. Si aquello fuera un cuento de hadas, algún ogro se la habría comido.
Si pudiera confiar en Pedro lo suficiente para hablarle de su hijo…
—Alexander… —empezó a decir. Pero se detuvo, su corazón latiendo a toda velocidad. Si se lo contaba, ¿le haría daño al niño al que siempre había intentando proteger?
—¿Estás preocupada por tu sobrino? Durand está en la cárcel, pero si quieres volver a palacio para hacer una visita rápida…
—No, no hace falta.
Eso era lo último que deseaba. Tenía que pasar una noche con Pedro y alargar el tiempo que estuvieran juntos era demasiado peligroso. Él la tentaría para que rompiera las promesas que se había hecho a sí misma. La llevaría a la destrucción.
Sería tan fácil volver a amarlo…
Pero el sol estaba poniéndose. Sólo tenía que aguantar unas horas más. Sólo una noche. Y luego podría volver con Mariano y anunciar el compromiso de manera oficial.
Esa idea la ponía enferma. Ella no quería a Mariano, no lo había querido nunca.
Y ahora, después de volver a estar con Pedro…
Lo miró entonces: sus anchos hombros marcándose bajo la camiseta, la sombra de barba. Era tan guapo que la mareaba.
Sus fuertes muslos la rozaban cuando el Rolls Royce tomaba una curva. Y ella disfrutaba de ese roce, del peso de su cuerpo. Apenas se tocaban pero podía sentir cada centímetro de su piel.
La limusina se detuvo poco después.
—Ya hemos llegado.
Pedro le ofreció su mano pero, en lugar de llevarla al interior de la villa, la llevó en dirección contraria.
—¿Dónde vamos?
Él la miró, sus ojos más oscuros que nunca.
—¿Eso importa?
—No —sonrió Paula, medio hipnotizada.
Atravesaron una vieja puerta de madera para llegar hasta un cenador de piedra frente al acantilado. El sol, como una bola de fuego, iba hundiéndose poco a poco en el mar.
Ella miró su boca. Su preciosa boca que le había dado tanto placer. La boca que una vez había dicho: «Siempre te querré, Pau. Sólo a ti».
Paula dio un paso atrás. Había estado a punto de besarlo… otra cosa que había jurado no hacer.
¿Qué era aquel hechizo que la mantenía prisionera?
Tenía que calmarse, pensó.
—No sé qué pretendes. No sería tan tonta como para intentar seducirte otra vez…
Pedro la empujó suavemente contra una pared cubierta de buganvillas, apartando el pelo de su cara.
—No tienes que intentarlo siquiera —le dijo en voz baja—. Siempre estás seduciéndome. Todo lo que dices, todo lo que haces me vuelve loco. Te deseo más de lo que he deseado nunca a otra mujer —murmuró buscando su boca.
Paula cerró los ojos, transportada atrás en el tiempo. La inesperada ternura de la caricia la llenaba de anhelo, de ansia…
—Ahora, por fin —susurró Pedro sobre su boca— eres mía.
TE ODIO: CAPITULO 25
Qué curioso pensar lo diferentes que habrían sido las cosas si no hubiera ido a casa de su vecina para pedirle prestada una botella de whisky. En ese momento, la opción era whisky o tirarse por la ventana.
Su rubia vecina había abierto la puerta en sujetador.
—Sí, claro —le dijo, con una sonrisa en los labios—. Tengo una tonelada de whisky por aquí.
Pedro había vuelto a su apartamento solo, pero después de tomar un par de copas oyó un golpecito en la puerta.
—¿Me prestas tu cama? La mía está rota —le había dicho la rubia descaradamente.
Él no la deseaba. Pero tampoco había hecho nada por resistirse. Le daba igual.
¿Qué más daba todo? Acostarse con… ¿cómo se llamaba? ¿Terry, Tara? Era como seguir bebiendo whisky. La misma borrachera, el mismo olvido, la misma resaca a la mañana siguiente.
Pero pensar que, si no la hubiera tocado, su joven sueño de casarse con Paula podría haberse hecho realidad…
Era mejor así, se dijo a sí mismo. Muchas mujeres habían intentado que se comprometiera durante esos diez años, pero él siempre se había resistido. No tenía intención de amar a nadie. El amor te hacía vulnerable. La única mujer a la que había amado en toda su vida lo había dejado. Incluso su madre lo abandonó siendo un niño. Sería estúpido si volviera a arriesgarse.
Además, él no necesitaba amor. Él tenía la satisfacción de una buena cuenta corriente, el poder de hacer que otros lo sirvieran, el orgullo de ser el piloto más rápido del mundo…
Sólo le faltaba una cosa. Y, con Paula, el cuadro estaría por fin completo.
Tendría un hogar.
Llevaría respetabilidad a su familia a los ojos del mundo. Aunque por la noche, en su cama, sería menos que respetable…
Pedro acarició su cara. Había visto dolor en sus ojos porque pensaba que la había reemplazado inmediatamente con la rubia. La verdad era que Paula era irremplazable. Era diferente a cualquier otra mujer que hubiera conocido nunca. Ella se sentía orgullosa de su familia, de sí misma. Tenía dignidad y autocontrol. Eso era lo que la hacía especial. Eso era lo que la hacía tan valiosa.
Y, pensara lo que pensara, él la tenía en gran estima.
Sería la esposa perfecta. La madre perfecta para sus hijos. La devoción que había mostrado por su sobrino demostraba que había nacido para ser madre.
Pero una cosa no había cambiado: él no podía amarla.
Paula murmuró algo entre sueños, volviéndose hacia él con un suspiro de satisfacción, y Pedro la encerró en su abrazo.
La poseería en cuerpo y alma.
Entonces miró sus labios, tan jugosos, tan suaves.
Empezaría por su cuerpo.
TE ODIO: CAPITULO 24
Pedro miraba por la ventanilla del avión, viendo cómo el sol de la tarde se escondía tras el horizonte mientras sobrevolaban la costa italiana.
«Volví porque te quería. Pero no pudiste serme fiel ni siquiera durante una noche».
La expresión de Paula mientras decía esas palabras seguía persiguiéndolo. Se preguntó si sería verdad… si lo habría querido. ¿Sería posible?
No, se respondió a sí mismo. Sólo estaba pasándolo bien, ella misma lo había dicho. Si lo hubiera querido, no le habría tirado el anillo a la cara…
Y, sin embargo…
Pedro miró el asiento de al lado. Agotada, Paula se había quedado dormida con la cabeza sobre su hombro en cuanto salieron de Roma.
Inclinándose un poco, le pasó un brazo por la cintura y ella apoyó la cara en su pecho, como abrazando su oso de peluche favorito.
¿Por qué habría ido a su apartamento al día siguiente?
Dormida tenía un rostro tan dulce, tan sereno. Era casi tan bella como en la cocina de Armando. Le brillaban los ojos mientras el chef la enseñaba a hacer pasta.
De vez en cuando se volvía para mirarlo con el ceño arrugado, como si esperase una crítica. Pero él disfrutaba mirándola. La alegría que había en su rostro mientras aprendía pacientemente a hacer la receta lo hizo contener el aliento.
Durante todos esos años había creído saber lo que era la princesa Paula Chaves: una niña mimada y caprichosa que lo tenía todo.
Ahora no sabía qué creer.
Mientras hacía la pasta se había manchado la cara de harina y, cuando él se lo dijo, esperando que corriera al espejo, Paula había soltado una carcajada, intentando limpiarse con el dorso de la mano y consiguiendo extender la harina aún más. Pedro la limpió con una servilleta y, cuando se miraron a los ojos, la risa desapareció.
Tan cerca, ella tan sexy con ese delantal…
Pedro casi había olvidado que estaban en la abarrotada cocina de un restaurante. Habría querido tomarla en brazos y tumbarla sobre la superficie de acero…
Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para controlarse a sí mismo. Y ahora, mientras dormía lo único que deseaba era besarla.
Si lo que había dicho era verdad…
Si lo amaba entonces y había vuelto a su apartamento para decirle que sí, que iba a casarse con él…
lunes, 10 de febrero de 2020
TE ODIO: CAPITULO 23
El interior de la trattoria era pequeño y acogedor.
Aparentemente, no habían cambiado la decoración desde los años cincuenta y eso le daba un toque simpático.
Un camarero se acercó a su mesa y Pedro no se molestó en abrir la carta.
—Tomaremos fettuccini alla romana.
—¡No! —protestó Paula. Dejar que la chantajease para acostarse con él era una cosa, dejar que la convenciera para que ingiriese miles de calorías, otra muy diferente. Tenía que estar delgada, por obligación. Y si su madre no se lo repitiera constantemente, los diseñadores se lo dirían.
—Yo prefiero pescado al horno con limón… y un poquito de ensalada.
El camarero la miró, horrorizado.
—Fettuccini —insistió Pedro—. Para los dos.
Luego le quitó la carta de las manos y, cuando sus dedos se rozaron, Paula decidió rendirse. Ya había entrado en el restaurante y al día siguiente las fotos aparecerían en las revistas de todo el mundo: fotos de la princesa de hielo comiendo en un restaurante de Roma con el millonario Pedro Alfonso. Comparado con eso,
comer un plato de pasta parecía un pecado venial. ¿Por qué no disfrutarlo?
—Estás demasiado delgada —sonrió él—. Y pienso engordarte, bella.
—Muy bien, fettucini entonces.
—Y una botella de vino —dijo Pedro, mencionando una marca y un año determinados. Asintiendo con la cabeza, el camarero desapareció.
Paula miró alrededor. Todas las mesas estaban ocupadas, pero los clientes no parecían particularmente interesados en hacerles fotografías o pedir autógrafos.
—Sí, creo que podemos comer aquí.
—¿Tengo que volver a explicarte el concepto de restaurante? —rió Pedro.
—No, tonto. Quiero decir que van a dejarnos en paz.
—Estupendo. Porque pienso satisfacer todos tus apetitos —dijo él en voz baja.
Paula se puso colorada. Desde que salieron de San Cerini era así: hablaban del tiempo, del festival de Cannes que empezaría en unos días, de la economía de San Piedro. Pero mientras hablaban de eso, Pedro la desnudaba con los ojos. Su expresión decía claramente que estaba imaginándola en su cama.
Era una imagen que ella misma podía ver con toda claridad. Pero si ése era el caso, ¿por qué se había negado Pedro a hacerle el amor cuando estaba medio desnuda en su dormitorio?
El camarero reapareció entonces con la botella de vino e Paula tomó un sorbo para calmarse un poco. Pero en lugar de embotar sus sentidos, el alcohol los despertó aún más. El sabor era tan delicioso que se pasó la lengua por los labios… y cuando levantó la cabeza, vio que Pedro estaba mirándola.
Estaba jugando con ella, pensó. Como un león con su presa. Y ella estaba tan alterada que no sabía si podría aguantar mucho más.
Paula dejó el vaso sobre la mesa.
—¿Por qué actúas de esa forma?
—¿Cómo?
—Tan amistoso, coqueteando conmigo. No lo entiendo. Tú sabes que quiero terminar con este trato de una vez. Podrías haberme tenido en tu cama esta mañana… ¿por qué actúas como si esto fuera una cita? No tienes que seducirme.
—A lo mejor quiero hacerlo.
—¿Por qué?
—¿Lo estoy haciendo mal? —preguntó él—. Ah, claro, supongo que tu amante lo hace de otra manera.
—¿Mi amante?
—El príncipe Mariano.
—Mariano no es mi amante.
—¿Quién está mintiendo ahora?
—Cree lo que quieras, pero Mariano y yo no nos hemos acostado juntos. Apenas nos hemos besado.
Los ojos de Pedro se oscurecieron.
—¿Te ha besado?
Paula dejó escapar una risa amarga.
—Lo dirás de broma. ¿Te parece mal que me bese el hombre con el que voy a casarme? Tú, que te has acostado con cientos de actrices y modelos.
—Yo no duermo mucho —contestó él, echándose hacia atrás en la silla—. Un hombre tiene que ocuparse en algo.
—Por lo que he oído, te ocupas muchísimo —
dijo ella, irritada.
—Trabajo y placer. ¿Qué más hay en la vida?
—Antes creías en otras cosas —Paula tragó saliva—. En el amor, por ejemplo.
—Eso fue hace mucho tiempo.
—¿Y ahora?
—Ahora creo en el trabajo —Pedro clavó sus ojos en ella—. Y creo en proteger lo que es mío.
Paula sintió esa mirada como si fuera una caricia en su pelo, en sus pechos, en el interior de sus muslos… y respiró profundamente, intentando convertir el deseo en furia.
—Pero no crees en el futuro, ¿verdad?
—¿Qué quieres decir?
Sabía que no debería decir nada, pero una década de rabia contenida no la dejó.
—Sólo me deseas porque crees que no puedes tenerme.
Pedro levantó las cejas.
—Creo que habíamos acordado que eras mía.
—Por hoy. Y los minutos pasan. En un par de horas me habré ido. Eso es lo que quieres, ¿verdad? Algo sencillo y rápido.
—¿De que estás hablando?
Paula tenía el corazón en la garganta.
—Dices que proteges lo que es tuyo, pero no es verdad. Te gusta la caza, pero una vez que has poseído algo, ese algo pierde su valor. La última vez que estuvimos juntos…
—No quiero hablar de ello —la interrumpió Pedro.
—Me pediste que me casara contigo —siguió Paula, intentando contener las lágrimas—. Juraste que me amabas, me suplicaste que me escapase contigo.
—Y si no recuerdo mal, tú me tiraste el anillo a la cara. Será mejor no hablar del pasado, Paula. Me parece muy aburrido.
—¡Prometiste quererme para siempre, pero unas horas después me habías reemplazado por otra mujer!
—¿Cómo lo sabes?
—¡Porque la vi con mis propios ojos! —exclamó Paula—. La vi besándote en la puerta de tu casa.
—¿Volviste al apartamento? ¿Por qué? ¿Querías seguir insultándome?
—No, Pedro —suspiro ella—. Volví porque te quería. Pero no pudiste serme fiel ni siquiera durante una noche.
Él tomó un sorbo de vino y dejó la copa sobre la mesa.
—No me diste razones para serlo.
Paula se mordió los labios mientras el camarero servía los platos de fettuccini.
Cuando se alejó, Pedro empezó a comer, como si la discusión no lo afectase.
Y Paula tuvo que hacer un esfuerzo para no llorar.
¿Por qué había recordado el pasado?, se preguntó. Irguiéndose en la silla, tomó un poco de pasta con el tenedor y se la metió en la boca.
Había querido imitar el comportamiento de Pedro, pero la mantequilla, el queso y la pasta fresca aterrizaron en su paladar con una explosión de alegría. Incluso teniendo el corazón roto podía sentir placer. Eso la sorprendió. Pero ¿por qué?
Despreciaba a Pedro y temía que pudiera hacerle daño, pero eso no evitaba que lo desease.
—¿Te gusta? —le preguntó él.
—Sí, la pasta es deliciosa —contestó Paula. Era el mejor plato de pasta que había probado en muchos años. Si no estuviera en un restaurante incluso podría haber mojado pan en la salsa—. Ojalá yo pudiera cocinar así.
—Eso podría arreglarse.
—¿Cómo?
—Armando, el chef, podría enseñarte. Es amigo mío.
—Pero se me da fatal. ¿Por qué quieres que vuelva a intentarlo?
—Te gusta cocinar, ¿no? Has dicho que es uno de tus grandes placeres.
Paula parpadeó, confusa.
—¿Pasarías una hora conmigo en la cocina viendo cómo aprendo a hacer fettuccini? ¿Por qué?
—Ya te he dicho que pensaba satisfacer todos tus apetitos —sonrió Pedro—. Y creo que hoy es un buen día para tu primera clase.
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