martes, 11 de febrero de 2020
TE ODIO: CAPITULO 25
Qué curioso pensar lo diferentes que habrían sido las cosas si no hubiera ido a casa de su vecina para pedirle prestada una botella de whisky. En ese momento, la opción era whisky o tirarse por la ventana.
Su rubia vecina había abierto la puerta en sujetador.
—Sí, claro —le dijo, con una sonrisa en los labios—. Tengo una tonelada de whisky por aquí.
Pedro había vuelto a su apartamento solo, pero después de tomar un par de copas oyó un golpecito en la puerta.
—¿Me prestas tu cama? La mía está rota —le había dicho la rubia descaradamente.
Él no la deseaba. Pero tampoco había hecho nada por resistirse. Le daba igual.
¿Qué más daba todo? Acostarse con… ¿cómo se llamaba? ¿Terry, Tara? Era como seguir bebiendo whisky. La misma borrachera, el mismo olvido, la misma resaca a la mañana siguiente.
Pero pensar que, si no la hubiera tocado, su joven sueño de casarse con Paula podría haberse hecho realidad…
Era mejor así, se dijo a sí mismo. Muchas mujeres habían intentado que se comprometiera durante esos diez años, pero él siempre se había resistido. No tenía intención de amar a nadie. El amor te hacía vulnerable. La única mujer a la que había amado en toda su vida lo había dejado. Incluso su madre lo abandonó siendo un niño. Sería estúpido si volviera a arriesgarse.
Además, él no necesitaba amor. Él tenía la satisfacción de una buena cuenta corriente, el poder de hacer que otros lo sirvieran, el orgullo de ser el piloto más rápido del mundo…
Sólo le faltaba una cosa. Y, con Paula, el cuadro estaría por fin completo.
Tendría un hogar.
Llevaría respetabilidad a su familia a los ojos del mundo. Aunque por la noche, en su cama, sería menos que respetable…
Pedro acarició su cara. Había visto dolor en sus ojos porque pensaba que la había reemplazado inmediatamente con la rubia. La verdad era que Paula era irremplazable. Era diferente a cualquier otra mujer que hubiera conocido nunca. Ella se sentía orgullosa de su familia, de sí misma. Tenía dignidad y autocontrol. Eso era lo que la hacía especial. Eso era lo que la hacía tan valiosa.
Y, pensara lo que pensara, él la tenía en gran estima.
Sería la esposa perfecta. La madre perfecta para sus hijos. La devoción que había mostrado por su sobrino demostraba que había nacido para ser madre.
Pero una cosa no había cambiado: él no podía amarla.
Paula murmuró algo entre sueños, volviéndose hacia él con un suspiro de satisfacción, y Pedro la encerró en su abrazo.
La poseería en cuerpo y alma.
Entonces miró sus labios, tan jugosos, tan suaves.
Empezaría por su cuerpo.
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