lunes, 10 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 23





El interior de la trattoria era pequeño y acogedor. 


Aparentemente, no habían cambiado la decoración desde los años cincuenta y eso le daba un toque simpático.


Un camarero se acercó a su mesa y Pedro no se molestó en abrir la carta.


—Tomaremos fettuccini alla romana.


—¡No! —protestó Paula. Dejar que la chantajease para acostarse con él era una cosa, dejar que la convenciera para que ingiriese miles de calorías, otra muy diferente. Tenía que estar delgada, por obligación. Y si su madre no se lo repitiera constantemente, los diseñadores se lo dirían.


—Yo prefiero pescado al horno con limón… y un poquito de ensalada.


El camarero la miró, horrorizado.


—Fettuccini —insistió Pedro—. Para los dos.


Luego le quitó la carta de las manos y, cuando sus dedos se rozaron, Paula decidió rendirse. Ya había entrado en el restaurante y al día siguiente las fotos aparecerían en las revistas de todo el mundo: fotos de la princesa de hielo comiendo en un restaurante de Roma con el millonario Pedro Alfonso. Comparado con eso,
comer un plato de pasta parecía un pecado venial. ¿Por qué no disfrutarlo?


—Estás demasiado delgada —sonrió él—. Y pienso engordarte, bella.


—Muy bien, fettucini entonces.


—Y una botella de vino —dijo Pedro, mencionando una marca y un año determinados. Asintiendo con la cabeza, el camarero desapareció.


Paula miró alrededor. Todas las mesas estaban ocupadas, pero los clientes no parecían particularmente interesados en hacerles fotografías o pedir autógrafos.


—Sí, creo que podemos comer aquí.


—¿Tengo que volver a explicarte el concepto de restaurante? —rió Pedro.


—No, tonto. Quiero decir que van a dejarnos en paz.


—Estupendo. Porque pienso satisfacer todos tus apetitos —dijo él en voz baja.


Paula se puso colorada. Desde que salieron de San Cerini era así: hablaban del tiempo, del festival de Cannes que empezaría en unos días, de la economía de San Piedro. Pero mientras hablaban de eso, Pedro la desnudaba con los ojos. Su expresión decía claramente que estaba imaginándola en su cama.


Era una imagen que ella misma podía ver con toda claridad. Pero si ése era el caso, ¿por qué se había negado Pedro a hacerle el amor cuando estaba medio desnuda en su dormitorio?


El camarero reapareció entonces con la botella de vino e Paula tomó un sorbo para calmarse un poco. Pero en lugar de embotar sus sentidos, el alcohol los despertó aún más. El sabor era tan delicioso que se pasó la lengua por los labios… y cuando levantó la cabeza, vio que Pedro estaba mirándola.


Estaba jugando con ella, pensó. Como un león con su presa. Y ella estaba tan alterada que no sabía si podría aguantar mucho más.


Paula dejó el vaso sobre la mesa.


—¿Por qué actúas de esa forma?


—¿Cómo?


—Tan amistoso, coqueteando conmigo. No lo entiendo. Tú sabes que quiero terminar con este trato de una vez. Podrías haberme tenido en tu cama esta mañana… ¿por qué actúas como si esto fuera una cita? No tienes que seducirme.


—A lo mejor quiero hacerlo.


—¿Por qué?


—¿Lo estoy haciendo mal? —preguntó él—. Ah, claro, supongo que tu amante lo hace de otra manera.


—¿Mi amante?


—El príncipe Mariano.


—Mariano no es mi amante.


—¿Quién está mintiendo ahora?


—Cree lo que quieras, pero Mariano y yo no nos hemos acostado juntos. Apenas nos hemos besado.


Los ojos de Pedro se oscurecieron.


—¿Te ha besado?


Paula dejó escapar una risa amarga.


—Lo dirás de broma. ¿Te parece mal que me bese el hombre con el que voy a casarme? Tú, que te has acostado con cientos de actrices y modelos.


—Yo no duermo mucho —contestó él, echándose hacia atrás en la silla—. Un hombre tiene que ocuparse en algo.


—Por lo que he oído, te ocupas muchísimo —
dijo ella, irritada.


—Trabajo y placer. ¿Qué más hay en la vida?


—Antes creías en otras cosas —Paula tragó saliva—. En el amor, por ejemplo.


—Eso fue hace mucho tiempo.


—¿Y ahora?


—Ahora creo en el trabajo —Pedro clavó sus ojos en ella—. Y creo en proteger lo que es mío.


Paula sintió esa mirada como si fuera una caricia en su pelo, en sus pechos, en el interior de sus muslos… y respiró profundamente, intentando convertir el deseo en furia.


—Pero no crees en el futuro, ¿verdad?


—¿Qué quieres decir?


Sabía que no debería decir nada, pero una década de rabia contenida no la dejó.


—Sólo me deseas porque crees que no puedes tenerme.


Pedro levantó las cejas.


—Creo que habíamos acordado que eras mía.


—Por hoy. Y los minutos pasan. En un par de horas me habré ido. Eso es lo que quieres, ¿verdad? Algo sencillo y rápido.


—¿De que estás hablando?


Paula tenía el corazón en la garganta.


—Dices que proteges lo que es tuyo, pero no es verdad. Te gusta la caza, pero una vez que has poseído algo, ese algo pierde su valor. La última vez que estuvimos juntos…


—No quiero hablar de ello —la interrumpió Pedro.


—Me pediste que me casara contigo —siguió Paula, intentando contener las lágrimas—. Juraste que me amabas, me suplicaste que me escapase contigo.


—Y si no recuerdo mal, tú me tiraste el anillo a la cara. Será mejor no hablar del pasado, Paula. Me parece muy aburrido.


—¡Prometiste quererme para siempre, pero unas horas después me habías reemplazado por otra mujer!


—¿Cómo lo sabes?


—¡Porque la vi con mis propios ojos! —exclamó Paula—. La vi besándote en la puerta de tu casa.


—¿Volviste al apartamento? ¿Por qué? ¿Querías seguir insultándome?


—No, Pedro —suspiro ella—. Volví porque te quería. Pero no pudiste serme fiel ni siquiera durante una noche.


Él tomó un sorbo de vino y dejó la copa sobre la mesa.


—No me diste razones para serlo.


Paula se mordió los labios mientras el camarero servía los platos de fettuccini.


Cuando se alejó, Pedro empezó a comer, como si la discusión no lo afectase.


Y Paula tuvo que hacer un esfuerzo para no llorar.


¿Por qué había recordado el pasado?, se preguntó. Irguiéndose en la silla, tomó un poco de pasta con el tenedor y se la metió en la boca.


Había querido imitar el comportamiento de Pedro, pero la mantequilla, el queso y la pasta fresca aterrizaron en su paladar con una explosión de alegría. Incluso teniendo el corazón roto podía sentir placer. Eso la sorprendió. Pero ¿por qué?


Despreciaba a Pedro y temía que pudiera hacerle daño, pero eso no evitaba que lo desease.


—¿Te gusta? —le preguntó él.


—Sí, la pasta es deliciosa —contestó Paula. Era el mejor plato de pasta que había probado en muchos años. Si no estuviera en un restaurante incluso podría haber mojado pan en la salsa—. Ojalá yo pudiera cocinar así.


—Eso podría arreglarse.


—¿Cómo?


—Armando, el chef, podría enseñarte. Es amigo mío.


—Pero se me da fatal. ¿Por qué quieres que vuelva a intentarlo?


—Te gusta cocinar, ¿no? Has dicho que es uno de tus grandes placeres.


Paula parpadeó, confusa.


—¿Pasarías una hora conmigo en la cocina viendo cómo aprendo a hacer fettuccini? ¿Por qué?


—Ya te he dicho que pensaba satisfacer todos tus apetitos —sonrió Pedro—. Y creo que hoy es un buen día para tu primera clase.





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